Sábado, 22 de marzo del 2014
DIARIO
Todo el día en Málaga. Me dicen que el gran ambiente que hay es gracias al festival de cine. Por cierto, la última película que he visto
es esa tan graciosa de la que tanto hablan: “Ocho apellidos vascos”. Se comenta que a los
vascos no les hace ninguna gracia que España entera prorrumpa en un floreo
de carcajadas a cuenta de ellos. Pero hay que reconocer que estos sevillanos arriman mucha gracia para reírse de todo lo que se les antoja. Los vascos no deberían
molestarse por esta burla inocente. Demasiado poco para el sufrimiento que esos
jóvenes dandis de la Eta han provocado tanto en su tierra natal como en el resto de
España. Claro que mucho peor que las bombas y los disparos ha sido esa estética
vasca de la chapela, el calimocho y el me cago en “sos”, que yo todavía no sé a
qué demonios se refieren con eso del “sos”, ni creo que lo sepa jamás. A no ser,
claro está, que la cosa venga por la cursilería de utilizar un sucedáneo de la
blasfemia y se conformen con la rima a cuenta de no pasar una temporada en galeras o levantando bolas molondrónicas por un tiempo indefinido.
El caso es que la mañana
malagueña, cálida y soleada, termina entre cervezas, boquerones fritos y la
manzanilla de Sanlúcar. Después nos invitaron a comer en casa de unos amigos,
Pepa y Rafa Narváez, que tienen un piso precioso en pleno centro de la ciudad. En
la comida ocho amigos damos buena cuenta de unas botellas de vino blanco, un excelente
moscatel de la tierra, muy seco para variar y unos chupitos de orujo, que me cago en "sos"por lo fuerte, joder, como si uno fuera vasco, navarro o del mismo Galdácano.
Durante la sobremesa me
preguntan sobre Hemingway. Curiosamente, todo el mundo se extraña cuando afirmo
que no comprendo las razones que movieron a los suecos para darle el Premio
Nobel. Desde mi punto de vista, Hemingway es, junto a mí, uno de los peores
escritores que ha dado la historia de la literatura. Incluso, perdonen la
inmodestia, pero, si él es el último del escalafón, yo me considero el
penúltimo. Ya saben ustedes lo que dijo esa víbora de Borges al enterarse de su
muerte: “Seguramente, se ha quitado la vida al darse cuenta de lo mal escritor
que era”.
Su primera novela se titula,
como ya saben, “The sun also rises” (“Fiesta” para sus amigos españoles), y, desde
mi punto de vista, no es la peor de todas, pero si ustedes la leyeran con
detenimiento se darían cuenta de que no hay una línea en que no insulte a sus
amigos; sobre todo a Harold Löeb y a lady Duff Twysden, sin dejar de señalar
levemente a personas que tanto le querían como Donald Ogden Stewart, ganador de
un Óscar por el guión de “Historias de Filadelfia”, y a Cayetano Ordóñez, del
que se puso celosísimo por las atenciones que éste tuvo con Hadley, la primera mujer
de Papá Hemingway. Eso sí, al menos tuvo la precaución de disimular sus
identidades con nombres ficticios, aunque todo el mundo supo enseguida quiénes
eran los damnificados.
Otra cuestión que Hemingway
dejó bien clara en esta novela es que él no entendía una palabra de toros,
demostrándolo más tarde con otro libro sobre la Fiesta: “Muerte en la tarde”,
donde deja manifiestamente palpable su ignorancia en la materia. Nadie puede
escribir un tratado taurino, creyéndose doctor honoris causa, para, entre otras
idioteces, criticar la tauromaquia de Juan
Belmonte, que es el padre del toreo moderno.
Y no hablemos de su tercera
obra sobre toros: “El verano peligroso”, escrita con el único propósito de
destruir la imagen del gran Luis Miguel Dominguín, uno de los toreros más
poderosos que ha dado la fiesta de los toros. Claro que, como ustedes ya saben, lo hizo
con el fin de realzar la figura de Antonio Ordóñez, del que parecía estar perdidamente
enamorado, según cuentan las lenguas doblemente afiladas de la época.
No se lo creerán, pero Papá
Hemingway iba el muy cabrón a pelo y a pluma. Un asunto escabroso para aquellos
tiempos en que los armarios no se abrían desde dentro. El armario de Hemingway
lo abrió una amante despechada, Jane Mason, que contó a su psicoanalista lo que
Hemingway le había confesado acerca de los jóvenes púberes y no tan púberes que se había tirado. Lo
malo fue que el hijo de perra del psicoanalista lo divulgó a los cuatro vientos
mediante un artículo de prensa, liándose la de San Quintín entre sus
incondicionales y no digamos entre sus enemigos, que justificadamente los coleccionaba y los había de cualquier tipo, condición y pelaje. Lo malo fue que su amigo y primer editor,
Robert McAlmon, confirmó la verdad luminosa que encerraba el artículo del psicoanalista, revelando públicamente que él se había acostado con Hemingway. Es decir, que
la cuestión quedó zanjada para siempre, salvo para aquellos que no quieren ver lo que
tienen delante.
Pues bien, mientras estuvo
en París, tengo la sospecha, sólo la sospecha, de que Hemingway anduvo en
relaciones con un joven escritor que se llamaba Glenway Wescot, autor de una
novela titulada “El halcón peregrino”, muy aceptable, por cierto. Así que, sin ánimo
de ofender a nadie, como el que no quiere la cosa, me permito la libertad de
que la fotografía del joven Wescott encabece el diario de hoy. Hasta la semana que viene.
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