Viernes, 7 de febrero del 2014-02-07
DIARIO
O sea que por una contractura de nada en uno de esos músculos
que rodean la cintura, justo allí donde los michelines levantan su palacio de
invierno, he pasado una semana durmiendo, mejor dicho, tratando de dormir, en
la butaca del salón. ¡Una semana! Pero ahora ya estoy mucho mejor gracias al Voltarén,
una de esas medicinas milagrosas que han
conseguido devolverme mi antigua vida, la de la semana pasada, que no es que
esa vida responda a la consideración de obra de arte, qué más quisiera uno, pero
pienso que al menos me merezco el premio de las siete horas de tranquilidad
horizontal de cada noche.
Porque ni siquiera he podido
leer largo y tendido en la butaca, ya que se me cerraban los ojos de sueño,
como si los párpados fueran de plomo, pero sin apenas poder dormir con la
profundidad requerida, sino en un constante y desesperante duermevela, joder,
que no es ni mucho menos lo aconsejable para que mi sistema neuronal, un
mecanismo tan delicado como sutil, funcione durante el día con la exactitud que
suelo reclamar de mis propias vísceras. Incluso juro que llegué a encender la
televisión por si algún documental de uno de esos canales homéricos y geográficos
conseguía sumergirme en las honduras del sueño, como cuando a la hora de la
siesta, pero ni con esas se me permitía una eficacia total, sino más bien un
suplicio chino en toda regla, y todo por una contractura de nada que se ha
evaporado, como digo, mediante unas pastillas arcangélicas de Voltarén, maldita
sea, mano de santo, como si de un milagro se tratase.
Así que anoche, después de
un siglo de tortura aplicada, he podido dormir en mi cama, postura horizontal
bocarriba, de costado hacia la derecha y de costado hacia la izquierda, o sea
que a mi libre albedrío, pero también en horizontal bocabajo y vuelta a
empezar. Placer de dioses. Pura ambrosía onírica. Gracias a Dios, esta mañana
me he despertado casi como nuevo, agradecidísimo a la Providencia y, por
supuesto, a las pastillas de Voltarén, que después de esa cosa milagrosa
del bosón de Higgs hasta puede que sean
lo mismo.
Al mediodía, para celebrar
mi vuelta al mundo de las camas, nos hemos ido a comer al Trocadero Arenas, un
chiringuito excepcional que tenemos aquí al lado, en la playa de Torre Real,
uno de esos pocos lugares en donde se puede saborear un arroz algo más que
aceptable, que no es baladí para lo que suele estilarse por estos contornos.
Les aseguro que hay una
norma definitiva para determinar si un arroz, siempre que esté presentado en
paella (paellera), tenga alguna posibilidad a simple vista. Esta norma, no se
olviden, consiste en que el arroz no debe emitir ningún brillo, no señor, sino
que ha de lucir, muy al contrario, un tono completamente mate, ¡MATE!, y aproximarse
al color del oro viejo. O sea, al revés de lo que
suelen servirnos en la mayoría de los restaurantes.
Otra cosa: paella no hay más
que una. Todo lo demás son arroces de esto y arroces de lo otro. Quiero decir
que sólo una receta responde a lo que es y debe ser una paella. De modo que no
hay paellas mixtas ni paellas de
verduras, ni paellas de mariscos, ni paellas de pollo, ni nada que se le
parezca. Son arroces y nada más que arroces. Y tampoco, maldita sea, hay
paellas valencianas, ya que la paella es, como todo el mundo sabe, natural de
Valencia y en su nombre ya lleva implícito el gentilicio. Me refiero a que
decir “paella valenciana” es caer en una pura y abominable redundancia. Lo
mismo ocurre con la fabada asturiana y el champán francés, joder, que todo hay
que explicarlo.
Por la tarde, vamos al cine
a ver “La gran estafa americana”. Y la verdad es que nos sentimos realmente estafados. No
obstante, por lo único que la cinta merece la pena es por la actuación de
Jennifer Lawrence, una chica que camina veloz en pos de ser la estrella más rutilante
de Hollywood. Para mí, desde luego, la película sólo cobra un cierto brillo cuando
ella aparece en la pantalla. ¡Sobrecogedora! También me gustaría destacar la
actuación magistral de Robert De Niro en la única secuencia en que se le
permite hacer acto de presencia. ¡Sublime! Por lo demás, la película resulta
pesadísima, farragosa y sin ningún interés. A este chico, cómo se llama, sí
hombre, Bradley Cooper, pues bien, a este chico, como digo, habría que decirle
que la “sobreactuación” jamás otorga verosimilitud a un personaje. Todo lo
contrario. Claro que estos americanos son capaces de llegar y premiarlo ahora con
un óscar después de alfombrarle de claveles la Gran Vía a su paso por Broadway.
A eso se le llamaría una jugada maestra del márquetin. Porque, desde mi punto
de vista, el muchacho, todavía un potrillo salvaje, necesita una de esas domas
que lo suavicen y lo dejen en disposición de afrontar sus papeles con la
ataraxia temperamental de los estoicos. Digo yo.
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