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26 de enero de 2013

TEORÍA MARXISTA DE LA CORRUPCIÓN




Si fue la aristocracia eclesial, hablamos de don Jesús Aguirre, duque de Alba, quien introdujo en España la escuela filosófica de Fráncfort, correspondió a los socialistas el inmenso honor de hacerla viable a través de una exégesis y una praxis que bien podrían estar a la altura de cualquier mafioso de Chicago. O sea que ese proyecto filosófico alemán, desde Max Horkheimer hasta Jürgen Habermas y Walter Benjamin, encaminado a conseguir una renovación de la teoría marxista, fue materializado en España gracias a la ejecutiva socialista surgida del congreso de Suresnes. No se sabe muy bien si el gran teórico español fue don Jesús Caldera, el fino Caldera, o el mérito habría que otorgárselo a Pepiño Blanco, rey de las gasolineras, aunque semejante duda metódica nos resulte hoy día tan indiferente como inverosímil.
Como es natural, la praxis derivada de tan decisiva revolución teórica afectó sin duda a la manera de hacer política y por ende a la acción de gobierno, ya que institucionalizar el desfalco permanente de los bienes de la sociedad civil: por ejemplo, mil millones de euros en el caso de los ERES fraudulentos, más el chantaje indiscriminado a la labor empresarial de los ciudadanos: el cuatro por ciento de cualquier obra pública que se emprenda, resulta toda una conmoción en el mundo platónico de las ideas. Bien orgulloso puede estar don Jesús Caldera de la fundación que preside, “Ideas”, por haber resuelto el escollo que tanto se le resistió a los filósofos alemanes, es decir, el problema de superar el vacío que media entre la oscuridad de una teoría y la praxis correspondiente.
Así es, amigos míos, los socialistas han codiciado la propiedad ajena desde 1982 porque así lo impone una ideología, el marxismo renovado de los chicos de Fráncfort, nacido de una exhaustiva reflexión filosófica acerca del desarrollo de la ética aristotélica, la teoría crítica de Kant, el idealismo de Hegel y, sobre todo, de la famosa película de Woody Allen “Toma el dinero y corre”. Éstas son las fuentes teóricas de las que han bebido Caldera y Pepiño para levantar el gran monumento filosófico de la corrupción. Y luego dicen que la LOGSE no ha fomentado la cultura de los españoles.
Obviamente, la derecha, acomplejada desde su más tierna infancia, al comprobar que la izquierda marxista emprendía la requisa en plan comisiones y mordidas, no ha tenido otro remedio que sumarse a las mismas prácticas ideológicas de sus adversarios. No en vano, la izquierda ha sido siempre la guía moral y ética de la ciudadanía. La izquierda es la única que se preocupa de los indigentes, de los pobres de la tierra y, a mayores, de que la famélica legión que componen los liberados sindicales no trabaje de sol a sol. La izquierda, un suponer, se pierde en una bruma de amargura cuando nota la presencia de algún hambriento. De ahí que el rojo Gordillo, alcalde de Marinaleda, asalte supermercados y se lleve jamones entre la mella, algún salchichón, un par de cajas de cervezas y una fregona para la señora. Pues bien, si la izquierda es la reina del gran castillo kafkiano de la ética, es decir, la reina del Chantecler, y practica toda clase de apropiaciones filosóficas, nosotros, los de derechas, también tenemos nuestro corazoncito y por eso decidimos en su día cobrar el famoso cuatro por ciento, repartirnos sobresueldos y, como en el chotis, alfombrar de jaguares la Gran Vía, eso sí, previa firma del recibo correspondiente. Y es que el señor Bárcenas, ¡ojo!, solía ser muy estricto en todo lo suyo. En el fondo, por mucho que se diga, todos queremos ser marxistas, o sea, vivir a tuti pleni, como un “bon vivant”, al estilo, por ejemplo, de Flavio Briatore y sus indolentes y esbeltas viuditas de Clicquot. Nos ha jodido.      


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