Lunes, 2 de diciembre del
2012
Me trasiego al volante los
ochocientos kilómetros hasta San Marcial. Marigel ha recogido los virus
catarrales que amorosamente le traspasé la semana pasada y no ha podido
conducir la parte alícuota del camino que le correspondía por decreto. Paramos
a comer en Trujillo. La familia bien, gracias.
Un viaje que me sirve sobre
todo para escuchar la radio. ¿Y qué oigo? Pues parece ser que el rojerío de las
distintas emisoras está socialísticamente enojado por el cierre de la televisión
valenciana. Yo también lo estoy, esa es la verdad, pero por motivos muy
diferentes, es decir, porque a mayores no cierran el resto de las cadenas públicas,
maldita sea, que no son otra cosa que verdaderos agujeros negros para el bolsillo
de los españoles; y lo que es peor: no aportan ni un ápice de interés a pesar
de todo lo que airean por la pantalla de colorines. Desde luego, uno se niega a
seguir pagando impuestos para que esos cubiles sigan dedicados a la propaganda
política del dirigente de turno, y más que nada a procurar un cargo a sus
amiguetes, familiares y otras clientelas de distinto pelaje. Naturalmente, uno
empezaría su extinción genocida por ese mausoleo que es hoy TVE, luego seguiría por Telemadrid, los siete
canales catalanes y terminaría, en plan artefacto fumigador de termitas, por
todos esos profanadores de tumbas que son los maquis cimarrones del Canal Sur.
Al llegar a San Marcial, sólo
había para cenar huevos, jamón de york y unas latas de espárragos. Después del
banquete me metí en la cama y traté de descifrar la simbología implícita en
Patmos, ya saben, uno de los poemas más inquietantes de Hölderlin; sin embargo,
estaba tan cansado que me quedé dormido al duodécimo verso, pero antes de
cerrar los ojos conseguí prometerme a mí mismo que al día siguiente, por hoy,
saldría a disfrutar de la niebla otoñal de Zamora.
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