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25 de julio de 2013

PARECES MÁS GORDA CON ESE PEINADO




  La verdad es que cuando me enteré no podía creerlo. Lo siento pero me pareció inverosímil que yo, Ricardo Ruano, pasara quince años en coma, completamente dormido y sin enterarme de lo que ocurría a mi alrededor. Claro que una vez asimilados los hechos, confieso que pensé en suicidarme, aunque más tarde desistí por la sencilla razón de que en el fondo aún tenía unas enormes ganas de vivir. Pero entre todo lo que sucedió, lo peor fue lo de Elisa, mi mujer. Ese fue un golpe demasiado bajo para resistirlo sin anestesia. Y es que yo estaba enamorado de Elisa desde que era un niño, más tarde seguí enamorado de ella en el instituto y después nos fuimos juntos a la Universidad porque no soportaba la idea de estar separado de ella. 
Elisa eligió la carrera de Historia y yo la de  Arquitectura. Y cuando terminamos, ella sacó unas oposiciones para dar clase en un colegio de enseñanza pública y yo me coloqué en la empresa constructora de mi padre. Mentiría si dijera que no gané dinero con el negocio familiar. En realidad, empecé a disfrutar de una posición económica bastante desahogada, pero aún gané mucho más dinero cuando a la muerte de mi padre me convertí en el presidente de la empresa. Fue el momento en que escogí para pedirle a Elisa que se casara conmigo. Ella aceptó y yo le regalé una casa a las afueras de Madrid; una casa que yo mismo había diseñado en mi tiempo libre. Se podría decir que construí para ella la casa soñada por cualquier mujer.
Fue una boda preciosa. Y como viaje de novios, decidimos dar la vuelta al mundo. Elisa pidió una excedencia de un año para poder hacer aquel viaje. No es por presumir, pero nos recorrimos los cinco continentes y visitamos las ciudades más importantes del mundo: Nueva York, Chicago, Nueva Orleans, Los Ángeles, San Francisco, Méjico, Río de Janeiro, Buenos Aires, Tánger, Casablanca, Hong Kong, Pekín, Tokio, Sydney, Moscú, Berlín, Munich, Roma, Venecia, Londres, París… Como digo, casi un año volando de ciudad en ciudad, alojándonos en los mejores hoteles, comiendo en los restaurantes de moda, asistiendo a todos los teatros. La verdad es que fue un viaje perfecto. Nunca creí que llegaría a ser más feliz que durante aquel año de luna de miel.
Y así fue, ya que nada más llegar a Madrid, el taxi que nos llevaba de vuelta a casa, al entrar en la M40, chocó contra las traseras de un camión que estaba parado en el arcén. Pero lo increíble es que yo no me enterara absolutamente de nada. Juro que no tengo el más mínimo recuerdo de aquel accidente, todo lo que sé me lo ha contado Elisa después de que me despertara la mañana del catorce de mayo, hoy hace justo un año. Y, según parece, la peor parte se la llevó el taxista, ya que el pobre murió en el acto. Sin embargo, lo que son las cosas, Elisa, milagrosamente, ni siquiera sufrió un ligero rasguño. Nada de nada. 
En cuanto a lo que a mí se refiere, me llevé tal golpe en la cabeza que tuvieron que operarme de un coágulo en el cerebro. Un coágulo que por suerte estaba en un lugar razonablemente accesible para el bisturí del neurocirujano. Y la operación, como todo el mundo esperaba, fue un éxito de mucha resonancia clínica, pero cuando se pensaba que me iba a poner bien y que en unas semanas saldría como si tal cosa por la puerta del hospital, resulta que no fueron capaces de despertarme. Los médicos decían que no había motivos orgánicos para que yo siguiera dormido. Que mi cuerpo había recuperado todas las funciones vitales y que no entendían cómo no recobraba la consciencia. A Elisa le dijeron que no se explicaban mi situación y que podría despertar en cualquier momento, pero sin a atreverse a dar un plazo más o menos fiable.


II 
Elisa decidió llevarme a casa y mantenerme alimentado mediante una sonda nasogástrica, tal como le dijeron los médicos. Para tal cometido contrató a una enfermera especializada en esta clase de situaciones y, por supuesto, a un fisioterapeuta para que me diera masajes todos los días y me mantuviera tan en forma como a cualquier atleta en unos Juegos Olímpicos. Un desperdicio intolerable que uno no se enterara de tantos placeres.
En otro orden de cosas, Elisa no tuvo más remedio que hacerse cargo de la dirección de la empresa, si bien yo había contratado de antemano a un gerente de confianza para que en nuestra ausencia se encargara del negocio.  
El problema fue que pasaron cinco años y a mí no daba la gana de abrir los ojos. Seguía dormido como un leño. Pero Elisa cumplió los veintinueve años y necesitaba vivir como cualquier mujer joven, y cuando el nuevo gerente, un buen muchacho de unos treinta y nueve años, Juan Pedro Quiles, le dijo que estaba enamorado de ella, Elisa se dejó querer y no tardó mucho en enamorarse locamente de él. Así que mi presencia empezó a ser un verdadero problema para ellos. La verdad es que ahora entiendo perfectamente aquella situación. Incluso creo que habría actuado lo mismo que Elisa, y también como ella habría presentado una demanda de divorcio. Claro que el juez se lo concedió con la condición de que me tuviera en la casa, cuidándome hasta que despertara o, simplemente, hasta que muriera. Ella aceptó y en un mes estuvo casada con el gerente de la empresa, mi sustituto en todos los órdenes de la vida. Incluso decidieron vivir en nuestra casa, en la casa que yo había regalado a Elisa, es decir, en mi verdadera casa. Porque se trataba de una casa que primeramente uno había imaginado, luego diseñado y construido y, después, aunque decirlo sea una vulgaridad, pagado hasta el último euro de los dos millones que costó. 
Pues bien, Elisa decidió colocarme en una especie de buhardilla que yo había diseñado como un pequeño estudio para mí. De modo que no creo que estorbara gran cosa para que ellos vivieran su amor con la pasión que se les antojara en cada momento. Porque allá arriba, con que subiera la enfermera y el fisioterapeuta era más que suficiente. No sé cuántas veces subiría Elisa para verme en los quince años que duró el coma. Me lo pregunto porque, al fin y al cabo, Elisa era toda la familia que tenía, lo único que me quedaba en el mundo, ya que mis padres habían muerto y tampoco tenía hermanos, ni tíos carnales ni siquiera un perro que me lamiera las heridas. De modo que estaba sólo en la vida, a expensas de lo que Elisa quisiera hacer conmigo, dado mi estado de absoluta inconsciencia. Aunque supongo que para la pareja de recién casados, saber que yo estaba en el piso de arriba, no tuvo que ser un plato de gusto, aunque seguramente terminarían acostumbrándose, como si yo fuera un mueble viejo arrinconado en el desván. El caso fue que pasaron los años y uno seguía en las mismas condiciones físicas y mentales. Y, para colmo de males, Elisa y su marido empezaron a tener un hijo tras otro, hasta cuatro engendraron: dos niños, el mayor y el pequeño, y dos niñas. Y aunque quisiera no podría repetir sus nombres por la sencilla razón de que nunca llegué a saberlo.  

III

La mañana que desperté, como digo, fue el catorce de mayo del año pasado. Hoy hace justo un año. A decir verdad, todo fue de lo más normal. Abrí los ojos y enseguida reconocí dónde estaba. Rápidamente me di cuenta de que aquello era mi estudio. Lo que verdaderamente no entendía era por qué razón estaba uno instalado en ese cuarto. Pero antes de pensar en nada, como estaba un poco aturdido por el sueño, un sueño demasiado largo y pesado, lo primero que hice fue levantarme para ir al cuarto de baño y echar una meada. Me encontré un poco débil y algo mareado, las piernas me flojeaban y en los brazos apenas tenía fuerza; también observé en el espejo que unas ojeras demasiado profundas me hundían y sombreaban los ojos y además me extrañó que tuviera algo menos de pelo que el día anterior. Al fin y al cabo, esa mañana era para mí la mañana del día siguiente de mi vuelta del viaje de novios. También noté que tenía la garganta muy irritada, casi en carne viva, incluso llegué a pensar que habría contraído una enfermedad infecciosa y que estaba en mi estudio del desván para no contagiar a Elisa. No le veía al menos otra explicación. Trataba de recordar sin conseguirlo y lo último que tenía claro en la memoria era mi viaje en taxi desde el aeropuerto. Sin embargo, no podía recordar en qué momento había llegado a casa y qué había ocurrido después. Ahí mi memoria se convertía en un lago de agua densa y oscura. Así que la única explicación que contenía cierta lógica era que me había dormido en el taxi y que, por alguna razón que no lograba recordar, había decidido dormir esa noche en el estudio. ¿Acaso Elisa y yo habríamos reñido? Pero lo extraño fue que al abrir el armario encontré toda mi ropa. Confieso que no fui capaz de dar con una respuesta más o menos razonable. 
Me dije que lo mejor sería buscar a Elisa y preguntárselo, así que me puse unos vaqueros y la primera camisa que encontré y bajé desde la buhardilla hasta el segundo piso, que es donde están los dormitorios, cinco en total, cada uno con su baño. Había un silencio sepulcral en toda la casa. Naturalmente, me fui derecho al dormitorio principal, o sea, al nuestro, al que en teoría iba a compartir con Elisa. Eché un vistazo por encima y me pareció que todo estaba en orden. Luego recorrí los demás cuartos y me dio la impresión de que en ellos había dormido una marabunta de niños, mejor dicho, estaba completamente seguro, salvo en el último, que estaba perfectamente ordenado. Un sudor frío anegó todo mi cuerpo al tratar de encontrar una explicación a lo que acaba de ver. Después bajé al piso de abajo y entré en el salón. Lo único que me llamó la atención fue una enorme pantalla de televisión que yo no había comprado. Sin duda era el último grito en materia de televisiones. Me dije que sería algún regalo de boda. También entré en la cocina. No había nadie. ¿Dónde demonios estaría Elisa? ¿Habría ido a la compra? Entonces sentí hambre y abrí la nevera, una nevera de dos cuerpos que yo jamás había visto. Allí había de todo, como para dar de comer a un regimiento. ¿Y si Elisa ya había venido del supermercado, dónde estaría? Tal vez se habría marchado a la peluquería, pensé. Había un poco de café un en la cafetera, así que saqué la botella de leche y puse un poco en un cazo, pero al ir a encender el fuego me encontré una cocina muy rara. No tenía quemadores, sólo una serie de círculos de vidrio de color rojo; tampoco tenía mandos para hacerla funcionar. Una cosa rarísima. Desde luego, ni aquella nevera de acero inoxidable ni la cocina con los vidrios rojos las había incluido yo en el proyecto de la casa. Volví a pensar que eran regalos de boda y que a Elisa se le había olvidado comentármelo. 
Me senté en la mesa y me dispuse a tomar un poco de leche fría y un trozo de tarta de cerezas que encontré en la nevera. Miré por la ventana y me alegré porque hacía un día maravilloso. El césped del jardín estaba perfectamente cortado y todo parecía que estaba en su sitio. La tarta estaba buenísima, aunque me la hubiera comido mejor acompañada de un café caliente. ¿Pero quién se había comido el resto de la tarta? Porque Elisa no probaba los dulces por miedo a engordar, y a la tarta le faltaba un buen trozo, algo así como dos tercios. Claro que también era la primera vez que veía esa nevera. La verdad es que estaba hecho un lío, y si yo no hubiera diseñado la casa, me habría parecido que aquella no era la mía.  


IV

No había terminado de desayunar, cuando oí cómo se abría y cerraba la puerta de la calle. Elisa apareció de repente en la cocina. No entendí por qué razón se quedó petrificada al verme, incluso se le cayeron las dos bolsas que sujetaba con los brazos. Enseguida me levanté para ayudarla a recoger las cosas del suelo, pero ella no movió un sólo músculo, siguiendo en la misma posición de estatua de mármol. Cuando la miré fijamente, no me lo podía creer, pero no me gustaba nada el peinado que llevaba. Así se lo dije. ¿Qué te has hecho en el pelo? Ese peinado, querida, te hace mucho más gorda, porque no creo que hayas engordado tanto de ayer a hoy. Incluso pienso que te hace mucho más vieja. Por cierto, ¿quién nos ha regalado esta cocina tan rara y esta nevera tan despanpanante y esa televisión en cinemascope de casi tres metros de larga que hay en el salón? ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué me miras como si hubieras visto a un fantasma? Entonces, Elisa, tambaleándose como si estuviera enferma, intentó llegar a una silla para sentarse. La verdad es que si no es por mí no lo consigue. Yo volví a ocupar mi sitio en la mesa para terminar el desayuno. Los dos nos quedamos mirándonos fijamente, como si no nos conociéramos de nada. ¿Me quieres explicar qué pasa aquí y decirme por qué demonios he dormido esta noche en el estudio? Maldita sea, Elisa, ¿acaso te has quedado muda? 
De repente, volví a oír cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba de un portazo y, al momento, cuatro niños de distintas edades, dos niños y dos niñas entre unos diez y cuatro años, entraron a todo correr en la cocina. Los cuatro eran muy rubios y tenían el pelo rizado. También los cuatro se quedaron paralizados cuando me vieron. Salvo el más pequeño de todos. ¡Anda, pero si se ha despertado el tío Richard!, dijo en un tono muy gracioso. Elisa, ¿quiénes son estos niños? ¿Son acaso tus sobrinos? ¡Pero si tú no tienes sobrinos! ¿Son los hijos de alguna vecina?  ¡Nada de eso, somos sus hijos!, dijo el mayor de todos, señalando a Elisa. Pero Elisa, cariño, contéstame, ¿qué broma es esta? De pronto, Elisa se puso a llorar como una Magdalena, aunque al rato, sin saber cómo, cambió el llanto por una risa nerviosa, como si se hubiera vuelto loca de repente. Yo no sabía qué pensar. Entonces, un señor de unos cincuenta años, rubio y con el pelo rizado, entró en la cocina. ¡Joder, pero si es mi gerente! ¿Qué hace usted aquí? Y tampoco pudo contestarme porque también él se quedó medio muerto, paralizado, al verme allí sentado, desayunando la leche y el trozo de tarta. ¿Pero cómo este tío ha podido envejecer tanto en un año? ¿Tantos problemas le ha dado la empresa?  
Fue entonces cuándo Elisa estalló en unas sonoras carcajadas. Por favor, Elisa, deja de reírte y dime qué hace el gerente en mi casa. Mira, tío Richard, él es nuestro papá y ella es nuestra mamá, dijo una niña rubita con los ojos azules, de unos seis años y francamente preciosa. ¡Elisa deja de reírte como una tonta y explícame qué pasa aquí! ¿Qué hace toda esta gente en mi casa? ¿Y por qué esta niña dice esas tonterías? Pero Elisa no paraba de reír y los niños se contagiaron de la risa y también empezaron a soltar carcajadas. La verdad es que hubo un momento en que todos reíamos como idiotas. Incluso yo también reía para no ser menos. Y hasta el gerente, el muy cabronazo, también se desternillaba de risa. En realidad, nos reíamos todos menos el niño mayor, un niño de unos diez años, muy delgado y de aspecto bastante triste. El fue quien me soltó la verdad a bocajarro. ¡Este es mi padre y esta es mi madre y tú, tío Richard, has estado en coma más de quince años porque mi madre y tú sufristeis un accidente viniendo del aeropuerto! Sí, tío Richard, no pongas esa cara, la verdad es que te has pasado durmiendo nada menos que quince años. Cuando yo nací, tú ya llevabas mucho tiempo dormido, arriba, en la buhardilla. Fue entonces cuando todo el mundo se quedó callado. Elisa fue la única que cambió la risa por otra vez el llanto. ¡Maldita sea! ¿Pero qué dice este niño? Elisa, vida mía, dime la verdad, porque esto no puede ser otra cosa que una broma pesada, demasiado pesada, y te aseguro que no tiene ni pizca de gracia. ¡Elisa, habla de una vez y dime qué está pasando! Y por fin ella se levantó de la silla y vino hacia mí, abrazándome con mucho cariño, dulcemente, llenándome la cara de besos y de lágrimas, como si yo fuera otro de sus hijos. Las palabras no salían de su boca porque no podía dejar de llorar. Sin embargo, aquel llanto y aquellos besos fueron mucho más elocuentes que cualquier palabra que dijera. Enseguida supe que el niño había contado la verdad y que todo había terminado entre nosotros. De la noche a la mañana, como quien dice.

FIN
         

                             

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