I
Sucedió
la noche de su pelea con aquel colombiano que tenía la pegada de una mula. A Fred
Bucanan le habían ordenado que se dejara noquear en el quinto asalto para cobrar una bolsa
de cinco de los grandes. Todo en dinero negro. Y así lo hizo. Pero cuando llegó
a casa con el pómulo tumefacto y la ceja inflamada, comprobó que su novia había
vaciado los armarios y se había largado sin dejar el detalle de una nota de
despedida. Claro que al boxeador no le habría importado demasiado aquella fuga de gata callejera si no llega a ser porque, además de los cincuenta mil
euros que guardaba en el doble fondo de un cajón del armario, la muy pécora también
cargó con los veinte trajes que, a fuerza de puñetazos y algunas costillas
rotas, él había conseguido comprarse a lo largo de quince años de profesión.
Unos trajes que le sentaban, según decía todo el mundo, como a uno de esos tíos
medio maricas que exhiben modelos en las pasarelas. No en vano se trataba de trajes
confeccionados a medida por uno de los mejores sastres de la calle Serrano. Pero
con ella también volaron más de ochenta camisas de la mejor calidad y más de
cien corbatas de seda elegidas con todo mimo y cuidado para que hicieran juego con
el traje elegido en cada momento. Menos mal que los veinte pares de zapatos
seguían en su sitio, todos muy bien colocaditos, como en parada militar u orden
de batalla. Parecía como si los zapatos fueran del todo superfluos en el nuevo
destino que esa mujer pretendía para la ropa de Bucanan. Así que dos preguntas
no dejaron de martillear las maninges del boxeador en aquella noche: cómo había
podido ella descubrir el escondite del dinero y, sobre todo, para qué carajo
necesitaba todos los trajes.
Ella se llamaba Mirta Ramos y era cantante de jazz. Fred la
conoció una noche en que ella actuaba en el Casino de Madrid. Dicen que
cantando se parecía mucho a Billy Holiday, sobre todo cuando interpretaba esa
canción titulada “Lover man”. La verdad es que se trataba
de una de esas mujeres que parecen estar hechas para que los hombres pierdan la
cabeza en las noches de luna llena. Mirta tenía la piel muy blanca, era morena
y el pelo se lo rizaba como si deseara despertar una mañana siendo una cantante
negra de Nueva Orleans. Sin embargo, tenía el inconveniente de que sus ojos
brillaran tan azules como un mar calmado en una tarde de verano.
Fred
Bucanan le recorrió el cuerpo con la mirada mientras ella cantaba, y le debió
gustar demasiado todo lo que imaginó bajo los destellos de aquel vestido
plateado de lamé. Así que después del espectáculo la invitó a tomar unas copas de
champán en su mesa. Ella se dejó querer porque también le llegó muy dentro lo
que tenía delante de sus ojos. No es que sea Bucanan un tipo demasiado guapo,
sobre todo por culpa de esa nariz partida a conciencia justo en medio de la
cara, pero por otra parte las mujeres aseguran que tiene cuerpo de bailarín más
que de boxeador, única razón de que le sienten a la perfección cada uno de sus
trajes. Él mismo dice que los trajes son el mayor tesoro que ha conseguido en la vida. El
caso fue que él y ella a simple vista se gustaron nada más conocerse, un
flechazo en toda regla, y una semana después la pareja ya hacía vida en común
en el piso del boxeador. Por desgracia, aquel idilio no consiguió llegar al mes
de existencia.
II
Después
de tres horas de insomnio, Fred empezó a creer que desde el primer momento de
sus relaciones, la cantante tuvo una clara intención de desvalijarlo sin piedad.
Al principio, no quería admitirlo y buscó en lo más escondido de su conciencia por
ver si habría cometido alguna falta que a ella le hubiera molestado, pero a
medida que pasaban las horas le aumentaba la certeza de que había sido víctima
de un atraco con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. De
modo que cuando Mirta se llevó, además del dinero, los trajes y todo ese montón
de camisas y corbatas que él guardaba como un tesoro en el armario, bien sabía que
apuntaba a la misma línea de flotación del boxeador. Fred no era nadie sin sus
trajes. Pero no lo dejó desnudo del todo, sino que apiadándose de él permitió
que una chaqueta de sport y unos pantalones grises de franela aún colgaran de
una percha del vestidor. Sin embargo, de los fajos de billetes que se llevó no
dejó ni las cajas de zapatos en donde estaban guardados.
Fred
Bucanan no acudió a la policía. Primero quería meditar sobre lo que había
ocurrido y, si fuera posible, resolverlo por un sistema mucho más íntimo y
familiar que el puramente policial. Así que a los pocos días contrató los
servicios de un detective privado. Se confesó con él y le pidió que se empleara
a conciencia en la búsqueda de aquella ladrona sin escrúpulos. Mientras tanto,
él se estuvo entrenando para afrontar su tercer combate amañado de la
temporada. Corría todas las tardes quince kilómetros en el circuito del retiro,
más preocupado por conservar la figura de bailarín que por mantener la forma
física de cara a la pelea. En realidad, su única preocupación profesional de
aquel año, el año sin duda de su retirada, era caer en la lona de la forma más
convincente posible para que el público no se diera cuenta de la comedia que
representaba. Fred Buchanan tenía como boxeador un palmarés muy respetable y
también la dificultad de un exceso de años para cargar con ellos en el ring. En
realidad ya le habían caído de pleno los treinta y ocho. Así que la última
temporada en activo como púgil tenía que servir para ganar un buen montón de miles
de euros, aunque fuera prestándose a los enjuagues económicos de los
promotores.
El
detective tardó más de un mes en dar con Mirta Ramos. La encontró en un club de
la calle Aribau de Barcelona. Había cambiado el nombre por el de Lisa Campos.
Sin embargo, cometió el error de elegir una ciudad que sería la primera en que
el sabueso levantaría todas las alfombras y miraría en cada tugurio donde se
cantara algo parecido al jazz. La investigación fue de lo más completa, ya que
Fred Bucanan fue enterado de que la nueva Lisa vivía con otro hombre, un joyero
de cincuenta años de la calle Mallorca que llevaba dos años viudo, y también que
en la sombra había un chulo dirigiendo todos sus pasos. El chulo era nada menos
que un jockey retirado, un tal Jimmy Sánchez, que no mediría más de uno
cincuenta y siempre llevaba en la boca le un mondadientes dorado. Fred
Bucanan recordó haber visto a un tipo así en la barra del club de Madrid donde
solía cantar Mirta. No entendía cómo una mujer que medía descalza más de uno
setenta pudiera estar a expensas de una cucaracha semejante.
III
Así
que el boxeador se presentó una noche, vestido con un traje nuevo, impecable, en
el club que le había indicado el detective. La actuación de Lisa ya
estaba en el tramo final del repertorio. Fred Bucanan se colocó al fondo del
local, en un extremo de la barra, y estuvo observando todo lo que ocurría a su
alrededor. Lisa vestía el mismo traje plateado de lamé que llevaba la noche de su encuentro en el Casino de Madrid. Y también estaba igual de atractiva y si cabe más deseable
que nunca. Casualmente, ella cantaba “Lover man”, su canción preferida, y él notó
cómo en las tripas se le apelmazaba el mismo cosquilleo que siempre sentía al
oír aquella voz, ligera y mansa, como un suave regato de primavera que le
atravesara el alma de orilla a orilla. Pero también se dio cuenta de que en la
primera fila de mesas había un hombre solitario que, más que mirarla con ojos
enamorados, la contemplaba como un imbécil babeante ajeno a la desgracia que
estaba a punto de sucederle. No podía estar equivocado, ese alelado tenía que ser
el joyero de la calle Mallorca, no en vano lucía un enorme anillo con una
piedra negra que no pasó inadvertido a la observación inquisitiva del boxeador.
Además llevaba ropa de calidad, un detalle que un hombre elegante como él no
podía dejar de valorar como se merecía.
Naturalmente,
en la barra se encontraba el jockey con el mondadientes dorado dándole vueltas en
una boca llena de dientes amarillos y picudos. Como había bastante luz, advirtió que ese tipo tenía la piel oscura, como de muerto recién embalsamado. Sin duda estaba allí para
vigilar de cerca el desarrollo del plan, tal como habría hecho mientras la
cantante estuvo con él en Madrid. A Fred Bucanan se le llevaban los demonios
pensando que había sido víctima de un tipo que casi no llegaba al borde de la
barra. Pero lo peor fue que el muy cabrón llevaba puesto uno de sus trajes. Al
principio no daba crédito a sus ojos por el tamaño del cuerpecillo del jockey,
pero él sabía que ese traje era uno de los suyos porque en el ojal de la solapa
brillaba con luz propia la insignia de su cofradía gastronómica. El boxeador
quedó maravillado del perfecto trabajo de jibarización que el sastre había
conseguido. Dedujo enseguida que los demás trajes habrían sufrido la misma
operación reductora. Desde luego, el traje que llevaba puesto le sentaba al
enano casi mejor que a él. Era sin duda una obra de arte. No pudo reprimir una
sonrisa de admiración por un trabajo tan bien realizado.
A
la mañana siguiente, Fred Bucanan llamó por teléfono al joyero y le puso al
corriente de la aventura que iba a correr si decidía seguir encoñado con la
cantante. Después se acercó a la pensión donde vivía el jockey, preguntó por él
y le obligó a devolverle todos los trajes. Los repasó uno a uno y por un
momento creyó que eran los de un niño de ocho años. También le quitó el
dinero que tenía en la habitación, unos cuarenta mil euros, y como fin de
fiesta le dio tal puñetazo en la nariz que lo dejó sangrando y empotrado en el
armario donde había guardado el botín. Fred Bucanan no se preocupó demasiado
por el paradero del mondadientes dorado. Seguramente, el jockey se lo habría
tragado o rodaría hasta meterse debajo de la cama. A Mirta Ramos, Lisa Campos o
como quiera que se llamase, ese mismo día por la tarde la encontraron muerta
sobre la cama del joyero de la calle Mallorca. Ese tipo le cortó el
cuello con el mismo diamante que ella pretendía llevarse escondido en un hueco
del sostén. Así lo declaró el joyero en la comisaría de la calle Layetana. Y es
que Jimmy Sánchez, el jockey, la llamó por teléfono para que huyera a uña de
caballo y afanara ante de irse lo que buenamente pudiera. La policía, como era
de esperar, molestó durante un tiempo a Fred Bucanan, pero fue más por el tongo
de su último combate que por la muerte de la cantante y el encarcelamiento del
jockey. Al parecer, la justicia también tiene sus protocolos.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario