Miércoles, 12 de marzo del 2012
DIARIO
Cuanto menos, todo esto resulta una gran gilipollez,
pero lo que pretendo confesaros es la razón de por qué todas las noches me ha
entrado la costumbre de cenar simplemente una sopa, unas veces de una cosa y
otras de otra, por no repetirme. Ya sé que no es una historia como para
interesar a nadie, incluso parece tonta, pero os juro que me apetece contarla
tal vez porque así, desahogándome, le hago justicia a este gran migo mío,
Manolo Urtiaga, que me llenó el estómago de inquietudes extrañas, y él es, por tanto, el único responsable de que uno haya caído en trance de encantamiento,
pues creo que me puso en el vino un filtro malignizado de alguna cosa, casi estoy seguro, puesto
que enseguida sentí al gusanillo de las sopas royéndome el cerebro, y desde que
empezó el año, como digo, estoy cada noche sopa va y sopa viene. Ayer, sin ir
más lejos, decidí darme el homenaje a base de una “minestrone” de primer orden,
ya lo creo; además, estas sopas son muy fáciles de hacer, de lo más sencillo,
aunque yo no suelo seguir la receta al pie de la letra sino que me dejo guiar
por mi instinto y, por otra parte, improviso bastante y siempre trato de
echarle gran imaginación al asunto.
Por ejemplo, una vez vertido
el contenido del sobre en un cazo con un litro de agua fría se pone al fuego y
con una cuchara de palo se va removiendo con mucha paciencia, dale que dale,
hasta que todo el polvo quede bien disuelto y, en cuanto empiece a hervir, llevamos
el fuego a fuego lento durante diez minutos, pero antes, mucha atención, ya hemos
descargado en el cazo algo así como tres puñados grandes de fideos de esos finos,
cuanto más finos mejor, y así dejamos cocer todo el tiempo que digo. Pues bien, esta maravilla de agregar los
fideos es precisamente la improvisación magistral de la que hablo, es decir, la
ruptura de la norma, la revolución copernicana de los fogones y no esa otra
vaina de la cocina de fusión, o los inventos de laboratorio del catalán y de la
madre que parió al catalán y a todos sus discípulos, apóstoles y demás epígonos
nitrogenados que nos envenenan desde la Guía Michelín y la caterva de tontos
que la siguen. ¡Los fideos! ¡Esa es la gran verdad de la vida! ¡Los fideos!
Pero, ahora que caigo, aún no os he contado
cómo carajo he podido ser víctima de la debilidad consuetudinaria de la sopa nocherniega y cenadora, pero yo creo que por desgracia y por
mucho que se diga ya nadie puede hacer nada por mí, incluso mi familia está en que estoy acabado y perdido para siempre. Y todo porque mi buen amigo Manolo
Urtiaga una noche me habló de las sopas, así, por las buenas, sorprendiéndome su
plática en un momento de tal debilidad emocional que, al confesarme precisamente
que su pecado inconfesable es trasegarse una sopa cada noche, como si tal cosa, pues eso, que a
mí no sé por qué pero me entró tal envidia cuando me lo contó, que es que yo siento
ahora algo muy fuerte por aquí dentro de la barriga, muy pasional, vamos, que no
lo puedo remediar, y si yo no me cenara una sopa cada noche, igual que él,
pues como que no sería persona. No lo entiendo, pero así llevo desde justo la
noche de Nochevieja y para mí que esto no es plan ni es vida ni es dieta ni es nada. O sea.
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