CARTAS A DORA MALENGO
MADRID, 27 DE NOVIEMBRE DEL
2012
QUERIDA DORA: El fin de
semana lo he pasado en San Marcial, apenas sin salir de casa, recuperando los
placeres íntimos del otoño, es decir, el silencio y la tranquilidad abrigada y
el paisaje neblinoso del campo y el sabor de los días antiguos. Pues bien, el
domingo merendé unas maravillosas magdalenas, que el día anterior le compramos
a las monjas de Santa Clara, y una taza de café con leche bien caliente.
Naturalmente, me acordé de la magdalena de Proust. Pero es necesario tener en
cuenta que Proust se tomó su famosa primera magdalena acompañada de una taza de
té. Su primera taza de té. Y resulta que es el té mezclado con el sabor de la
magdalena, no la magdalena en solitario, lo que origina el instante de placer
sublime que el escritor experimenta y que luego trata de repetir,
desesperadamente, sin llegar a la intensidad de la primera vez. Es más, el
placer va disminuyendo de grado a medida que los sorbos con el pedacito de
magdalena se suceden. Pero como dice Proust: “cuando nada subsiste ya de un
pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que
nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y
esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable
gotita el edificio enorme del recuerdo”.
El
olor y el sabor, mi querida Dora, es lo que aún perdura de ti en mí. Para mí
eres lo que para Proust fue aquella magdalena empapada de té que su madre le
ofreció, una tarde de invierno, en Combray. Tú eres por tanto mi Combray y su
cielo y sus nubes cargadas de lluvia. Quiero decir que estoy lleno, empapado de
ti, ahíto del recuerdo de tus olores y sabores. Tu eres como la inaprehensible
verdad que el universo oculta a mis desvelos curiosos, pero cuya presencia se
percibe como translúcida, tan grasamente sensual, entre los pliegues más
vulnerables y asustadizos de mi alma. Ahí te presiento aterrada por el fuego
que crece dentro de ti y de mí y que nos abrasa desde el infinito de tu morada
hasta la humildad de mi cubil terreno. Yo soy el mortal que te percibe entre
ese océano de olores y sabores que aún perviven en mi piel desde que una vez
atravesaste la frontera, el límite, y te volviste humana por unas horas y entre
mis abrazos dejaste la huella sagrada de tu existencia, como si yo fuera el
elegido para correr y contarlo y para ser la víctima propicia de tu placer y de
tu huida y también del recuerdo de esos encantos que aún trato de aprehender,
pero que se desvanecen, tristemente, como se desvanecieron para Proust el primer
olor y sabor de la magdalena y del té que la empapaba. Tuyo para siempre.
Antonio