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23 de octubre de 2012

LA CONTRACTURA



CARTAS A DORA MALENGO
MADRID 22 DE OCTUBRE DEL 2012

QUERIDA DORA: ayer mi espalda se quebró como si fuera de hojaldre. Fue al hacer unas flexiones en el suelo. Probablemente, no estiré con antelación los músculos correspondientes y un movimiento posterior, una vez en la ducha, me avisó de que algo no iba como debía. La noche ha sido terrible, no podía cambiar de postura sin notar un cuchillo clavado en el costado. Apenas he dormido. Esta mañana, al levantarme, cada movimiento o gesto con el brazo derecho ha sido como ver las galaxias más lejanas sin la necesidad del Havel. Apenas he podido escribir y la lectura se me ha hecho imposible. Una lástima, porque después de desayunar Ortega me esperaba con su “En torno a Galileo”. El desayuno es el mejor anticipo de la lectura. Un preludio inigualable. Y la mejor hora para entender la filosofía más complicada. Pero hoy no ha sido posible por la dichosa contractura de mi trapecio derecho.
De modo que he recorrido las páginas amarillas y me he topado con el número de un fisioterapeuta que vive justo aquí al lado, en la misma calle, unos portales más abajo. Me ha dado hora para las seis en punto. Pues bien, antes de las seis he comido con suma dificultad un lenguado a la plancha en Casa Salvador, he tomado café no con menos dificultad en el Gijón y, una vez de vuelta en casa, he visto una película por la tele: CENTAUROS DEL DESIERTO. Una de las historias de amor más entrañables de la historia del cine. Y no me refiero al amor del joven Hunter por la encantadora Sara Miles y viceversa, sino al amor oscuro, profundo, desesperado y adulterino que John Wayne siente por su cuñada. Un amor que lo mantendrá en el odio y en la lucha a muerte hasta el final de la cinta.
A las seis en punto estuve frente al fisioterapeuta. Una hora bocabajo. Igual que si me hurgaran en una herida abierta con el punzón del hielo al rojo vivo. Tal vez exagere un poco, no digo que no, pero te aseguro, mi querida Dora, que sólo tu recuerdo me aliviaba del tormento. Tres horas más tarde me encontraba como nuevo.
A las diez he salido a cenar a un restaurante del barrio llamado “Piú di prima” Mi espalda ha respondido como si acabara de estrenarla. Y no digamos el estómago. El hambre me ha obligado a encapricharme de unos fetuchinis carbonara salpicados con virutas de trufa blanca. Pecado mortal. Sobre todo si los acompañas con un par de copas de champán rosé. Después me he impuesto la penitencia de un paseo hasta el Hotel Victoria, en cuya terraza he disfrutado de la compañía de un magnífico Nockando, un güisqui de malta de veinte años. Ahora estoy de nuevo en casa, sentado a mi mesa de trabajo, acordándome de ti y escribiéndote. Cuando termine, me meteré en la cama con unos poemas de Hinojosa, poeta vilmente fusilado por la República. La noche es la mejor compañera de la poesía. Sobre todo si hay luna llena. Pero el colmo de la dicha sería si tú, Dora, te aparecieras de repente, como una diosa propiciadora de la fertilidad. Entonces, la noche, la luna, la fertilidad y la poesía serían la misma cosa. Porque tú lo eres todo. Por mucho que te escondas. Siempre tuyo. Antonio
P.D. En la fotografía estoy con mi amigo Manolo Rodríguez, el primer domingo de octubre, durante una excursión a Grisuela, cerca de Alcañices. Aún la contractura no había hecho acto de presencia.  

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