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8 de enero de 2014

DIARIO

LUIS CALVO
Lunes, 6 de enero del 2014

A las calles de Madrid les ha entrado la lluvia, así que he tratado de mantenerme como al pairo y bajo palio dentro de casa, y esas horas inevitables de sillón y café con leche las he pasado hojeando, un rato a uno y otro rato a los demás, a mis cinco escritores españoles predilectos: Ramón Gómez de la Serna, el inefable Ramón y sus automoribundias de cabecera; César González Ruano, cuyos artículos fueron mis primeras lecturas de cuando yo era niño; Ortega y Gasset, que me enseñó a comprender lo que era la metafísica, y Eugenio d´Ors, uno de los intelectuales más finos, inteligentes y cultivados que ha tenido la literatura española.
         Leí a casi todos por recomendación expresa de Paco Umbral, el quinto por excelencia, para mí el escritor español más grande en lo que se refiere al artículo periodístico, y, por supuesto, al género de memorias, biografías y diario personal. No fue una recomendación directa, claro está, de tú a tú, sino a través de sus libros y artículos, allá por los años setenta, cuando lo descubrí en las traseras de El País y al conseguir también el premio Nadal.
Por cierto, este premio se dirime esta noche y yo estoy seguro de que lo ganará el omnipresente Lorenzo Silva, un señor que se lleva todos los premios y que aparece en todas las revistas, cadenas de televisión, emisoras de radio, jurados literarios y que a este paso bien puede asomar entre los sacramentos cárnicos de un buen cocido madrileño o como sorpresa en el roscón de Reyes de la merienda, con nata o sin nata, mucho mejor sin ella, por ser más natural y de menos engorde.
A Ruano lo leí por la influencia decisiva y machacona de mi madre, cuando yo tenía como unos doce años, aproximadamente, y desde entonces empezó a importarme la Literatura y su gallofa correspondiente de escritores, editores, críticos y directores de periódicos.
Pues sí, también los directores de prensa fueron objeto de mi curiosidad juvenil. El que más me impresionó de todos ellos fue Luis Calvo, supongo que por su ironía y por esa maldad que rezumaba su mirada cuando clavaba el artículo en el corazón tembloroso de su presa, aunque pese en su biografía la sospecha de haber sido espía del Hitler, que por eso lo apresaron los ingleses hasta el final de la guerra, siendo liberado gracias a los buenos oficios diplomáticos nada menos que del duque de Alba, un escudo nobiliario cuajado de campos de gules y arcabuces que siempre atemorizó a esos pueblos bárbaros del centro y del norte de Europa.
Decía yo que mi madre era una gran lectora de periódicos, y que ella siempre buscaba al escritor de estilo y de finura literaria. Su preferido, desde luego, era Ruano, si bien admiró a muchos otros, como es el caso de Agustín de Foxá, conde de Foxá, y de Pedro Rodríguez, marido de doña Amalia.
En particular, he dicho muchas veces que prefiero leer a los muertos antes que a los vivos. Porque si el escritor que está vivo escribe mejor que yo, lo que sucede en la mayoría de las ocasiones, me entra una envidia desconsoladora, pero si está muerto la envidia se reduce ostensiblemente al suponer que el muy infame duerme cada noche en una pensión del infierno, acompañado de algún crítico bien dotado y harto juguetón, y a mí ese pensamiento, qué carajo, me reconforta y tranquiliza.

Hoy hemos comido en Casa Salvador, que está aquí al lado, y puedo asegurar que no sólo tiene la mejor merluza de Madrid, sino un lenguado insuperable, unos callos primorosos y el mejor rabo de toro del mundo. El restaurante estaba hasta la bandera, como suele pasar, pero al final conseguimos una mesa en el comedor de Luis Miguel Dominguín y Ernest Hemingway, que como todo el mundo sabe no se podían ver entre ellos y que mantuvieron durante toda su vida una singular lucha de titanes o, si lo prefieren, de toros verrihondos y ávidos de sangre. No obstante, Luis Miguel, en mi opinión, salió victorioso por su íntima y apasionada relación con Ava Gadner, y, por su parte, Hemingway no consiguió amancebarse con Ordóñez, que era en el fondo lo que deseaba y lo que todo el mundo sospechó en aquella época y nadie se atrevió a desvelar, entre otras razones porque no eran tiempos para grandes verdades, la moral era lo primero y había que salvaguardarla a cualquier precio y mucho mejor que fuera así.

Por la tarde he visto la cabalgata de Reyes por televisión, y lo que más me ha gustado, si se me permite decirlo, ha sido ese gineceo de huríes y bailarinas que este año se han agenciado los magos de Oriente, quién sabe para qué desafueros, y que parecían sacadas del mismísimo Teatro Martín, de cuando este país era serio y sabía divertirse. La verdad, no sé que pintaban estas señoras en el cortejo de los Reyes Magos, por mucho que lo animaran y a mí me alegraran el tedio de la tarde. Al principio, pensé que alguna de las danzantas sería para mí y que el rey Baltasar me la traería por la noche, a domicilio, envuelta en papel de celofán y con un lacito rojo, puesto que estaba entre mis peticiones epistolares más urgentes, pero he debido de portarme fatal porque la única mujer que anoche llamó a mi puerta, maldita sea, fue la portera de la finca, que vino a cobrarme el gabelamen anual del aguinaldo, que es como el impuesto revolucionario de Montoro o mucho peor, cosa que dudo.
         Pero si resulta difícil dar una explicación, más o menos razonable, acerca de la presencia de esas chicas tan monas en la cabalgata, me parece del todo imposible justificar la de un batallón a caballo de la Guardia Civil, y menos mal que no vino la motorizada o la brigada Brunete, pues habría parecido sin duda otro 23F o cuando el general Manolo Pavía se fornifolló la Gloriosa al pronunciar aquel discurso equino, a espuela rabiosa, en “sede parlamentaria”, que es como dice Bárcenas que hay que decirlo, y por eso ahora todos los capuletos sin excepción no paran de imitarlo: en sede parlamentaria, en sede judicial, en sede gubernamental, en sede eclesial, en sede prostibularia, en sede tanatorial y por ahí todo seguido hasta llegar a la necedad más absoluta y cursi. Joder, vaya año que nos espera.



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