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8 de abril de 2014

LAS PUTAS DE KANSAS CITY


Domingo, 6 de abril del 2014
DIARIO

De nuevo aparecemos en Madrid, donde si no hay
contratiempos de fuerza mayor nos quedaremos más o menos dos meses, incluida la Semana Santa, es decir, hasta primeros de junio. O sea que después de dos días en Trujillo y cuatro en San Marcial, al fin puedo volver al trabajo y seguir con la tarea que me impuse a principios de enero. En primer lugar, quiero terminar la conferencia que versa sobre la afición de Hemingway a los toros, para luego seguir con la novela que tengo entre manos, pero que tampoco urge demasiado en ponerle fin por la sencilla razón de que el próximo otoño se publicará, Dios mediante, la que ya entregué el año pasado, una que se titula “Misterio en el museo”.
Pues bien, después de leer “The sun also rises”, aunque no es definitiva para escribir la conferencia sobre Hemingway, he vuelto a dar un repaso a “París era una fiesta”, y, como novedad, el sentimiento de rabia experimentado durante las primeras lecturas de hace unos años se ha convertido, como por arte de sortilegio, en una pura diversión de mucha risa al ver de nuevo cómo el cabronazo de Hemingway se muestra tan lleno de resentimiento y de odio hacia los que incondicionalmente fueron sus amigos, estuvieran muertos o no, pero sobre todo si eran escritores y sus carreras por aquel tiempo iban más avanzadas y exitosas que la suya.–eéxitos  
Porque “París era una fiesta”, como la mayoría de sus libros, fue escrita para burla y escarnio de algunos de sus amigos y conocidos, sobre todo de escritores cuyos éxitos literarios y económicos eran demasiado evidentes para que el ego de su autor, comparable en sus dimensiones a un continente, lo pudiera tolerar así por las buenas y como si tal cosa.
Y eso que “París” es un libro que Hemingway escribió en 1958, casi al final de su vida, y que trata sobre hechos que ocurrieron treinta y cinco años atrás, cuando él, a pleno pulmón, disfrutaba la veintena. Quiero decir que lo escribió con la distancia suficiente como para dejarse llevar por cierta comprensión y benevolencia. Sin embargo, el muy hijo de su madre, como si la rabia aún le rezumara entre los colmillos, entró a matar sin compasión alguna, disparando con su Springfield automático a todo lo que se movía a su alrededor, y si no que se lo digan a John Dos Passos y a Fitzgerald, dos de las personas que más lo quisieron y ayudaron y que más balazos en forma de insultos y desprecios  recibieron de su parte.
Pero he de reconocer que uno de los capítulos más malintencionado, comparable al que trata sobre Fitzgerald, es el que dedica a Ernest Walsh, un poeta de Detroit, tuberculoso desde la adolescencia, pero que tuvo la osadía de participar como piloto de combate en la Gran Guerra, cayendo herido heroicamente y siendo además un escritor de cierto éxito entre el público femenino, circunstancias que Hemingway no consentía que se dieran en ningún otro ser humano que no fuera él.
El capítulo, desde luego, no tiene desperdicio, reflejando a las claras la maldad perversa del escritor, pero tan destructivo resulta que llega a parecer de lo más gracioso y divertido. Por ejemplo, cuando va Hemingway y, sin encomendarse a nadie, compara al poeta Walsh con las putas de Kansas City, que según él curan su tisis a base de tragar grandes cantidades de esperma.
También escribe Hemingway acerca de sí mismo algo así como que le jodía mucho que le hablaran de su obra a la cara, como tuvo la osadía de hacer Ernest Walsh, y por eso escribe literalmente y hasta con rabia acerca de la tisis del poeta: “y le miré y vi su expresión de marcado para la muerte y pensé: podrido, que quieres pudrirme con tus embustes”.
Pero es que, además, Hemingway también llama chulo de putas a Walsh porque éste quiere darle un premio literario de mil dólares por la brillante trayectoria de su carrera, que este es el quid de la cuestión, aunque Walsh le pide a cambio que comparta el dinero con él. Al parecer, el poeta estaba arruinado y necesitaba como fuese una buena inyección de pecunio crujiente y cuanto antes mejor. Nos dice Hemingway que la escena se desarrolla durante un almuerzo en un restaurante situado por los alrededores del bulevar de Saint Michael, un almuerzo donde los dos escritores, mientras negocian las gabelas del premio, se atiborran de ostras, turnedós con salsa bearnesa, y cuya factura, como es natural, paga religiosamente el poeta Walsh con los últimos francos que supuestamente le quedan en el bolsillo. Y es que hubo una época en que se decía de Hemingway que era incapaz de invitar a nadie a un café, por mucho que la oportunidad surgiese y fuera de recibo.
Pero yo también tengo derecho a ser malo, muy malo, por eso digo que para mí el joven Hemingway rechazó el negocio porque Walsh se quería llevar más dinero de la cuenta, digo yo que dejándole a él tan sólo con la gloria del premio. Y yo pienso, reconozco que con mucha maldad, que ahí estuvo seguramente el busilis de la trama; porque  no me creo, maldita sea, la historia que cuenta Hemingway en su libro. No me la creo de ningún modo. Desde mi punto de vista, el fraude no estuvo en la pretensión de Walsh de repartir el dinero, algo natural si lo necesitaba con urgencia, sino en que se tratara de conceder un premio a un escritor que sólo había publicado un libro de cuentos. Y es que el premio, como digo, se daba por la trayectoria de una carrera literaria en su conjunto. De modo que el asunto del reparto del dinero, en mi opinión, resulta baladí desde el punto de vista moral, pero absolutamente capital para las partes contendientes en el affaire.
Hemingway es un mentiroso compulsivo que nos vuelve a engañar en esta historia del poeta Walsh, lo mismo que nos engaña con la del pene de Fitzgerald, que hay que tener malas entrañas para decir lo que dice del pene de uno de sus más enérgicos valedores ante la opinión pública. Desde luego, este libro de Hemingway, “París era una fiesta”, es un retablo de maldades contra sus mejores amigos y también contra otras personas que lo quisieron ayudar y de hecho lo ayudaron sin esperar nada a cambio. En resumen, Hemingway utilizaba con quienes lo querían de verdad, familia incluida, una daga afilada que ocultaba bajo el musgo de la charca de Millwater, como habría escrito el gran Walter Mosley, uno de los grandes escritores americanos de novela policiaca.
No obstante, he de reconocer que, en mi opinión, “París” es el libro más interesante y apetitoso de Hemingway. Una pena, a todas luces, que el muy hijo de perra no escribiera otro libro igual acerca, por ejemplo, de su paso por Madrid durante los años de la Guerra Civil. Habría sido, sin duda, por mucha bazofia que hubiera metido, un libro impagable, si bien a este respecto prefirió novelar, como ustedes ya saben, las aventuras bélicas de un típico héroe americano y de una pandilla de gitanos jacarandosos que defendían la sierra de Madrid, dejándonos en herencia una novela más de las llamadas del Oeste, “Por quién doblan las campanas”, muy parecida a las de Zane Grey y a las de Marcial Lafuente Estefanía, tratándose además de una historia plagiada y por cuyo plagio tuvo que pagar, según acuerdo entre las partes, la cantidad de sesenta mil dólares del ala, aunque no sería de extrañar que nos hubiera mentido y  la indemnización subiera bastante más de la que nos dijo. Hasta la semana que viene.



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