Miércoles, 19 de marzo del 2014
DIARIO
Lo más importante de una mañana
es que el tiempo se alargue para trabajar cuanto más mejor. Por ese motivo lo
aconsejable es levantarse antes de las ocho y estar sentado delante del
ordenador como muy tarde a las ocho y media, dejando volar a sus anchas a ese galgo corredor que es el tiempo, hasta que a
las dos en punto suene la campana anunciadora de la manzanilla en flor, las
aceitunas altivas y, como el que no quiere la cosa, su poquito de gambeteo por
si el mundo se acaba.
Por la tarde, después del café con pastas, me pongo a ver
los toros de Valencia. Magnífica corrida y maravillosa resurrección de Finito,
que hoy me ha emocionado más que ninguno y al que un presidente ignorante y una
afición tan ciega como los ninots de las fallas han negado la puerta grande.
A lo largo de la corrida, se me
ha ido entonando la idea de escribir alguna cosa sobre la afición taurina de
Hemingway, y el caso es que nada más terminar el festejo me he puesto manos a la obra y, sin darme cuenta, me llevo trajinados cerca
de seis folios, pero ya son más de las tres de la madrugada y como que me caigo de sueño.
Hemingway escribe tres obras,
sólo tres, para reflejar su pasión por los toros. La primera es una
novela, Fiesta, en la que concede un papel protagonista a un torero, Cayetano Ordóñez,
el Niño de la Palma, y también en ella analiza sus sentimientos acerca de una
corrida celebrada por San Fermín en 1923. La segunda obra se
titula “Muerte en la tarde” y es una especie de ensayo taurino escrito con el
fin de enseñar a los americanos lo que hay de cultura en la fiesta de los toros.
Y el tercer libro es “El verano peligroso”, donde relata con pelos y señales el periplo que él y sus amigos realizaron por toda la geografía española con el
fin de presenciar las corridas en que intervenía Antonio Ordóñez. También
relata, con total y absoluta parcialidad, incluso con cierta maldad, la relación
entre este torero, Ordóñez, y Luis Miguel Dominguín, sentenciado a muerte en cada frase que escribe sobre él.
Antes
de cerrar los ojos me doy una vuelta por los cementerios de Paul Valery. En general, me emociona la poesía que me cuesta entender, la que no se deja aprehender a la
primera, ni a la segunda, sino que sólo aparece diáfana en su entendimiento
cuando uno ya no espera nada de ella. Y Valery es así: cerrado, misterioso,
huidizo, filosófico. Quiero decir que, a pesar de su hermetismo, me gusta leer,
una y otra vez, las veinticuatro estrofas del “El cementerio marino”, y espero
que un día se haga la luz y uno pueda estar a la altura que Maruja Mayo, mi
madre, esperó siempre de mí. De momento, me conformo con disfrutar de las imágenes poéticas
y pensar que un día, inesperado, desgarraré por fin el velo de la diosa.
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