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31 de mayo de 2013

UNA HABITACION CON VISTAS


I

El desorden de aquella habitación era superior a mis fuerzas. También esa oscuridad persistente aún en los días más soleados. El flexo de cazoleta plateada estaba todo el santo día encendido. El culpable de aquel desastre era mi compañero de cuarto. Se llamaba Telmo, chato como un buldog y el pelo tan ensortijado como el de un negro, y no tenía empacho alguno en dejarlo todo tirado por cualquier sitio. Tampoco se lavaba demasiado. Había ropa sucia desperdigada por el suelo, zapatos debajo de las camas, trozos de pan y cáscaras de plátano encima de las mesillas, libros y papeles en cualquier lugar, la mesa de trabajo atestada de cachivaches inútiles y un par de ceniceros grandes como platos soperos rebosantes de colillas. Cuando se entraba en aquella habitación el olor a tabaco era insoportable y el humo impregnaba hasta la última fibra de la ropa que llevaras puesta, incluso  la que había guardada en el último cajón del armario. Para colmo, la niebla era más espesa que en cualquier calle de Londres al caer la tarde. 
Hacía tiempo que le había dicho a la señora Teresa, la patrona, que necesitaba una habitación individual. Incluso me planteé la posibilidad de buscarme otro alojamiento en el caso de que mi petición no fuera atendida en un tiempo razonable. Yo me considero una persona ordenada, no he fumado en mi vida y por aquella época trataba de escribir relatos a cualquier hora del día o de la noche. En realidad, uno vivía de los concursos literarios que iba ganando a lo largo del año. Me presentaba a todos aquellos cuyos premios superaran las tres mil pesetas y venía a ganar como unas sesenta mil al año. Mi compañero en cambio hacía oposiciones a policía secreta y no soportaba el tecleo continuo de mi máquina de escribir. Decía que parecía una ametralladora alemana en pleno Desembarco de Normandía.  
Una noche, le entramos al problema en el mismo comedor, a la hora de la cena, delante de los demás inquilinos. Y uno de ellos, don Demetrio, que se sentaba en la mesa de al lado, se inmiscuyó en la discusión al enterarse del fondo del asunto, proponiéndome que fuera a escribir a su cuarto, al menos por las mañanas, ya que él trabajaba en el banco desde las ocho hasta las tres de la tarde. Pensé que, mientras esperaba a que quedase libre una habitación que me gustara, bien podría escribir en la de don Demetrio. Además, por probar no se perdía nada y podía ser una solución provisional bastante razonable. De don Demetrio siempre me había gustado su aspecto de patricio romano. La verdad es que se trataba de un tipo que a mí por lo menos me transmitía bastante confianza. Era un señor de pelo blanco y de frente amplia y despejada como el delta de un río. Tenía los ojos grises y tristes, aunque esa tristeza la compensaba muy bien con una clara sonrisa de rey mago. Pero si algo se desprendía en exceso de su personalidad eran, sobre todo, la bondad y una serenidad casi tibetana.   
De modo que a las ocho menos cuarto en punto de la mañana siguiente, armado con la máquina de escribir y un fajo de folios, me presenté en mi nuevo lugar de trabajo. No podía creer lo que veía. Aquella habitación era una verdadera maravilla. Era amplia y deliciosamente acogedora y, según me dijo don Demetrio, a partir de las diez entraba un sol espléndido. 
--Siempre que el día no amanezca demasiado nublado –apostilló.
Don Demetrio, antes de marcharse al banco, me contó que era viudo desde hacía quince años y que no tenía hijos y que sólo le faltaban unos meses para jubilarse. También me dijo que no pensaba casarse otra vez por respeto a la memoria de su difunta y que esperaba morir, lo más tarde posible, en aquella misma habitación.
Desde luego, la habitación era un lugar excelente para despedirse de este mundo o de cualquiera otro. Lo que más me gustaba de ella eran esas dos paredes con librerías hasta el techo cuajadas de libros. La mesa estaba al fondo, a la izquierda, alejada de la cama y del armario, muy cerca del balcón que daba a la calle Mayor. Al otro lado de la mesa había una butaca forrada de piel y que, según mi anfitrión, era el lugar ideal para la lectura.

II

Los días empezaron a transcurrir a una velocidad de vértigo, y yo seguía escribiendo por las mañanas en la magnífica habitación de don Demetrio. Era un lugar milagroso, ya que jamás me había sentido tan inspirado para trabajar. Las palabras acudían a mí como borbotones y mis dedos volaban sobre las teclas a la velocidad de la luz. Empecé a creer que jamás podría escribir en otro sitio que no fuera en aquella habitación. Sin ir más lejos, me pareció eterna y terrible la semana que don Demetrio tuvo que guardar cama por culpa de una gripe. Para matar el tiempo, me dediqué a pasear por Madrid. Se me afilaron los nervios, como si estuviera loco de atar, ya que ningún lugar me valía para ponerme a escribir y terminar el relato que entonces me ocupaba. Cuando don Demetrio se reincorporó a su trabajo del banco, volvió la tranquilidad a mi alma y cada mañana corría a su habitación para comenzar el trabajo. Y de nuevo recuperé la seguridad y el aplomo delante del folio en blanco. Como siempre, me encerraba desde que despuntaba el día hasta más allá de las tres en que regresaba don Demetrio. La señora Teresa, la patrona, me dijo que le gustaba oír el tecleo de la máquina cuando iba por el pasillo. Ella pensaba que le daba mucha importancia a la casa. 
Don Demetrio y yo nos hicimos buenos amigos y empezamos a comer en la misma mesa, y no creo que le importase demasiado al buldog y aspirante a policía de mi compañero de cuarto. Hablábamos de cualquier tema que estuviera de actualidad, pero sobre todo de Literatura, ya que don Demetrio era un firme partidario de los escritores realistas del siglo XIX, Galdós, Blasco Ibáñez, Valera y gente así, defendiéndolos como si fueran de su familia. De estos autores eran los libros que había en las librerías de su habitación, casi todos publicados en la colección Austral. Sin embargo, a mí por esa época me gustaban autores como Hemingway, Faulkner y Simenon, que empezaban a estar de moda en España. A don Demetrio le llevaban los demonios cada vez que yo intentaba prestarle uno de mis libros. Una mañana casi me prohíbe la entrada en su habitación por invitarle a leer una novela titulada “Kaput”, de un italiano llamado Curzio Malaparte, muy leída por cierto en aquellos años. Pues bien, reaccionó igual que si hubiera visto al mismísimo diablo, santiguándose varias veces y soltando una jaculatoria detrás de otra.   
Sin embargo, los dos coincidíamos en otros muchos asuntos de la vida, como en política, religión, pintura y otras formas de arte. Yo entendía muy bien, por ejemplo, el deseo de don Demetrio de morirse después de Franco. Me explicó que quería saber de primera mano lo que ocurriría en España después de la muerte del dictador, aunque don Demetrio sospechaba, y así se me lo dijo, que Franco había nacido inmortal y que gobernaría hasta el final de los tiempos. Era uno de sus temas favoritos. También, si en la calle no hacía mucho frío o demasiado calor, todas las tardes salíamos a tomar café por los aledaños de la Plaza de Oriente. Nos sentábamos en una terraza y luego volvíamos a la pensión para leer hasta la hora de la cena. Al poco tiempo, cada uno nos sabíamos la vida del otro de memoria. Claro que ambas se resumían en que al final ambos nos habíamos quedado solos en el mundo, sin ningún pariente cercano o lejano. Incluso nos llegamos a confesar el uno al otro que entre los dos formábamos nuestra única familia. Y tanto lo creímos que don Demetrio hizo testamento a mí favor, nombrándome heredero universal de todos sus bienes. 
--No pienso morirme de momento, aunque nunca se sabe, y me gustaría que mis libros cayeran en manos amigas. En realidad, los libros son la única herencia de valor que puedo dejarte.
Un buen día, la señora Teresa, la patrona, me ofreció una habitación que había quedado libre, pero no era ni mucho menos como la que yo deseaba, y si bien acepté trasladarme a ella fue por motivos higiénicos, es decir, por separarme de mi compañero Telmo y todas sus irregularidades. No obstante, seguí emigrando por las mañanas a la habitación de don Demetrio, muy feliz de que siguiera utilizando su cuarto para la creación literaria, como él solía llamar a mi trabajo. Y es que me era mentalmente imposible escribir en cualquier otro lugar. Incluso también empecé a pasar las tardes enteras en aquella habitación; me había hecho de tal manera a sus muebles y a sus cambios de luces que hasta un domingo fui al Rastro y me compré una butaca muy parecida a la de don Demetrio. Y cuando por las tardes llegábamos de nuestro paseo y de tomar café, los dos nos sentábamos a leer en silencio absoluto, uno enfrente del otro, hasta cerca de las diez de la noche. Luego nos íbamos a cenar y, tras la cena y unos minutos de tertulia, cada uno se retiraba a su cuarto hasta el día siguiente.
Parecíamos padre e hijo, y a los demás inquilinos de la pensión les sorprendió la amistad que había surgido entre nosotros, sobre todo por la diferencia de edad. Como es natural, también se produjeron algunas murmuraciones de muy mal gusto y con clara intención de hacer daño, lejos, por supuesto, de toda veracidad. Muy pocos comprendían que la relación entre don Demetrio y yo se basaba en unas necesidades muy sencillas para el ser humano. Me refiero a que él veía en mí al hijo que nunca tuvo y yo en él al padre que jamás conocí. 

III

Eran las tres de la madrugada cuando una noche tuve la necesidad de ir al baño. De modo que me levanté de la cama, me enfundé la bata y salí al pasillo. Yo caminaba medio dormido, pero al pasar por delante de la habitación de don Demetrio oí unos ruidos muy extraños. Como es natural, me puse a la escucha detrás de la puerta y decidí entrar rápido para ver que sucedía. Al principio creí que don Demetrio estaba sufriendo una pesadilla, pero al dar la luz de la habitación me di cuenta de que la cosa era mucho más seria de lo que pensaba. Mi amigo del alma estaba tirado en el suelo, se retorcía de dolor y se agarraba el pecho con una mano en forma de garra. Creo que apenas podía respirar. Enseguida supe, casi con toda probabilidad, que mi pobre amigo sufría un infarto de miocardio en toda regla. No se podía levantar y su mirada, con aquellos ojos grises y tristes, era de socorro y de súplica. Un torrente de lágrimas le surcaba ya toda la cara. Así que salí de allí, cerré la puerta y fui corriendo hacia el teléfono para llamar a una ambulancia. En el pasillo sólo había silencio, roto a veces por algunos ronquidos que salían de las habitaciones. Escuché detrás de la puerta del cuarto de la patrona y no oí absolutamente nada. Cuando llegué a la mesita donde estaba el teléfono, lo descolgué con mucha urgencia, pero al instante me quede como paralizado, volviendo a dejar el auricular en su sitio y evitando hacer el más mínimo ruido. Había recordado que a don Demetrio sólo le faltaban dos semanas para jubilarse. Era la oportunidad que tanto había esperado. Así que entré en el cuarto de baño y oriné con absoluta tranquilidad, haciéndome a la idea de no haber visto lo que había visto y que la vida continuaba como si tal cosa, es decir, sin acontecimientos extraños que cualquier persona con un mínimo de humanidad debiera tener en consideración. Después regresé a mi cuarto, me metí en la cama, practiqué una relajación durante quince minutos y me quedé profundamente dormido.
Fue la señora Teresa, la patrona, quien a la mañana siguiente encontró el cadáver de don Demetrio. Los dos nos abrazamos llorando. El medico dijo que había muerto de un infarto y que tal vez se habría salvado de haberlo cogido a tiempo. Telmo le dijo a la policía que oyó a alguien andar por el pasillo a las tres de la madrugada. Parecía como si ese cabrón de arribista estuviera haciendo méritos para cuando entrase en el cuerpo. Pero no le prestaron el menor caso, tal vez por su cara de buldog o su aspecto de indigente callejero. El diagnóstico del médico no pudo ser más acertado, pues al día siguiente lo corroboró la autopsia, y a los dos días enterramos a don Demetrio en el cementerio de la Almudena. Yo le compré una corona de flores. 
Por fin, a la semana siguiente, la patrona me dijo que podía ocupar su habitación. Ni que decir tiene que me convertí en el hombre más feliz del mundo, si bien he de reconocer que por las noches, durante unos meses, empecé a oír unos murmullos muy raros, como si una voz me riñera o algo parecido desde dentro del armario. Me dije que seguramente serían imaginaciones mías. Ahora estoy casado, tengo tres hijos, una suegra y varias cuñadas. De vez en cuando le rezo unas oraciones al pobre Demetrio. También he ordenado a la asistenta que una vez al mes quite el polvo a todos sus libros. Al fin y al cabo, fue como un padre para mí, nombrándome además su heredero universal. Qué menos puedo hacer por él.



FIN    

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