CARTAS A DORA MALENGO
MADRID, 12 DE NOVIEMBRE DEL
2012
QUERIDA DORA: El otro día nos
encontramos a John Hemingway y a su novia Ana Grau en la taberna L´ardosa, en
la calle Colón, tomando el aperitivo: unos pinchos de tortilla, salmorejo y cañas
de cerveza. Perdona que insista en el asunto de la tortilla, pero es que se
trata, desde mi punto de vista, de una tortilla excelente, una de las cinco
mejores de Madrid, seguramente. Como tú sabes, resulta difícil encontrar
tortillas de patatas medianamente aceptables por esos bares y tascas de Dios. Y
ya son muchos los que he recorrido a lo largo y ancho de mi vida. El caso es
que, como te digo, nos encontramos al nieto de Hemingway, al que ya conocíamos
de una cena en Marbella, últimos de julio del 2011, después de la presentación
de su último libro, “Los Hemingway, una familia singular”. El libro es
excelente y ya está a la venta y a mí me ha servido para completar la
investigación que tenía en marcha sobre la figura de Ernest Hemingway. Sin
embargo, en las conversaciones que he mantenido con John sobre su abuelo
siempre se ha interpuesto un escollo que suele ser insalvable en estos
casos, y es que hablamos acerca de un
miembro de su familia, circunstancia que condiciona decisivamente cualquier
comentario negativo o malintencionado por mi parte. El caso es que quedamos a cenar
el viernes en Casa Salvador, un restaurante donde Hemingway solía ir a comer
por la sencilla razón de que era amigo de Salvador Blázquez, por entonces propietario
del restaurante. El restaurante hoy está en las manos primorosas de un gran
cocinero madrileño, Pepe Blázquez, sobrino y heredero de su fundador. Comimos
callos a la madrileña, habas con jamón, morcilla de Burgos, merluza rebozada,
la mejor sin duda de Madrid, rabo de Toro (Hemingway), chuletas de jabalí (un
servidor), leche frita, flan y un par de botellas de “Habla del Silencio”.
Naturalmente seguimos hablando del abuelo, pero, como te digo, la cosa no
funciona ni a este lado del río y entre los árboles ni tampoco en el jardín del
Edén ni sobre las verdes colinas de África. Y para mí que a John no le gusta
hablar de su abuelo ni de nadie de su familia, como es natural, y mucho menos
con alguien como yo, un desconocido que se le ha ocurrido la desfachatez de meter
las narices en las miserias, también en las glorias, de su gente más querida.
Como tú bien sabes, hay un refrán que dice: de los tuyos dirás, pero no oirás.
Sin
embargo, después de cenar nos fuimos a tomar unas copas a Chicote para purgar todas
y cada una de nuestras culpas; y ahí nos ves en la fotografía saboreando unos cócteles
maravillosos: John prefirió tomarse un “mojito” caribeño y yo elegí un “manhattan”,
algo heterodoxo, ya lo sé, pues se trata de un cóctel que debería tomarse como
aperitivo, pero vivimos tiempos en que todo parece encontrarse en periodo de
demolición, y qué mejor práctica demoledora que empezar por las normas de la
casa de la coctelería universal. ¡Qué bien me sentó el “manhattan”! Mejor
dicho, los dos que me eché al coleto como si tal cosa, incluso después me
atreví a bailar, sin que sirva de precedente, esa cosa tan animada de “La conga
Blicotí”, sí mujer, aquella que cantaba y bailaba Josephine Baker en París,
años veinte, con esas plumas blancas coronándole la esbeltez morena de su
cuerpo de charlestón. El caso es que Chicote estaba hasta los topes de gente
joven, no tan en plan gallofa y lencería fina como cuando la guerra y la posguerra,
pero sí tan animada y con las mismas ganas de vivir. El local apenas ha
cambiado de aspecto, tal vez parezca más oscuro por sus luces indirectas de
color violeta, así que nos pareció que de un momento a otro iba a entrar el
abuelo Ernest por la puerta giratoria, seguramente con una bandada de aduladores
soviéticos revoloteando a su alrededor y algún que otro periodista del New York
Times, Herbert Mathews, por ejemplo, del que plagió todos los artículos que
mandó desde Madrid a la NANA (agencia nacional de prensa), que por aquel
entonces estaba dirigida por John Wheeler. Esto no se lo dije, como es natural,
al nieto del escritor, pues además de llamarme mentiroso me habría tirado el
mojito a la cara. Al menos, uno en su lugar hubiera procedido de esa manera. Pero
te aseguro que, según todos mis informes, Hemingway fusiló descaradamente cada
uno de los artículos que escribió de la Guerra Civil.
Mi
querida Dora, ya ves que estoy entretenido y que palio la espera de saber de ti
con una vida más o menos movida y con gran cuidado de no caer en el
aburrimiento. Siempre tuyo. Antonio
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