Sábado, 1 de marzo del 2014
DIARIO
Esta semana me ha venido empapada de sentimientos. De
modo que no he hecho otra cosa que llorar, literalmente, como si fuera un niño.
El pasado martes por culpa del cumpleaños de mi difunto padre y hoy sábado por
el cuarto aniversario de la muerte de mi madre, pero el caso es que hoy también
me llega, como una pedrada en punta, la noticia de la muerte de nuestra tata
Anunciada, que nos cuidó, a mis hermanos y a mí, cuando éramos pequeños. De
modo que son malos días para emplearlos en la escritura, ya que se corre el
peligro de que se desborde la tinta hacia límites más o menos lacrimógenos, es
decir, hacia esa literatura que mi madre llamaba de quinto enamorado. Se
refería, claro está, al estilo dulzón y cursi que los antiguos soldados de
reemplazo solían emplear para escribir a las novias que dejaban en el pueblo.
Creo que
no hace mucho comenté en este mismo diario acerca de la influencia de mi madre
para que uno se convirtiera en un lector empedernido. No tenía yo ni ocho años,
cuando me traía a casa libros de la biblioteca municipal de Trujillo, sobre
todo cuando caía en cama con anginas, la varicela, la escarlatina o
mismamente el sarampión, que eran las enfermedades que por entonces estaban de
moda entre los niños de aquel tiempo. Como he comentado muchas veces, fue mi
madre, que era lectora fiel de ABC, la primera persona que me habló de César
González Ruano, su escritor de artículos favorito, porque en cuestión de
novelas y obras de teatro ella prefería sin duda a Pío Baroja y a Oscar Wilde.
No la seguí en su
preferencia por Baroja, no señor, pero sí hizo que mi gusto se inclinara tanto por
la obra de los otros dos. Incluso antes de cumplir los quince años me tenía yo
leída casi por entero las obras completas del irlandés. Y confieso que las he
releído varias veces, sobre todo “El retrato de Dorian Gray”; más que nada por
el personaje diabólico de Henry Wotton, un tipo que me marcó la piel desde
niño, ejerciendo una influencia maligna sobre mi manera de percibir el mundo.
Aunque pienso sin temor a equivocarme que toda influencia sólo es posible siempre
que exista una similitud original entre las almas en juego. De otro modo me
habría sentido influenciado por otros muchos personajes y no ha sido el caso.
Precisamente,
no hace muchos días que he vuelto a ver la adaptación cinematográfica de “El
retrato de Dorian Gray”. Me refiero, claro está, a la versión antigua,
protagonizada por Hurd Hatfield y Ángela Lamsbury. Claro que de Henry Wotton
hace nada menos que el gran Georges Sanders, uno de los actores más prodigiosos
que ha dado el cine inglés. Y es que el personaje le va como anillo al dedo, tal
que si Oscar Wilde lo hubiera escrito pensando únicamente en él. En la versión
moderna de la novela, una adaptación digna de pasar al olvido, el papel de lord
Henry recae por desgracia sobre Colin Firth, un actor brillante y voluntarioso,
sin duda, pero que no es ni la sombra de Sanders. Para interpretar a un cínico
como lord Henry Wotton no hay más remedio que ser otro cínico como Georges
Sanders. No sé si estarán de acuerdo conmigo, pero Colin Firth, cada vez que
asoma su carita por la pantalla, siempre presenta el aspecto de un niño que
acabara de tomar la Primera Comunión.
Hoy
hemos comido en “La tirana”, un restaurante que ocupa el chalet que una vez fue
propiedad de un gran pintor: Vicente Viudes. El cocinero se llama Manolo
Benavides y la verdad es que tiene unas manos prodigiosas para la cosa de los
fogones. Se trata de un cocinero joven, de unos treinta años, con un gran
porvenir si no se dejara pervertir por las cursiladas y desvaríos de la cocina moderna.
Desde luego, el “steak tartar” que nos ha preparado me ha parecido fabuloso.
Muy bien cortado y aderezado reglamentariamente. También las “creppes Suzettes”
que nos ha cocinado de postre merecen todos los elogios, si bien debe procurar
endulzarlas algo menos. Desde mi punto de vista, claro, no vayan a creerse que
trato de pontificar. He de decir, sin que sirva de precedente, que hacía tiempo
que no disfrutaba tanto de una comida.
Después
nos hemos dado una larga caminata y, una vez de vuelta en casa, me he puesto a
trabajar en el libro que ahora llevo entre manos. Ya son las tres de la
madrugada y creo que es hora de irse a la cama. La verdad es que prefiero
escribir por la mañana temprano y no apurar, como hoy, las horas equívocas de
la noche. Ha debido ser el café negro que he tomado después de comer lo que me tiene
tan en vela y como sin ganas de acostarme. Última parada: voy a la cocina por
un yogur y un par de nueces. Bebo agua.
P.D. El de la fotografía es Georges Sanders en “Eva al
desnudo”. Es el rostro angelical del puro cinismo.
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