Vistas de página en total

25 de marzo de 2014

THE SUN ALSO RISES


Sábado, 22 de marzo del 2014
DIARIO

Todo el día en Málaga. Me dicen que el gran ambiente que hay es gracias al festival de cine. Por cierto, la última película que he visto es esa tan graciosa de la que tanto hablan: “Ocho apellidos vascos”. Se comenta que a los vascos no les hace ninguna gracia que España entera prorrumpa en un floreo de carcajadas a cuenta de ellos. Pero hay que reconocer que estos sevillanos arriman mucha gracia para reírse de todo lo que se les antoja. Los vascos no deberían molestarse por esta burla inocente. Demasiado poco para el sufrimiento que esos jóvenes dandis de la Eta han provocado tanto en su tierra natal como en el resto de España. Claro que mucho peor que las bombas y los disparos ha sido esa estética vasca de la chapela, el calimocho y el me cago en “sos”, que yo todavía no sé a qué demonios se refieren con eso del “sos”, ni creo que lo sepa jamás. A no ser, claro está, que la cosa venga por la cursilería de utilizar un sucedáneo de la blasfemia y se conformen con la rima a cuenta de no pasar una temporada en galeras o levantando bolas molondrónicas por un tiempo indefinido.   
El caso es que la mañana malagueña, cálida y soleada, termina entre cervezas, boquerones fritos y la manzanilla de Sanlúcar. Después nos invitaron a comer en casa de unos amigos, Pepa y Rafa Narváez, que tienen un piso precioso en pleno centro de la ciudad. En la comida ocho amigos damos buena cuenta de unas botellas de vino blanco, un excelente moscatel de la tierra, muy seco para variar y unos chupitos de orujo, que me cago en "sos"por lo fuerte, joder, como si uno fuera vasco, navarro o del mismo Galdácano.
Durante la sobremesa me preguntan sobre Hemingway. Curiosamente, todo el mundo se extraña cuando afirmo que no comprendo las razones que movieron a los suecos para darle el Premio Nobel. Desde mi punto de vista, Hemingway es, junto a mí, uno de los peores escritores que ha dado la historia de la literatura. Incluso, perdonen la inmodestia, pero, si él es el último del escalafón, yo me considero el penúltimo. Ya saben ustedes lo que dijo esa víbora de Borges al enterarse de su muerte: “Seguramente, se ha quitado la vida al darse cuenta de lo mal escritor que era”.
Su primera novela se titula, como ya saben, “The sun also rises” (“Fiesta” para sus amigos españoles), y, desde mi punto de vista, no es la peor de todas, pero si ustedes la leyeran con detenimiento se darían cuenta de que no hay una línea en que no insulte a sus amigos; sobre todo a Harold Löeb y a lady Duff Twysden, sin dejar de señalar levemente a personas que tanto le querían como Donald Ogden Stewart, ganador de un Óscar por el guión de “Historias de Filadelfia”, y a Cayetano Ordóñez, del que se puso celosísimo por las atenciones que éste tuvo con Hadley, la primera mujer de Papá Hemingway. Eso sí, al menos tuvo la precaución de disimular sus identidades con nombres ficticios, aunque todo el mundo supo enseguida quiénes eran los damnificados.
Otra cuestión que Hemingway dejó bien clara en esta novela es que él no entendía una palabra de toros, demostrándolo más tarde con otro libro sobre la Fiesta: “Muerte en la tarde”, donde deja manifiestamente palpable su ignorancia en la materia. Nadie puede escribir un tratado taurino, creyéndose doctor honoris causa, para, entre otras idioteces, criticar la tauromaquia de Juan Belmonte, que es el padre del toreo moderno.
Y no hablemos de su tercera obra sobre toros: “El verano peligroso”, escrita con el único propósito de destruir la imagen del gran Luis Miguel Dominguín, uno de los toreros más poderosos que ha dado la fiesta de los toros. Claro que, como ustedes ya saben, lo hizo con el fin de realzar la figura de Antonio Ordóñez, del que parecía estar perdidamente enamorado, según cuentan las lenguas doblemente afiladas de la época.
No se lo creerán, pero Papá Hemingway iba el muy cabrón a pelo y a pluma. Un asunto escabroso para aquellos tiempos en que los armarios no se abrían desde dentro. El armario de Hemingway lo abrió una amante despechada, Jane Mason, que contó a su psicoanalista lo que Hemingway le había confesado acerca de los jóvenes púberes y no tan púberes que se había tirado. Lo malo fue que el hijo de perra del psicoanalista lo divulgó a los cuatro vientos mediante un artículo de prensa, liándose la de San Quintín entre sus incondicionales y no digamos entre sus enemigos, que justificadamente los coleccionaba y los había de cualquier tipo, condición y pelaje. Lo malo fue que su amigo y primer editor, Robert McAlmon, confirmó la verdad luminosa que encerraba el artículo del psicoanalista, revelando públicamente que él se había acostado con Hemingway. Es decir, que la cuestión quedó zanjada para siempre, salvo para aquellos que no quieren ver lo que tienen delante.

Pues bien, mientras estuvo en París, tengo la sospecha, sólo la sospecha, de que Hemingway anduvo en relaciones con un joven escritor que se llamaba Glenway Wescot, autor de una novela titulada “El halcón peregrino”, muy aceptable, por cierto. Así que, sin ánimo de ofender a nadie, como el que no quiere la cosa, me permito la libertad de que la fotografía del joven Wescott encabece el diario de hoy. Hasta la semana que viene.

No hay comentarios:

Publicar un comentario