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20 de marzo de 2014

HEMINGWAY Y LOS TOROS


Miércoles, 19 de marzo del 2014
DIARIO

Lo más importante de una mañana es que el tiempo se alargue para trabajar cuanto más mejor. Por ese motivo lo aconsejable es levantarse antes de las ocho y estar sentado delante del ordenador como muy tarde a las ocho y media, dejando volar a sus anchas a ese galgo corredor que es el tiempo, hasta que a las dos en punto suene la campana anunciadora de la manzanilla en flor, las aceitunas altivas y, como el que no quiere la cosa, su poquito de gambeteo por si el mundo se acaba.
Por la tarde, después del café con pastas, me pongo a ver los toros de Valencia. Magnífica corrida y maravillosa resurrección de Finito, que hoy me ha emocionado más que ninguno y al que un presidente ignorante y una afición tan ciega como los ninots de las fallas han negado la puerta grande.
A lo largo de la corrida, se me ha ido entonando la idea de escribir alguna cosa sobre la afición taurina de Hemingway, y el caso es que nada más terminar el festejo me he puesto manos a la obra y, sin darme cuenta, me llevo trajinados cerca de seis folios, pero ya son más de las tres de la madrugada y como que me caigo de sueño.
Hemingway escribe tres obras, sólo tres, para reflejar su pasión por los toros. La primera es una novela, Fiesta, en la que concede un papel protagonista a un torero, Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, y también en ella analiza sus sentimientos acerca de una corrida celebrada por San Fermín en 1923. La segunda obra se titula “Muerte en la tarde” y es una especie de ensayo taurino escrito con el fin de enseñar a los americanos lo que hay de cultura en la fiesta de los toros. Y el tercer libro es “El verano peligroso”, donde relata con pelos y señales el periplo que él y sus amigos realizaron por toda la geografía española con el fin de presenciar las corridas en que intervenía Antonio Ordóñez. También relata, con total y absoluta parcialidad, incluso con cierta maldad, la relación entre este torero, Ordóñez, y Luis Miguel Dominguín, sentenciado a muerte en cada frase que escribe sobre él.
Antes de cerrar los ojos me doy una vuelta por los cementerios de Paul Valery. En general, me emociona la poesía que me cuesta entender, la que no se deja aprehender a la primera, ni a la segunda, sino que sólo aparece diáfana en su entendimiento cuando uno ya no espera nada de ella. Y Valery es así: cerrado, misterioso, huidizo, filosófico. Quiero decir que, a pesar de su hermetismo, me gusta leer, una y otra vez, las veinticuatro estrofas del “El cementerio marino”, y espero que un día se haga la luz y uno pueda estar a la altura que Maruja Mayo, mi madre, esperó siempre  de mí. De momento, me conformo con disfrutar de las imágenes poéticas y pensar que un día, inesperado, desgarraré por fin el velo de la diosa.

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