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7 de diciembre de 2013

DIARIO


Lunes, 2 de diciembre del 2012

Me trasiego al volante los ochocientos kilómetros hasta San Marcial. Marigel ha recogido los virus catarrales que amorosamente le traspasé la semana pasada y no ha podido conducir la parte alícuota del camino que le correspondía por decreto. Paramos a comer en Trujillo. La familia bien, gracias.
Un viaje que me sirve sobre todo para escuchar la radio. ¿Y qué oigo? Pues parece ser que el rojerío de las distintas emisoras está socialísticamente enojado por el cierre de la televisión valenciana. Yo también lo estoy, esa es la verdad, pero por motivos muy diferentes, es decir, porque a mayores no cierran el resto de las cadenas públicas, maldita sea, que no son otra cosa que verdaderos agujeros negros para el bolsillo de los españoles; y lo que es peor: no aportan ni un ápice de interés a pesar de todo lo que airean por la pantalla de colorines. Desde luego, uno se niega a seguir pagando impuestos para que esos cubiles sigan dedicados a la propaganda política del dirigente de turno, y más que nada a procurar un cargo a sus amiguetes, familiares y otras clientelas de distinto pelaje. Naturalmente, uno empezaría su extinción genocida por ese mausoleo que es hoy TVE,  luego seguiría por Telemadrid, los siete canales catalanes y terminaría, en plan artefacto fumigador de termitas, por todos esos profanadores de tumbas que son los maquis cimarrones del Canal Sur.
Al llegar a San Marcial, sólo había para cenar huevos, jamón de york y unas latas de espárragos. Después del banquete me metí en la cama y traté de descifrar la simbología implícita en Patmos, ya saben, uno de los poemas más inquietantes de Hölderlin; sin embargo, estaba tan cansado que me quedé dormido al duodécimo verso, pero antes de cerrar los ojos conseguí prometerme a mí mismo que al día siguiente, por hoy, saldría a disfrutar de la niebla otoñal de Zamora.


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