JUEVES, 26 DE DICIEMBRE DEL
2013
He pasado la Navidad en
Trujillo. Todas las tardes he dado un largo paseo hasta la Albuera para compensar el exceso turronero de la jijonenca. Después de andar una hora, como fin de fiesta, subía a pulmón libre la cuesta terrible de San Andrés, casi tan empinada como la escalera de Jacob. Resulta tan
repentina que jamás me he encontrado con un alma que la recorra de subida, que hasta puede resultar peligroso el hecho de bajarla.
Y si por las tardes me he
dedicado a pasear, por las mañanas he leído justo hasta las dos en punto, hora
habitual del aperitivo: cerveza y ensaladilla rusa en el bar Las Cadenas.
El libro que he leído estos días
de atrás se titula “El gran diseño”, de Stephen Hawking. Realmente es meritoria
tanta sabiduría científica, pero yo creo que estos físicos deberían cerrar su cerebro cuando entran en el territorio de la Filosofía. Ellos dicen que el
Universo no fue creado por Dios, sino que surgió por sí solo de la Nada.
Extraordinario. Naturalmente, el doctor Hawking no explica qué carajo es eso de
la Nada, aunque sospecho que esa Nada aludida por tan docta eminencia debe ser
bastante activa y de Nada debe tener muy poco, es decir, nada de nada,
cuando dispone de energía suficiente como para crear un “multiverso”, que es el
última concepto de la mecánica cuántica.
En mi opinión, los científicos
deberían limitarse a contarnos cómo funcionan las cosas, es decir, el Universo
en general y el mundo subatómico en particular, dejando para los filósofos ese
peliagudo asunto del por qué de las cosas. No se lo pierdan, pero a la clásica pregunta
de: ¿por qué existe algo en vez de nada?, Hawking se atreve a contestarla de la
siguiente manera: “la creación espontánea es la razón por la cual existe el
Universo. No hace falta invocar a Dios para poner el Universo en marcha. Por
eso hay algo en vez de nada. Por eso existimos”
Naturalmente, la siguiente
pregunta filosófica sería: ¿Por qué la Creación es espontánea en vez de
premeditada?
No es que me vaya a dedicar a
la Cosmología y a la física de las partículas subatómicas, ni a la mecánica cuántica,
nada de eso, entre otros impedimentos porque no dispongo de aritmética suficiente como para una ciencia tan complicada, pero ya he pedido el libro de
Sean Carroll titulado “La partícula al final del Universo”. Según he leído, el
libro trata del bosón de Higgs y también de cómo se obtuvo en ese famoso
acelerador de partículas construido en los aledaños de Ginebra.
Creo que al bosón de Higgs
también le llaman la “partícula divina”, adjetivo que según parece cabrea
sobremanera a muchos físicos, principalmente a los ateos. Y a mí me parece muy
bien que se cabreen, ya que el asunto de Dios, como digo, debería ser sobre todo materia de filósofos.
Por la noche, después de la
cena de Nochebuena, veo por televisión “El proceso Paradine”, una película que
habría sido perfecta si ese productor populachero que fue David O´Selznick no hubiera
hincado sus zarpas en la maestría del trabajo de Hitchcock. Ya saben que O´Selznick
tuvo la ocurrencia de elegir a Louis Jourdan como el asistente del coronel
Paradine. Un error inconcebible. Desde mi punto de vista, ese papel lo habrían
interpretado con mucho más realismo actores del estilo, un suponer, de Richard
Boone, James Gandolfini, Broderick Crawford y tipos así, siempre que hubieran
pertenecido a la época, obviamente, actores que bordarían la imagen del
personaje zafio que exigía la historia. Yo creo que así se habría resaltado más
la perversidad ninfomaníaca y barriobajera de la señora Paradine, personaje
interpretado si recuerdan por la misteriosa y bellísima Alida Valli, una actriz
que luce mejor cutis en blanco y negro que en color. Además, desde mi punto de
vista, es una mujer que no le van los ojos azules sino los negros. Los demás
actores están muy acertados en su papel, sobre todo Charles Laughton como juez
implacable y libidinoso. Incluso el muermo y estólido de Gregory Peck no está
del todo mal en su personaje de abogado enamoradizo, que se habría visto más
humillado aún al ser rechazado por una mujer que prefería las caricias de un
bruto a las suyas. Pero no sé que hago yo escribiendo, como si se tratara de un
estreno, sobre una película con más de sesenta años sobre sus espaldas.
El caso es que a las dos en
punto decido meterme en la cama con “El ocaso del pensamiento”, de Emil Cioran.
Supongo que sabrán que el rumano Cioran es el filósofo del pesimismo, pero se
trata de un pesimismo empapado de poesía y sentimiento. Toda una delicia después
de andar en compañía de partículas subatómicas, la gravedad, el
electromagnetismo y esas fuerzas nucleares débiles y fuertes que tan cachondos ponen a los científicos y que son, al parecer, la argamasa de la existencia.
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