Al rojerío ugetista todavía
les queda pasta de aquel desfalco suyo de la PSV. Al menos es lo que han
supuesto los seis millones de parados cuando la última noche de huelga
descubrieron un hermoso jamón en el cubil del señor Cándido. De modo que los
comedores de Cáritas llenándose cada día hasta la bandera, y estos
“sans-culottes” de tres al cuarto poniéndose morados a fuerza de un suculento
jamón de bellotas. ¡Qué bellotas más desperdiciadas! Pero lo grandioso es que
el señor Cándido dispuso, en la noche de autos, hasta de un cortador
profesional para que la lonchita tuviera el grosor reglamentario. El muy
sibarita, al ser extremeño como un servidor, sabe perfectamente hasta dónde
pueden llegar las delicias de un jamón si está bien cortado. Es de suponer,
naturalmente, que el vino sería por lo menos un Habla número siete o un Vega
Sicilia para completar el tándem “luxuruosus”, rematando la noche con un buen
puro de los que se fuma Rajoy en la Quinta Avenida. Sin hablar, claro está, de
que alguno después consumara el matrimonio en ciertos lupanares de la Costa
Fleming, que es dónde el marxismo se despoja de sus dialécticas, hegelianas o
no, dejando sobre la mesilla de noche cualquier materialismo histórico, plusvalía,
superestructura o dictadura del proletariado. Y es que una huelga general como
la del catorce, mucho más festejada que el armisticio del mismo nombre, había
que rematarla con una orgía gastronómica, jamonera y vitivinícola, para ser más
exactos, y luego un paseo por las nubes de la mano de una buena jai, rusa o
polaca, recental a ser posible, dejando bien claro que por mucho que el
Gobierno les reduzca la subvención, ellos siempre dispondrán de fondos
suficientes para tomar el Palacio de Invierno, y, como suele don Toxo,
emprender un crucero por el Volga y degustar una lata de caviar a la puerta del
Hermitage.
Uno pensaba que solamente los señoritos, como mi amigo
Patricio Santana y un servidor de ustedes, teníamos un exclusivo derecho a la
“dolce vita”, es decir, al haraganeo glandular y al trote nocherniego por las
capillas sixtinas del mejor arte venusino. Y es que después de la revolución de
las masas que predijo Ortega, más la cabalgada por Europa de ese fantasma
vislumbrado por Groucho Marx, los señoritos nos hemos visto relegados a viajar
en los duros asientos de madera de roble del furgón de cola. ¿Quién nos hubiera
dicho a don Patricio y a mí que para comer jamón del bueno tendríamos que
afiliarnos a la UGT, cuando en otros tiempos éramos nosotros los reyes de
cualquier jamonería? Me refiero a que antiguamente, o sea, cuando antes de la
crisis, nos íbamos a comer, un suponer, a La Baraka, y allí éramos los reyes
del mambo y no nos faltaba de nada: buen jamón, magníficas anchoas, bacalao al
pilpil, estofado de rabo de toro y toda esa ambrosía que primorosamente cocina
Herena Esbec. Éramos dos señoritos en manos de una gran chef y también de un
gran “sommelier”, como es mi amigo Chema. Pero la crisis de Zapatero nos
arruinó y los impuestos de Rajoy nos dieron la puntilla y ya ha salido Montoro
al ruedo con las mulillas del arrastre. Quiero decir que la Revolución ha
llegado y han vencido los piquetes violentos de Kelly, seguidores acérrimos de
la política eficacísima de Zapatero. Como es natural, a los señoritos nos han
dado el paseo y el matarile social, justo en el camino que va de la cheka a la
tapia del cementerio. Mientras, el señor Cándido ensaya el salto del tigre
frente al jamón de Jabugo, como si éste fuera la Nardos con sus siete velos de
tul ilusión. Unos velos diseñados por Jean Paul Gautier. No se vayan a creer.
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