Viernes, 31 de enero del 2014
DIARIO
Ayer jueves empleamos todo
el santo día en ir de viaje, ya que al son de lo tonto casi recorrimos España
de norte a sur. O sea que me acuesto temprano, eso sí, después de leer unas páginas ya
archileídas del maestro Umbral, más concretamente de su libro de memorias
“Trilogía de Madrid”. Pues bien, a pesar del cansancio confieso que tardé en
dormirme y luego, maldita sea, he pasado mala noche, con unos dolores
musculares a la altura de la cadera izquierda, algo así como una contractura
muy dolorosa que me impedía cambiar de posición y que me ha obligado a levantarme
a las seis y media, que digo yo que no son horas para ningún mortal
medianamente civilizado.
Sin embargo, en las pocas
horas que he dormido me ha dado tiempo a soñar con Roma. Así es. He soñado que
vivía en Roma y que tenía una casa en el Trastévere, con una terraza llena de
macetas de geranios, muchas ventanas y una puerta de madera clara con un
llamador dorado en forma de mano. Si bien reconozco que, después de leer ese
relato de Maupassant titulado “La mano”, les aseguro que las manos sueltas, es
decir, sin que estén unidas al brazo anatómicamente reglamentario, me dan algo
así como un ligero repelús. Algún sentido onírico ha de tener, por tanto, esa
aldaba freudiana en forma de mano y, sobre todo, la presencia de la mujer alta
y morena y de ojos negros que me espera dentro de la casa, con un niño en los
brazos, siendo consciente de que yo sólo soy un señor que viene a cenar y que
de repente se da cuenta de haber olvidado los pasteles del postre y no sabe
bien qué hacer ni qué decir y tan sólo siente vergüenza y piensa que ha
fracasado y que aquella mujer nunca lo amará.
Pero es el dolor de cadera
lo que me despierta y lo que me impulsa a levantarme; así que enciendo el
brasero, me siento en el sillón, me tapo las piernas con las faldas de la camilla
y me pongo a leer a Proust. Pues sí, esta mañana tocaba Proust. Al final,
cuando estoy verdaderamente harto de todos los libros que leo, siempre termino acunándome
en brazos de los mismos: Proust, Umbral, Ramón, Faulkner, Virginia Wolff,
Cabrera Infante y García Márquez. Estos son los siete escritores que componen
mi refugio particular y a quienes vuelvo una y otra vez después de cada
incursión adulterina por otros territorios más o menos salvajes y como que no
me llenan para quedarme.
Naturalmente, me he olvidado
de César, pero lo he dejado a propósito fuera de este olimpo privado para que no destruya la magia
del número siete, no por otra razón, claro es, ya que César fue el primer escritor
que yo conocí en mi vida, estando él sentado a un velador del café Teide,
escribiendo supongo que el tercer artículo del día. Me lo mostró mi madre, que
era una de sus más fervientes lectoras, siempre en ABC, pues se bebía aquellas
columnas suyas de todos los d ías como si fueran agua clara con un toque ligeramente salicílico y medicinal.
Quiero decir que César, desde la infancia, ha sido para mí como la idea
platónica que engloba a todos los escritores, los cuales no son otra cosa que
las infinitas variaciones materializadas de esa primigenia imagen arquetipal
que él representa.
Claro que si llego a conocer
primero al maestro Umbral, me habría pasado lo mismo, porque en, mi opinión,
Umbral es sin duda el único escritor cuya imagen se merece estar al lado de la
de César, incluso, si me apuran, desbancarlo de ese presbiterio platónico y escolástico
donde moran y rezan toda esa congregación medieval de universales y otros seres
de largo alcance filosófico y que ahora no vienen al caso.
La mañana ha sido, por lo
tanto, una pura alternancia entre el sueño y la lectura. Creo que he debido de
conceder algo así como unas tres reverencias de media hora cada una, sesgadas
todas por el timbre hambriento del teléfono, y el caso es que entremedias he
creído oportuno seguir con la lectura de Proust, demasiado cadenciosa, como
saben, y, en consecuencia, ligeramente narcoléptica de no estar uno en buena
forma, como es el caso.
La tarde la he dedicado a
escuchar música clásica y a contemplar los cuadros de algunos impresionistas
catalanes como Santiago Rusiñol, Joaquín Mir, Ramón Casas, Modest Urgell, Isidro Nonell y,
sobre todo, de Hermenegildo Anglada Camarasa, que es uno de los que más me
conmueven, aunque en general lo hagan todos ellos por igual, y la verdad es que
me resulta delicioso repasar cuadro a cuadro y sentir cómo la emoción te
embarga poco a poco y la consciencia se dilata y el mundo se hace presente y así
sabes que tú estás en el mundo y como que algo grande sucede y todo,
absolutamente todo, empieza a cobrar sentido. En mi opinión, sólo la emoción
que suscita la belleza, incluida esa facción siniestra que la belleza esconde,
es capaz de convencerte religiosamente de que tu paso por estos predios no es
casual y responde a razones insospechadas. Recordemos que Platón decía que los
jóvenes deberían vivir entre imágenes y sonidos hermosos, de modo que la
belleza de las cosas materiales prepare sus almas para la contemplación de la
belleza espiritual.
Pues bien, a eso de las
siete de la tarde, hemos efectuado una razia sobre el corazón del supermercado más
cercano con el fin de hacernos con lo más necesario para la supervivencia, es
decir: unos yogures de chocolate; una bolsa de nueces, las mejores son las de
Borges, al menos son las más literarias; botellas de agua mineral; plátanos de
Canarias y un par de raciones de arroz a banda. Y es que a pesar de una posible
misión transcendente sobre la tierra, no deberíamos descuidar ese aspecto
inmanente y mundano que nos permite continuar cada uno a lo suyo, es decir, como
si la nada más absurda nos esperara amorosamente en negligée al otro lado del
río y entre los árboles.
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