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19 de enero de 2013

ELOGIO DELA CODICIA




A mí es que me da mucha grima esa cosa llamada Pujol. No en vano ha cometido el delito, presuntamente, no de adorar el becerro de oro, como la mayoría de los mortales, sino de robarlo. Se debería tener en cuenta que la codicia, sin grandes excepciones, nos lleva a todos por el camino de la amargura y para mí que sin ella el mundo sería como un erial prehistórico y sumamente aburrido. A la codicia habría que ponerle un pedestal de diosa y cantarle alabanzas y llenarle de flores la Gran Vía, como en el chotis de Madrid. Precisamente, desde mi punto de vista, las grandes ciudades, con sus rascacielos babélicos de cristal, no son otra cosa que los grandes monumentos dedicados a la diosa Codicia que los ha hecho posibles. Nueva York, un suponer, es el gran ejemplo de cómo la codicia, por arte de sortilegio, se materializa en una obra luminosa y sublime. A decir verdad, una de las transmutaciones más vistosas de la codicia es la belleza, que como se pregunta Baudelaire: Belleza, ¿del hondo cielo vienes o del abismo surges? Y una buena parte de este abismo baudelariano es sin duda la codicia humana.
         La codicia es, en resumidas cuentas, el origen de la riqueza, y, por supuesto, la principal aliada de los hombres y su fuente de bienestar. Sin embargo, la codicia precisa de una regulación para que el torrente primaveral no se desborde y arrase, como acaba de ocurrir, todo lo que encuentre a su paso. La codicia demanda para calmarse una serie de requisitos rituales con el fin de que todo fluya por los cauces adecuados. Naturalmente, no robar, además de figurar como Quinto Mandamiento, refulge con letras de oro en cualquier código penal que se precie. Claro que en España, el código penal no fue elaborado al parecer para cumplimiento del que lo legisla, sino solamente para el vulgar ciudadano de a pie que, como un imbécil, paga sus impuestos a tocateja y sin rechistar. De ahí que todo un océano de políticos se haya dedicado a robar a dos manos y con guante blanco, tanto para su partido como para su propio beneficio. Y, casi siempre, bajo el beneplácito de la Justicia que, además de ciega, mira hacia otro lado.
O sea que la codicia de los Pujol, los Bárcenas y los Ferrusolos no parece ser una codicia ejemplar, sino propia del bandidaje típico y ancestral de algunos españoles de serranía. Me refiero, claro está, a José María el Tempranillo, el Lute, el Dioni, el Sánchez Gordillo, alias el Termitas, y en ese plan. Aunque, si bien se mira, estos delincuentes se han jugado la vida en cada delito que cometieron. El Lute, por ejemplo, tuvo que echarle un par al enfrentarse a cuerpo descubierto con la Guardia Civil. El Dioni demostró su osadía y arrojo al desvalijar un furgón lleno de dinero, bien pertrechado de guardianes, para irse luego a desvirgar sambas a Río de Janeiro. Y Sánchez Gordillo, alias el “Termitas”, se jugó la vida al asaltar varios supermercados llenos de peligrosísimas amas de casa, todas ellas armadas de bolsos, rulos, diafragmas y un arsenal completo de carritos de la compra. Quiero decir que estos bandidos de serranía al menos se jugaron la vida para apaciguar la codicia tentadora que les corroía por dentro. Pero en el caso de los Ferrusolos y compañía: ¿qué clase de peligros corrieron para llevarse el botín hasta Suiza, depositarlo en el banco y celebrarlo a la salida, con media docena de colipoterras tetonas, en algún reservado gastronómico de la Confederación? La sociedad, en su santa codicia, podría admitir el bandidaje de riesgo, un suponer, pero a estos presuntos chorizos y mercachifles --con los jueces, policías y fiscales comprados--, habría que fusilarlos sin contemplaciones. Al amanecer, presuntamente.

                   

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