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25 de noviembre de 2012

EL TIMO DEMOCRATICO




Las calles de España se inflaman de manifestantes porque en las aulas públicas, en vez de veinticinco alumnos, hay cuarenta, y, para colmo de males, a los profesores les hacen trabajar un par de horas más a la semana. También en Sanidad parece que hay problemas, ya que algunas comunidades, para ajustar el presupuesto, han tenido que contratar hospitales privados si querían seguir ofreciendo un buen servicio a sus afiliados. Uno comprende que tales injusticias deben ser contestadas como se merecen, es decir, saliendo a la calle a tocar el pito, programar huelgas generales, tomar el Congreso a bayoneta calada y levantar una guillotina en la Puerta del Sol, cerca del quiosco de doña Manolita, por si algún ajusticiado quiere probar suerte en la lotería y le toca el euromillón. Claro que después de la batalla, de los discursos y de los gestos altivos de ese par de antropoides de rojo satén, hay que sacar el jamón de bellota, el porrón con el “valdepeñas” y echarse un julepe para ver quién paga el café, la copa de sol y sombra y la farias de Rajoy.
Es natural, por tanto, que España se desangre en manifestaciones, huelgas, algarabías y otras verbenas legítimas, aunque el cielo tenga que llenarse de nubarrones y las esperanzas de una convivencia civilizada se esfumen entre el ruido agrio de los herrajes de una noria desbocada. Pero España necesita a los sindicatos, maldita sea, porque en ellos radica, obviamente, la solución de la crisis, ya que son los legítimos depositarios de la razón ferruginosa de la Historia. Los sindicatos son la patria de los vagabundos del Dharma, o sea, de los parias de la tierra y, no sólo son el motor de explosión de la dialéctica hegeliana, sino el puritito sostén de la industria jamonera de Guijuelo y otros mostos de natural elocuencia.
Sin embargo, echo yo de menos que uno de estos rodrigones del sindicalismo español se ponga tarasca contra la corrupción política del personal. Quiero decir que, ante el “manguis” generalizado, se ha establecido como un silencio funeral de cadáveres dormidos. Por ejemplo, ningún sindicato ha llamado a las armas ante la flagrante noticia de la corrupción en Convergencia de Cataluña. Nadie ha salido a la calle para decirle al señor Mas y al señor Pujol que su presencia mancha y putrefacta el buen nombre de los catalanes. Nadie se moviliza para exigir que haya una justicia independiente en España y, de una vez por todas, acabe con estos piratas de alfanje y huella triste. Nadie incendia los contenedores en la plaza de Neptuno ni nadie vocifera con ojos de culebra por la desvergüenza de un poder judicial con las manos atadas y en postura genuflexa ante los políticos. Nadie, en definitiva, reivindica callejeramente que en España se imponga, por fin, un régimen verdaderamente democrático. Es decir, una democracia en la que se den las condiciones constitucionales exigibles para hacer honor a su nombre.
A la calle hay que lanzarse, Santiago y cierra España, para que el poder ejecutivo, igual que en Francia y Estados Unidos, sea elegido con independencia del legislativo. Y, por supuesto, haya un poder judicial donde los políticos no puedan clavar sus garras depredadoras ni anegarlo con arenas movedizas y otros lodazales de muy mal gusto. O sea, un poder judicial absolutamente blindado y sin un átomo de flaqueza ante la corrupción del político poderoso y ladrón. Hay que tomar la calle, sí, pero con el sentido cívico de denunciar el gran timo del tocomocho democrático que estos políticos nos quieren dar cada día, como si fuéramos paletos recién apeados del tren que viene de Villablino. Un respeto a la ciudadanía, que todos hemos leído a Sartori y sabemos muy bien qué hay detrás de esta babel de ruidos y boquitas pintadas. Un rumor sordo de galeotes.

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