Lunes, 25 de febrero del 2014
DIARIO
Hoy cumpliría mi padre noventa y cuatro años, pero ya va
para doce que se lo llevó el Alzheimer, o como carajo se escriba ese palabro de
mierda, ya que esta jodida enfermedad sigue trepanándonos el cerebro como si
fuera una termita del diablo. Hoy no tengo nada que decirles. Nada en absoluto.
Se trata de un día muy triste para mi familia y para mí y no puedo escribir dos
palabras seguidas. Además, la presión de la atmósfera está algo inestable y mis
constantes vitales suben y bajan como si fueran polichinelas de un teatro
antiguo. Quiero decir que hoy todo me afecta, hasta lo más insignificante, no
digamos ya las vidas de las personas que verdaderamente me importan. Nos hacen
daño y les hacemos daño, y luego sentimos sobre nuestros pasos algo así como una
pesadumbre de imposibilidad, como si lleváramos los bolsillos cargados de
piedras y, como Virginia Woolf, nos echáramos al río. Hasta me parece que ni siquiera por la puerta de atrás de la
imaginación hay ya una salida a la esperanza. Cerrada por derribo y en honor a
la verdad y frente a la mentira. Pero yo creo que nos engañamos a nosotros
mismos y tal vez resulta, por qué no, que la virtud reside donde menos se
espera. Por ejemplo, en la sinceridad sentimental con uno mismo. A no ser que
asumamos por deporte el peso de alguna culpa probablemente inexistente. Si es
así, no tengo más remedio que callarme. Para colmo de males, mi padre ya nunca
volverá para contarme por enésima vez cómo carajo entró en Cartagena, en plena
guerra civil, escoltando al comandante Cervera, al lado de su amigo Tino y
armado hasta los dientes. Temo que un día se me olvide la historia y él se me muera
para siempre. Más historias para el olvido.
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