A Dora Malengo
1
Recuerdo que terminé de
peinarme justo en el momento que el
timbre de la puerta se puso algo pesado. Se trataba de uno de esos cobradores
con cara de asesino que sólo despegan el culo de la silla cuando los morosos se
ponen imposibles. Y yo pertenecía a ese grupo humano mucho antes de que Dora
Malengo me dejara plantado sin ninguna clase de explicaciones. Sólo me dejó una
nota en el mueble bar anunciándome el repliegue de sus tropas hacia espacios
más tranquilos y seguros. Pero quién podría culparla por querer cambiar de
vida. Yo en su lugar habría hecho lo mismo, sobre todo si hubiera nacido hembra
y con un cuerpo tan espectacular como el suyo. En realidad ni estamos casados
ni tenemos hijos ni tampoco nos hicimos con un perro que habría podido unirnos
más allá de las miserias y otras broncas de la vida. Dora se fue sin dejar
rastro y, de la misma manera casual que un día la encontré, así la perdí.
De
modo que pagué a ese cobrador los doscientos euros que debía a un mafioso sin
entrañas por un par de apuestas que había solicitado sin mucha suerte. Ni que
decir tiene que me quedé sin blanca. No obstante, me alegré de tener algo de
dinero en el bolsillo. De lo contrario, estoy seguro de que ese tipo de un tajo
me habría cortado ambas manos, pues todo el mundo sabe que me gano la vida tocando
el piano en un garito de la Costa Fleming. Me dan cincuenta euros por noche y
todo el güisqui que mi hígado pueda admitir sin protestar demasiado. De vez en
cuando, tengo suerte y me contratan para tocar en fiestas particulares, en las
que suelo sacar unos cuatrocientos por sesión. Alguna vez he conseguido ganar
hasta seiscientos euros de un solo golpe. Pero mi verdadero problema son las
apuestas, sobre todo cuando llega la temporada de la hípica. A mí es que las
carreras de caballos me vuelven loco. No sé por qué. A decir verdad, cualquier
clase de animal siempre me ha traído rotundamente al fresco. Los caballos
también. Debe de ser el ambiente del hipódromo, el retumbe de los cascos de los
caballos sobre la tierra de la pista, las mujeres guapas que se asoman a las
terrazas, la estudiada elegancia de los hombres. El caso es que en un hipódromo
me siento alguien importante y satisfecho conmigo mismo, y alguna vez he
llegado a tener suerte con las mujeres, pero no así con las apuestas, ya que
pierdo más dinero del que gano, como casi todo el mundo.
2
En
el hipódromo precisamente conocí a Dora Malengo. En realidad la conocí en una
fiesta privada donde yo tocaba el piano. Enseguida me fijé en su maravillosa y
fascinante presencia. Era una de esas mujeres altas, morenas y de ojos negros
que te cortan la respiración a la primera mirada. Aunque sólo se dirigió a mí para
pedirme que tocara Perfidia. No sabría decir cuántos quintales de terciopelo
forraban el sonido de su voz. Cuando oyó los primeros acordes, me sonrió con
dulzura, se dio la vuelta y no volvió a mirarme en toda la noche. Dora venía
acompañada por un tipo alto y fuerte y con una cara tan rara que era imposible
que le pudiera gustar a alguien y menos a ella. Parecía más su escolta que su amante.
Incluso yo habría apostado que no era ni lo uno ni lo otro.
No
lo podía creer, pero a la mañana siguiente después de la fiesta, allí estaba
ella, en el hipódromo, sentada a una mesa rellenando un boleto de apuestas y
tomándose un vermú rojo con sifón. Cuando comprobé que estaba sola, me puse
delante para privarle del sol a propósito, y juro que cuando levantó su mirada
me reconoció al instante. Sólo pronunció una palabra a modo de saludo.
--¡Perfidia!
Y me
apuntó con su bolígrafo justo entre mis ojos atónitos. Después me invitó a
sentarme y estuvimos hablando todo lo que quedaba de mañana. La suerte no quiso
que acertáramos una sola apuesta, pero creo que a los dos no nos importó
demasiado, y como la noche anterior yo había cobrado dinero fresco la invité a
comer en un restaurante de Madrid. Ella aceptó. Me dijo que le apetecía comer
una paella en La Albufera, y sin darnos cuenta, después de tomar café, nos encontramos
en la habitación de un hotel. Como era domingo, yo no tenía que ir a trabajar y
ella me dijo que de momento no había en su agenda ningún compromiso que
atender. Así que después de la segunda botella de champán, decidimos que viviríamos
juntos hasta que el cuerpo aguantara. Sólo me puso como condición que no le
hiciera preguntas sobre su pasado y que viviríamos en mi casa. Acepté si
pensármelo dos veces, y así pasamos dos años maravillosos. Dora me dijo desde
el principio que no tenía dinero y que tendría que ser yo quien la mantuviera.
A cambio me prometió que me daría todo el amor que su corazón le permitiera
darme y que cuidaría de mí mejor que una madre. Y a fe mía que así lo hizo
durante dos espléndidos años. Pero la escasez de dinero era excesiva y las
muchas pérdidas en los caballos siempre nos tenían en las últimas. Demasiados
sacrificios y renuncias para una mujer como ella. Así que un día se fue de
casa. Y no sé cómo pudo aguantar tanto tiempo conmigo. Una mujer tan hermosa
como ella podría haber aspirado al hombre más rico de la tierra. No entiendo
qué pudo ver en mí.
3
Después
de pagar aquellos doscientos euros, me quedé más arruinado que nunca. Para mi
desgracia, las fiestas particulares se habían reducido a la mínima expresión,
como si los ricos hubieran desaparecido de la faz de la tierra. Y para colmo en
el club no me subían la paga aunque les fuera la vida en ello. Pero no había
más remedio que resistir el temporal. Sin embargo, aquella noche interpreté la
música con mucho sentimiento. Mejor que nunca. Tal vez la pobreza tenga algo
que ver con la inspiración del los artistas. Normalmente, cada noche, al piano
sólo le pongo algo de oficio y estudiada profesionalidad, entre otras razones
porque el auditorio habitual no se merece otra cosa. Al fin y al cabo, ni la
clientela ni las chicas suelen darse cuenta de que hay alguien sentado al
piano. Sin embargo, como digo, esa noche me sentí inspirado y las notas volaban
como llenas de algo mágico y desconocido, al menos de muy distinta manera a la
mayoría de las noches. Tanto que una de las chicas primero me miró, después vino
hacia mí y, tras sonreírme como una diosa, me puso un beso muy suave en la
mejilla. Jamás en la vida me había sentido mejor pagado. La verdad es que nunca
había intimado con las chicas del club más allá de los saludos amistosos,
alguna frase sobre el tiempo y poca cosa más. Por eso aquel beso tuvo tanto
valor para mí. Tanto que, después de cerrar el club, me fui con la chica a su
casa. Me dijo que se llamaba Elisa, aunque allí todo el mundo la conocía por
Sheila. Vivía sola y, según me confesó, no tenía novio ni ganas de tenerlo, así
que me quedé en su casa un par de días, disfrutando de su hospitalidad. Justo
hasta que una mañana, hojeando una de esas revistas del corazón, me fijé en que
salía Dora en varias de las fotografías. Pero no se llamaba Dora Malengo, como ella
me había dicho, sino Pilar de la Gándara, y allí decía que era la heredera de
una de las fortunas más grandes de España. No me lo podía creer. Lo curioso es
que cuando llegué a casa, Dora había vuelto y me estaba esperando como siempre,
con el mandil puesto, metida en la cocina y con una cuchara dándole vueltas a
un puchero. No podía entender aquella actitud suya. Me refiero a que hacía tres
meses que se había ido harta de mí y de la vida de pobre que tenía a mi lado y
ahora volvía sin más y sin avisar y con una mirada como de nunca haber roto un
plato. Cuando me vio en el quicio de la puerta, ella vino corriendo hacia mí y me
abrazó y me besó como si jamás se hubiera marchado y como si yo en realidad
fuera el hombre de su vida. Me puse muy nervioso y sólo acerté a decir: “¿por
qué has vuelto, niña rica?”, y ella me contestó, mareándome con sus ojos negros:
“porque nadie toca Perfidia como tú”. Pero para mí que son cosas del corazón.
FIN