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20 de julio de 2013

UNA SEÑORA MUY ESPECIAL






I

Ahora no sé cómo demonios contarles esta historia. Tal vez debería empezar por el final y revelarles la identidad de la mujer que se coló en mi vida sin yo saber de quién se trataba. Aunque lo mejor sería que primero les dijera quién soy yo y cómo, sin comerlo ni beberlo, me vi envuelto en aquel berenjenal de dimensiones inconcebibles. Un lío, ¡maldita sea!, cuyas consecuencias probablemente me perseguirán mientras viva. 
Me llamo José Luis Balmes y por aquel tiempo escribía relatos para una editorial que estaba apunto de irse a pique por falta de lectores. Claro que yo por entonces no vivía de la literatura sino de la herencia de mis padres, entre otras cosas de una finca de más de mil hectáreas de secano situada en Extremadura. Una finca que también me sirve de refugio y de la que no he salido desde hace más de veinte años, justamente desde que murieron mi mujer y mi primer hijo a consecuencia de un mal parto. Acabo de cumplir los cincuenta y mi vida ha transcurrido a lo largo de estos años sin la presencia de periódicos, televisión, radio, teléfono, internet o cualquiera otro medio de comunicación que el hombre haya inventado para difundir la estupidez propia de su especie. La única conexión que mantengo con el resto del mundo es a través de unos cuantos libros bien escogidos. No en vano me enorgullezco de poseer una magnífica biblioteca. O sea que entre la lectura, la caza menor, los largos paseos y las horas que estoy sentado a la máquina de escribir entretengo mi vida lo mejor que puedo.  
Para las cuestiones de intendencia normalmente siempre tengo contratado a un matrimonio de guardeses que se encarga tanto de los trabajos de la finca como de la limpieza de mi casa y, por supuesto, de mantener la despensa abastecida, hacerme la comida y, una vez al año, de traerme la ropa necesaria de una tienda de Villaval, que es el pueblo más cercano. Precisamente,  por los días que sucedieron los acontecimientos que les voy a contar, trabajaban para mí Juan y Genoveva. Los dos vivían en una casa como a unos doscientos metros de la mía. Juan era un hombre hosco, aunque muy dispuesto para su trabajo, y su aspecto impresionaba la primera vez que uno lo veía, ya que tenía las piernas demasiado cortas en relación a un tórax de gran tamaño y a unos brazos demasiado largos y fuertes. En cambio, su mujer, Genoveva, que es de aquí de la tierra, era todo lo contrario; la verdad es que tenía un buen tipo y era de una belleza algo extraña y rudimentaria, como sin pulir, y además hacía gala de una inteligencia natural digna de tenerse en cuenta, sobre todo en cuestiones relacionadas con la aritmética económica, es decir, con todo lo relacionado con el dinero y la forma de conseguirlo. Como era de preveer, después de todo aquello que pasó no he vuelto a saber nada de ellos. Ni siquiera por una postal en Navidad. 
En cuanto a mi relación con las mujeres, a pesar de no salir de la finca, siempre me las he apañado bastante bien y nunca me ha faltado sustento. Recuerdo que cuando llegaron Juan y Genoveva, yo recibía todos los sábados a una amiga mía de Villaval que se llamaba Laura. Laura era viuda y pasaba en la finca todos los fines de semana del año. Quiero decir que todos los lunes por la mañana ella se volvía a su casa y no volvía a verla hasta el sábado siguiente. A los dos nos gustaba demasiado nuestra independencia. Naturalmente, yo le pagaba bastante bien sus servicios, ustedes ya me entienden, y ese dinero le servía para vivir desahogadamente, ya que con su pensión de viuda no tenía ni para lo más necesario. Creo que mantuvimos relaciones durante unos ocho años. Hasta que un sábado se presentó con noticias muy desagradables para mí: me dijo que se iba a casar con un señor de mucho dinero, sacrificando su independencia en aras de una seguridad que, según me explicó, empezaba a serle necesaria. Como ya supondrán, la decisión de Laura me dejó un poco triste, lo reconozco, además de huérfano en algo tan necesario como la pasión amorosa. Y también me sentí, por qué no decirlo, tan jodidamente celoso como un amante burlado.
Fue Genoveva la que acabó con mis penas una de las mañanas en que fue a casa para cumplir con sus obligaciones. Primero me dijo que había notado que la señorita Laura hacía más de un mes que no venía a pasar el fin de semana. Entonces, le conté lo ocurrido y, después de un silencio bastante inquietante, va la muy zorra y me dice que por el mismo dinero la podría tener a ella cuantas veces me diera la gana. ¿Pero cómo sabía esa bruja que yo pagaba los servicios de Laura? No he visto en mi vida una mujer más fría que Genoveva para tratar de negocios. El caso fue que le dije que sí y desde la ausencia de Laura, ella me atendía casi a diario, cuando venía a ponerme el desayuno, mientras su marido realizaba las labores propias del campo. Y la verdad es que yo estaba encantado con la novedad, ya que había cambiado una cuarentona que naufragaba en un declive alarmante, por una treintañera de lo más lozana y bastante animosa en cualquier clase de navegación que se le exigiera. 

II

Fue un sábado por la tarde cuando me encontré a Betty Moore. Acaba de empezar el mes de diciembre y yo había salido de paseo por ver si oxigenaba la conciencia y de paso cazaba unas perdices y alguna que otra liebre. Entonces, la vi de lejos. Ella estaba de pie en el camino que conduce a la carretera general, al lado de su coche, un Renault alquilado de baja cilindrada. Cuando me acerqué  para preguntarle si necesitaba ayuda, me dijo que había abandonado la carretera porque le gustaba tanto el paisaje que había querido participar y fundirse con toda la belleza que había visto. Estaba fascinada por los encinares y, según decía, por una hierba con un verde tan distinto a todos los verdes posibles. También me dijo que se dirigía a Lisboa, pero que no tenía ninguna prisa en llegar. Entonces le pregunté de dónde era y me dijo que de Costa Rica, pero que vivía en los Estados Unidos. No tuve más remedio que creerla enseguida por la sencilla razón de que su español era perfecto, si bien con un ligero toque musical y como lleno de sugerencias caribeñas. También me aclaró que su padre era irlandés y su madre argentina y que por eso su piel era tan blanca. Desde luego, a simple vista parecía una mujer ágil y esbelta, a pesar de que iba enfundada en un anorak genuinamente americano. Me fijé en que su pelo, el poco que sobresalía de la tiranía de un pañuelo verde de seda, oscilaba entre dos tonalidades, una rubia y otra rojiza. Cualquiera de las dos le sentaba maravillosamente. Y no creo que ella pasara de los cuarenta y cuatro años. Pero lo que más me extrañó fue que a pesar de lo nublado de la tarde llevara gafas de sol.
De repente, a la vista de las perdices que colgaban de mi cinturón, me dedicó una sonrisa de lo más agradable. Me dijo que su padre y su marido también eran muy aficionados a la caza y que ella había sido campeona de tiro al plato en América. No podría decir cómo se cambiaron las tornas, pero sin darme cuenta pasé del papel de interrogador al de interrogado. También ella quiso saber de mí y empezó a lanzarme toda una batería de preguntas. Así que le dije que me llamaba José Luis Balmes y que vivía en aquella finca y que escribía relatos y todo lo demás que ustedes ya saben. Ella debió quedar bastante satisfecha de mis respuestas, porque aceptó casi sin pensárselo la invitación que le hice con el fin de que conociera mi casa y repusiera fuerzas para continuar el viaje. Así que puse las perdices en el maletero y, obedeciendo sus órdenes, me coloqué al volante del coche. Durante los quince minutos que duró el trayecto hasta la casa, ella no hizo otra cosa que alabar el paisaje que nos rodeaba. Hubo un momento en que la miré detenidamente y, como la tenía tan cerca y se había quitado las gafas, advertí que tenía los ojos verdes, pero de un verde tan especial como el de la hierba que ella tanto admiraba. Se trataba sin duda de una mujer guapísima y con unas maneras muy raras de ver por aquellos lugares.
Cuando llegamos a la casa, avisé a Genoveva para que encendiera la chimenea y nos preparara algo de merendar. Desde luego la cara de mi guardesa era todo un poema. Y es que después de que Laura dejara de visitarme, no había entrado ninguna otra mujer en la finca. Le tuve que explicar que me la había encontrado junto a la carretera general. Es lo que tienen las mujeres, que en cuanto marcan sus dominios a lo largo y ancho de tu cama se creen con derecho a controlar tu vida desde la mañana a la noche. Claro que los celos jugaron su papel, había que comprenderla, y juzgué de lo más natural aquella inquietud. Las mujeres fijan los límites de su territorio y ay de la que se atreva a invadirlo.
La americana, Betty Moore, encontró la casa muy acogedora y se admiró de la cantidad de libros que había por todas partes. Y se tomó muy a risa que no hubiera ninguna televisión en la casa y que yo no leyera periódicos ni escuchara la radio. Entonces va ella y me dice que era la casa más segura en la que había estado, incluyendo la suya. Aquella frase la interpreté como si se refiriera metafóricamente a la violencia manipuladora propia de los medios de comunicación. Y así se lo dije, pero ella se limitó a dedicarme otra de sus sonrisas encantadoras. 
A mi invitada le gustaron mucho las perrunillas de Genoveva. Comía con verdadero apetito, por lo que deduje que por el camino no se había parado en ningún restaurante a tomar algo sólido. Las llamas de la chimenea parecían en pleno apogeo y creí llegado el momento de lanzarle algunas preguntas indiscretas. Sin embargo, la americana encajó bastante bien que me interesara por la profesión de su marido. Me dijo que acababa de comprar una serie de hoteles por Europa y que el último había sido en Madrid. Esa era la razón de que Peter, así le llamó, estuviera tan atareado, y que le hubiera dado permiso para que viajara hasta Lisboa con el fin de visitar a unos viejos amigos. Naturalmente, todo era mentira, pero entonces yo no lo podía saber, ni tuve motivos para sospechar otra cosa. Ahora pienso que jamás he conocido a una mujer que mintiera tan convincentemente como ella. Pero les diré en su favor que no mintió cuando dijo que no tenía hijos y que su padre era diplomático y que ahora estaba jubilado y que vivía con su madre en Florida. Y tampoco mintió cuando dijo que su marido se llamaba Peter.  
Pero el caso fue que aquella señora me empezó a gustar con locura. Al instante, me di cuenta de que se trataba de una mujer culta y con una conversación de lo más agradable. Curiosamente, coincidíamos en nuestros gustos literarios. Los dos adorábamos a escritores como Fitzgerald, Faulkner, Henry Miller, Raymond Carver, Paul Auster… Y después de tomarse una copa de güisqui tras la merienda, percibí que había en sus ojos como un brillo de paz interior. Estoy seguro de que esa mujer hacía mucho tiempo que no vivía un momento tan relajado como aquel. 
Miré hacia la ventana y vi que ya había oscurecido. Se lo dije, pero no le dio demasiada importancia. Entonces me atreví a invitarle a que se quedara a pasar la noche y que siguiera el viaje por la mañana. Ella dudó un instante, pero enseguida permitió que Genoveva le preparara un dormitorio. 
Betty Moore se quedó cinco días en la finca, y al tercero ya estábamos perdidamente enamorados el uno del otro. Todas las mañanas, después de desayunar, salíamos a cazar perdices, pero no fue hasta el tercer día cuando nos besamos e hicimos el amor. La verdad es que la primera vez nos amamos apasionadamente sobre los capotes extendidos de la caza, bajo una encina, refugiados de la lluvia. Me dijo que quería quedarse conmigo y participar de aquella vida apartada y solitaria y sin apenas contacto con el mundo. Yo le animé a que lo hiciera, pero me respondió con el silencio y los ojos más llorosos y la mirada más triste que jamás había visto en una mujer. Aun así me pareció que estaba realmente hermosa. Enseguida comprendí que en su vida había algo extraño y misterioso que no me había contado. Así se lo dije, pero ella volvió a guardar silencio. Un silencio que confirmaba todos mis temores. Esa noche la pasamos juntos en mi cuarto. Y fue ella misma, quien en un arrebato de sinceridad, sin que yo le exigiera nada, me dijo quién era y por qué estaba allí. Y después de contármelo todo se quedó dormida con su cabeza apoyada sobre mi pecho, abrazada a mí como con un sentimiento de desesperación. Sin embargo, yo no pude dormir en toda la noche. ¿Cómo podría después de saber quién era esa mujer?          

III

Lo curioso fue que a la mañana siguiente, Genoveva también sabía quién era Betty Moore. Porque Genoveva sí que tenía una televisión en su casa y, según me dijo, bajando mucho la voz, todo el mundo buscaba a la señora desesperadamente, desde la Guardia Civil y la Policía Nacional hasta la Infantería de Marina. Así que cuando por la mañana, Betty apareció en el comedor, le conté que toda la policía de Occidente se había puesto en pie de guerra para encontrarla. También le dije, con un cierto temblor en la voz, que estaba seguro de que en cualquier momento aparecería el Séptimo de Caballería, con el general Custer a la cabeza, para rescatarla de las fauces del dragón. Pero ella lo tenía muy claro. El teléfono lo había dejado en el hotel, único elemento activo que tenían para localizarla mediante vía satélite. Además, el coche que había alquilado lo tenía guardado en mi garaje y era un coche que no disponía de GPS, un dispositivo por el que, según dijo ella, también podían localizarla “los chicos del Servicio Secreto”.  Yo no comprendía nada de esa jerga tecnológica. Y la verdad es que empecé a no tenerlas todas conmigo. Aquella historia sobrepasaba mi capacidad de raciocinio y por una vez en mi vida no sabía qué hacer. Entonces ella me dijo que lo mejor sería no preocuparse y que si nadie se iba de la lengua aún podría disfrutar de unos días más de vacaciones. 
Sin embargo, nuestra relación ya no podía ser la mismo de antes. Ustedes comprenderán que esa corriente mágica que se había establecido entre nosotros desapareciera por completo y que ya no fuera para mí la misma mujer que se me había aparecido en el camino, junto a la carretera. Ella advirtió que yo estaba muy afectado por la situación y rápidamente comprendió que me tenía que dar toda clase de explicaciones. Entonces, nos fuimos a dar un paseo por el campo y me contó que su marido, Peter Campbell, el presidente de los Estados Unidos, se dedicaba en su tiempo libre a disfrutar de las delicias de una jovencísima actriz de Hollywood, manteniéndola a ella en un ostracismo de lo más humillante. La verdad es que yo no sabía que el presidente de los Estados Unidos estuviera de visita oficial en Madrid. Porque fue entonces cuando la primera dama aprovechó un instante de descontrol entre sus guardaespaldas para salir huyendo del hotel. Naturalmente, entre otros propósitos, quería dar un escarmiento a su marido para que se avergonzara ante el mundo entero por el comportamiento de su mujer. Al fin y al cabo, ella ya se había avergonzado, más de una vez, por el de su marido delante de todos los americanos.  
Yo la comprendí muy bien y, naturalmente, juzgué de lo más natural que se vengara a conciencia de ese cabronazo de yanqui, pero lo terrible del caso, desde mi punto de vista, fue que me había escogido a mí como cómplice de su venganza. ¡A mí! El hombre más apartado y solitario en muchos océanos a la redonda. Porque yo sabía, y así se lo dije, que a partir del momento en que la sexta flota apareciera río arriba y los marines rodearan la finca y los helicópteros de Coppola bajaran desde el cielo a los sones wagnerianos de la Cabalgata de las Walkirias, la vida que yo había elegido desde hacía veinte años desaparecería para siempre. 
Y ese mismo día se cumplió mi presagio, ya que Genoveva, la muy puta, a primera hora de la mañana envió a su marido para que diera parte a la Guardia Civil de Villaval. Al fin y al cabo, la recompensa por una información así, según dijeron, era de un millón de dólares. Si bien se mira, una traición y un chivatazo de lo más comprensible. ¿Quién podría fiarse de una mujer celosa y terriblemente avarienta? 
Pues bien, no sé pueden imaginar el circo que se formó en poco rato. Por un momento me pareció que había llegado la hora del Apocalipsis. Incluso me llevaron esposado hasta el cuartelillo, montado en las traseras de un jeep del ejército, como si fuera un gitano que hubiera robado media docena de gallinas. Fue una experiencia demasiado aterradora para mí, ya que estuve declarando durante cuarenta y ocho horas. Menos mal que desde algún sanedrín dieron la orden de que me dejaran en paz, pudiendo regresar a mi casa entre una nube de periodistas y cámaras de televisión de todo el mundo. 
La verdad es que Betty, la señora Campbell, se portó muy bien al liberarme públicamente de cualquier responsabilidad con respecto a su tocata y fuga. También dijo que se había enamorado locamente de mí y que una vez divorciada, si yo la aceptaba en mi casa, volvería conmigo a España. Y claro que se divorció, pero fue para casarse con un maderero canadiense más joven que ella y podrido de dólares. A decir verdad, en lo que a mí se refiere, yo sólo he conseguido, además de un constante dolor de cabeza, que mis relatos se vendan a cientos de miles en todas las librerías del mundo. Y, según decían, Peter Campbell, Betty Moore y un servidor de ustedes fuimos durante más de un año las tres personas más famosas en este planeta de tarados mentales. Sin olvidarnos, claro está, de Juan y Genoveva, multimillonarios por la vía de recorrerse todos los platós del mundo pregonando los efectos afrodisíacos de la bellota extremeña sobre el ánimo pasional de la mujer americana. Como para salir de casa.


FIN      

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