I
La decisión de Juan David parecía tan firme como la mirada de un muerto. No utilizaría aquel dinero para pagar la matrícula de la academia de verano, sino para comprobar de una vez por todas a qué saben las mujeres cuando hay luna llena. Eligió su traje gris claro, una camisa blanca y la corbata azul marino que le había regalado su madre por Navidad. También se aplicó doble ración de colonia después del afeitado. Después salió a la calle, paró un taxi y a las once en punto de la noche entraba en un puticlub de la plaza de Santa Ana. El corazón le latía como a un cazador solitario delante de un elefante en plena embestida. Nunca en su vida había visto una cosa igual. Allí dentro olía a tabaco y a escobas mojadas, y aquel lugar no parecía otro invento que una choza en mitad de la selva africana. La luz no era roja, como él esperaba, sino violeta; y las paredes y el techo estaban forrados de pura vegetación tropical; la barra y los taburetes iban a juego y estaban hechos de madera y cañas de bambú. Claro que el mayor espectáculo, además de las chicas, lo proporcionaba el negro con camisa hawaiana que había detrás de la barra. Juan David, como un estafermo en medio de la puerta, no parpadeaba viéndole preparar los cócteles. Ese tipo sabía cómo imprimir un ritmo de mambo a la coctelera, y qué cosas más raras hacía con los brazos, como si tratara de deshacerse de ellos. Al fondo de la barra, sobre unas estanterías repletas de botellas de licor, había un letrero de luz entre violeta y azul que decía: NIGHT CLUB HAWAI.
Juan David, a pesar de sus nervios, contó al menos siete chicas vestidas de hawaianas. Todas llevaban el típico tocado de flores de papel en el pelo, los collares, las muñequeras, el brazalete y unas falditas muy cortas y de un colorido vivísimo. Era una delicia ver cómo se movían al compás de la música, una música que no era propiamente la de Hawai, tan bucólica y como de otro mundo, sino que había una alternancia regularizada entre el mambo caribeño y la samba de Brasil. Media docena de hombres sudorosos y en camisa llevaban el ritmo con las caderas y daban vueltas sobre sí mismos, tratando de no derramar la copa de cóctel que llevaban en una mano ni la ceniza del cigarro que sujetaban en la otra. Cada cliente estaba acompañado por una de las chicas y entre todos tenían organizado como una especie de kermés más o menos heroica.
Quien se dio cuenta de la presencia de Juan David fue la única chica desocupada. Juan David se la quedó mirando y ella se acercó hasta la puerta para recibirlo. Tal vez era demasiado alta para él, pero no tenía otra opción que aceptarla, a no ser que prefiriera comenzar un deshonroso y cobarde repliegue militar. Pero el chico estaba tan paralizado por los nervios que sin darse cuenta se vio al instante apoyado en la barra e invitándola a la primera copa. Cuando de un trago dio buena cuenta de su cóctel, un cóctel que llevaba una porción considerable de whisky de Kentucky y algo menos de vermut rojo, Juan David se percató de que el amor de su vida tenía los ojos más negros y brillantes y la sonrisa más amplia y blanca que jamás había tenido tan cerca de su cara. Pues fue un beso con sabor a fresa, puro narcótico, lo que sus labios sintieron después de haberse relamido con el Manhattan que el negro le había preparado. A Juan David le pareció imposible que ninguna mujer de este mundo pudiera tener los labios tan blandos y la lengua tan jugosa y dulce como la que acababa de besarlo.
--¿Cómo te llamas?
--Juan David.
--Dime la verdad, ¿cuántos años tienes?
--Dieciséis, pero tengo dinero.
--Si tienes dinero, cariño, todo lo demás no importa.
La chica le dijo que se llamaba Tania y también que procurara beber más despacio, saboreando cada sorbo como si fuera el último de su vida. Tania trató de trasmitirle toda la sabiduría que atesoraba acerca de la noche, como que un hombre borracho no vale ni para mirar de frente a la vida y mucho menos para amar a una mujer. Tania era sabia y a casi ningún cliente habitual de la casa le gustaba beber con ella. Decían que les desnudaba el alma con la mirada. No en vano, adivinó enseguida la procedencia del dinero que Juan David llevaba en el bolsillo. Acertó a la primera. Pero le dio pena de él y trató de administrárselo como una buena amiga. Más que nada para que el placer de estar con ella le durara toda la noche. Y tan buena labor contable llevó a cabo que cinco minutos antes de que el negro de la camisa hawaiana cerrara el club, del fajo de cincuenta billetes que Juan David había llevado, todavía le quedaban tres para cualquier emergencia que se presentara.
Juan David, en un momento de lucidez, se dio cuenta de que al lado de aquella mujer, el tiempo se precipitaba en la nada a la velocidad supersónica de los astros. Además, el deseo le ardía bajo los pantalones como un fuego de campamento. Fueron cuatro horas maravillosas y de un aprovechamiento ejemplar para un chico de su edad. Por ejemplo, Juan David terminó sabiendo acerca de los beneficios y la labor preeminente de la musculatura facial para besar con pasión a una mujer; también empezó a tener muy claro la importancia de la delicadeza para acariciar y saborear con astucia la piel de su amante; acabando por tasar como es debido la importancia estética de un culo prieto y elevado de miras en el conjunto de la anatomía femenina, y en consecuencia la manera de amasarlo sin violentar las formas ni molestar a la dueña, pero, sobre todo, Tania le dejó muy claro todo lo referente a la educación y el cariño que hay que poner en el trato con cualquier mujer, sea cual sea su posición económica o clase social.
Juan David asimiló en aquellas cuatro horas las normas más elementales que un hombre debe cumplir en su relación sentimental con las mujeres, si bien le faltaba el conocimiento práctico de lo más importante, aquello por lo que había decidido malversar el dinero destinado al pago de la academia. Por tal motivo su mirada era triste y parecía decepcionado. Había gastado todo su caudal en salvas de vísperas y seguía sin probar aquello tan maravilloso de lo que hablaba todo el mundo, es decir, seguía tan entero como cuando se había levantado por la mañana.
Sin embargo, Tania volvió a dar muestra de su aguda intuición femenina al darse cuenta de cuáles eran los verdaderos intereses del chico y de lo frustrado que se sentiría si se marchaba de vacío. De modo que apiadándose de él le dijo de esta manera:
--Ahora tú te vienes a mi casa.
--Casi no me queda dinero.
--El dinero, cariño, a veces no lo es todo.
II
Ambos desecharon la idea de tomar un taxi, y agarrados de la mano prefirieron dar un paseo hasta la casa de Tania. Era noche de sábado y la temperatura agradablemente veraniega. Aún había mucha animación de gente joven por el centro de Madrid. Ella vivía en la calle de la Fuente, como a unos quince minutos andando desde la plaza de Santa Ana. Juan David se sintió muy aliviado al comprobar que Tania ya no era tan alta ni tan exótica como en el club, pues no sólo se había cambiado de zapatos, sino que llevaba otro vestido, uno más apropiado que el de hawaiana para ir por la calle. De cualquier forma, seguía siendo más alta que él, pero se trataba de una diferencia que a Juan David no le importó asumirla con cierta humildad. Tania en realidad ya sólo era una chica normal y corriente con dolor de pies y ganas de llegar a casa y meterse en la cama. Tampoco Juan David se sintió demasiado incómodo al calcular que probablemente ella le doblaría la edad.
Al llegar al nueve de la calle de la Fuente, Tania abrió no sin dificultad la enorme puerta de madera. Tanto la luz del zaguán como la de las escaleras no funcionaban, así que le pidió a Juan David que se agarrara de su mano para guiarlo sin problemas. Las pisadas en el suelo de madera de las escaleras sonaban lentas y blandas. El corazón del muchacho empezó a latir como el de un caballo en plena carrera. No era inquietud lo que sentía en medio de aquella oscuridad, pero en verdad no las tenía todas consigo. La desconfianza empezó a surtir efecto en él y Tania notó enseguida aquel desasosiego por la sudoración de su mano, así que se paró en un descansillo y lo besó en la boca con mucha ternura. Juan David reaccionó y supo enseguida que algo bueno le esperaba si tenía paciencia y lograba mantener la calma.
--Procura no hacer ruido para no despertar a mi abuela –le dijo.
El piso estaba en el tercero y dentro tampoco había luz, así que Juan David procuró seguir de la mano de aquella Ariadna improvisada. Tania abrió un par de puertas antes de llegar al dormitorio. Entonces, sugirió al chico que se sentara en la cama mientras ella iba un momento al cuarto de baño. Por el balcón entraban unos rayos de luz procedentes de la farola del otro lado de la calle. Juan David empezó a distinguir que la cama, con uno de esos catres niquelados y antiguos, estaba arrimada sobre la pared del fondo, y justo enfrente se levantaba la silueta de un armario de dos cuerpos con un espejo en cada puerta. A un lado de la cama estaba la mesilla de noche y, a su izquierda, una silla, un perchero y un tocador.
Del otro lado de la pared le llegó el típico sonido del vaciado de una cisterna. A Juan David no le hizo demasiada gracia aquel ruido tan grosero, volviéndose a notar intranquilo y como fuera de lugar. En un instante, tanto la excitación que había sentido en el club como la euforia alcohólica que le había dado tantas agallas se le habían evaporado como por ensalmo, y el único deseo que le rondaba era verse de nuevo en su cuarto y metido en su propia cama, aunque fuera tan solitario como siempre. Aquella experiencia que vivía en aquel preciso momento no era ni por aproximación la que él siempre había imaginado.
De repente, al mismo tiempo que venía la luz, se abrió la puerta de la habitación con un estruendo escalofriante. Una anciana con el pelo tan alborotado como el de una loca, desdentada y como de unos noventa años, apareció dando unos gritos aterradores. A Juan David se le aceleró el corazón hasta el delirio y corrió tanto y tan desesperadamente que a su paso no sólo derribó a la vieja, sino varias sillas que se pusieron por delante, convirtiendo además en añicos algunos objetos de porcelana antes de dar con la puerta del piso. Los escalones de las escaleras los bajó de tres en tres, pateando la madera como una estampida de búfalos. Una vez en la calle, después de haber luchado a muerte con la pesada puerta del zaguán, se puso a correr sin saber muy bien hacia dónde, notando a los pocos minutos que le faltaba el resuello y que todas sus vísceras trataban de salírsele en un vómito desesperado.
Un rato después, sin saber cómo había llegado hasta allí, apareció en la Plaza Mayor. Juan David se sentó en un escalón de piedra, bajo uno de aquellos soportales, tratando de tomar la mayor cantidad de aire posible para apaciguar una respiración agitada y violenta. Y es que, sin duda alguna, se había llevado el susto más terrorífico de su vida. La cara espectral y desencajada de aquella vieja gritona y medio cadáver no la olvidaría jamás. Para colmo de males, la imaginación le jugó una mala pasada al sembrarle la duda de si aquella vieja era en verdad la abuela de Tania o la propia Tania transformada en la bruja que siempre había sido.
El servicio de limpieza embalsamaba los últimos destrozos de la madrugada. Felipe III seguía firme sobre el caballo de piedra y la luna era como un plato grande de porcelana blanca suspendido sobre los tejados de la plaza. Una media hora tardó Juan David en sosegar la respiración y volver a la normalidad. Después, lentamente, emprendió el camino de su casa.
FIN
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