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13 de noviembre de 2011

CAFÉ VOLTAIRE

Cuando aquello de la aparición de los tres encapuchados, les juro que se me saltaron las lágrimas del alborozo, como al arcangélico Rubalcaba. Por un momento glorioso me hice ilusiones acerca de una vuelta triunfal del Dadaísmo. En realidad, al ver aquellos disfraces carnavaleros, me pareció que viajaba a través de los enigmas del tiempo, un viaje tal vez propiciado milagrosamente por las nuevas prisas supersónicas del neutrino. Quiero decir que, por un momento glorioso, fui como psicotransportado hasta las moradas filosofales de Hugo Ball y Tristan Tzara. Así es, amigos míos, en mi inocencia pensé que los tres encapuchados, con su aspecto venerable de mayordomos de cofradía, habían surgido, misteriosamente, desde los mismísimos cruasanes del Café Voltaire. Entonces, me dije que no hay como una respuesta estética para combatir los efectos devastadores de una mala gestión de gobierno. Me refiero, claro está, a la maléfica y maligna y ruinosa política del señor Zapatero. En mi opinión, una vuelta repentina hacia una nueva versión del movimiento Dadá sería la solución propicia para subsanar la neurosis colectiva de un pueblo arruinado, insultado, humillado y al borde de todos los abismos más o menos probables.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Los tres encapuchados no surgían como representación y voluntad de un movimiento estético, sino como una antigua contienda territorial inventada hace poco más de medio siglo. En el fondo, cuando les vi en la pantalla del televisor, algo me dijo dentro de mí que esas chapelas no podían anunciar nada bueno, aunque algún imbécil diga lo contrario. Pero como enseguida acudió Rubalcaba con la masa encefálica al descubierto y luego vino Pepiño y apareció Zapatero y también esa otra gorda del PSOE, pensé que por fin en España se daba una respuesta estética a los problemas de la crisis. ¿Qué otra solución se puede aportar a una hecatombe semejante? Porque cuando no hay dinero ni para papel de fumar, ¡que no lo hay!, lo mejor es refugiarse en los salones del arte. Pero no en los salones de un arte burgués y bancario cualquiera, ni mucho menos, sino que hemos de profundizar y cavar hasta las mismas zahúrdas de la imaginación y sacar de allí lo necesario para sobrevivir a la miseria y a políticos tan rastreros, por ejemplo, como don Pedro Solbes, aquel cobarde que huyó de la razón cuando la razón aún era posible. El señor Solbes sabía cuál era el futuro de España porque lo vio reflejado en la frente de Zapatero, tan claro y diáfano como un cielo de primavera. Ese fue el motivo de su magistral y patriótico mutis por el foro.
Y aquí estamos, mis querido amigos, dilucidando si el comunicado etarra es el evangelio del `Nuevo Dadaísmo´ español o es una versión reducida de las Súmulas de Medina del Campo. Porque hay que reconocer que los españoles, aunque no inventamos el Dadaísmo, siempre fuimos los más dadaístas del mundo. Personalmente creo que el Café Voltaire se merecía haber estado situado en cualquier ciudad española. Incluso hay quien dice que fue Ramón, en la botillería de Pombo, quien realmente creó el movimiento Dadá. Yo también lo creo. ¿Qué terrorista del mundo, por ejemplo, resulta más dadá que esos encapuchados con boina y voz de vicetiple? ¿Qué político europeo es más dadaísta que Pepiño Blanco y sus maletines de gasolinera? ¿Qué mítines son más surrealistas que los de Rubalcaba y sus promesas de empleo? El espíritu del Café Voltaire, aunque suizo, hoy aletea sobre las aguas pantanosas de la ruina de España. Tristan Tzara estaría orgulloso de vivir ahora en nuestro país, aunque fuera, claro está, en calidad de emigrante rumano. Tristan Tzara sería un parado más y votaría sin duda a Rubalcaba. Y es que el Dadaísmo es así de cabronazo. No vayan a creerse.


Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com

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