Vuelven los cuervos a
cernirse sobre las cornisas de la economía española. Al menos, dicen los de
Bruselas que las cuentas de los dos próximos años, más las del corriente, no
van a salir por mucho que Montoro afile sus garras recaudatorias, que es para
lo único que sirve. Tantos complejos asolan a la derecha española que sus
remedios son los mismos de la izquierda, es decir, subir impuestos a tuti pleni
y que vivan los novios. Pero el principal problema de la derecha es la
desafección de una buena parte de su junta parroquial. Me refiero a que la
derecha catalana y vasca, esas derechas absurdamente soberanistas, han hecho
mutis por el foro y se han constituido en un “tea party” al margen y como con
pocas ganas de bailar pasodobles. Naturalmente, el resto del pupilaje, que es
el más pobre y con el cerebro de feldespato, o sea, el español por excelencia, ha
devenido en poca cosa y dispuesto a pasar desapercibido y como en plan abanto
para no molestar. De modo que el gran problema de la política española es la
división de la derecha, que debilita enormemente el caudal de energía que se
precisa para atajar, de una vez por todas, la sangría de la crisis.
Mientras
Urkullu, el barítono, se aclara la garganta al socaire de la aventura catalana,
el mandibulario Mas se da una vuelta por Bruselas para ver más que nada si
sería bien recibido en el caso de que Cataluña tomara las de Villadiego.
Mientras tanto, el lento Rajoy mira a un lado y a otro con el fin de establecer
las pautas que dilapiden con mayor eficacia la torrentera de votos que los
españoles hemos puesto en sus manos. Este es, mis queridos y pacientes lectores,
el panorama de la derecha española. Mientras unos, los más ricos, juegan a
encerrarse en un sólo juguete, otros, los de Rajoy, se meten debajo de la cama
para ver si casualmente escampa en el exterior por arte de birlibirloque. Y,
para colmo de males, disponemos de una Constitución que, además de felpudo,
sirve como casino, lupanar o falansterio.
La
política de Rajoy y del Partido Popular consiste en aparentar que se toman
grandes medidas, pero aparte de freírnos a impuestos para arreglar la partida
de los ingresos públicos, sobre los riscos del gasto ha sobrevolado con la
ligereza y candor de un adagio de Mahler, tal vez lo suficiente para que la
izquierda vea cumplido su sueño de arrastrar por las calles su destino
vocinglero y como de baja estofa. La prueba está en que las previsiones de
déficit para este año se sitúan en el ocho por ciento, una auténtica debacle
para el futuro de la deuda pública y las posibilidades de crecimiento.
Naturalmente, el problema radica en la blandenguería de Rajoy, posiblemente
acuciado por el miedo cerval a perder votos. No obstante, alguien debería
recordarle que si sigue en este plan de falsas apariencias, lo más probable es
que los votos se le escapen igualmente por toda clase de troneras y sumideros.
O sea que, si deja pasar el tiempo, va a perder una oportunidad dorada para
llevar a cabo los cambios constitucionales que España necesita, empezando por
las autonomías y ayuntamientos, y terminando por el adelgazamiento de la
administración central y de todos sus órganos de gobierno. Yo me plantearía,
por ejemplo, la supervivencia del Senado, un auténtico lujo para ricos que no
nos deberíamos permitir. Sin embargo, no es difícil de profetizar que el tiempo
pasará sin remedio, como en la copla de Casablanca, y todo seguirá igual, y
esta derecha nuestra, clorótica y asustadiza, volverá a perder las elecciones a
manos de la izquierda, el último requisito para la quiebra definitiva de lo que
antiguamente llamábamos España. ¡Qué tiempos aquellos!
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