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24 de marzo de 2012

MAFIOSOS

A la política española le iría fenómeno la comparación con una película de mafiosos. No sabe Coppola los guiones que escribiría si se diera un garbeo por la España imperial. El padrino se quedaría como encogido de conocer las troteras de ínfima laya que campean por los senados de este país de garitos selváticos. Un país donde parte de la clase política ha devenido mafiosa en una metamorfosis siniestra, igualito que en el inquietante y envidiable relato de Kafka.
Porque el hecho insólito de contemplar a dos sindicalistas de la ralea gatuna de Martínez y López defendiendo la honorabilidad de Ignacio González, nos hace sospechar que algo huele a podrido en el Retiro madrileño. Tal vez una ardilla muerta. Un servidor lo tiene más que comprobado: cada vez que unos políticos se alían contra natura o son bujarrones o el dinero les golpea en el pecho como una roca volcánica. No sé si don Ignacio será culpable de algo, pero sí les digo que ya es imposible silenciar el desolado rumor de los cascos de la mula. Una mula, por cierto, demasiado tozuda como para obedecer por debajo de las blasfemias de su amo.
Prohibido blasfemar, salvo en las cuestas arriba, decía un cartel callejero en uno de los pueblos de Cela. Y la política española pretende subir cuestas demasiado empinadas para el fardo tan pesado que arrastra: el caso Gúrtel, los ochocientos millones de los ERE andaluces, el atraco del campeón de los tontos a las gasolineras gallegas, el vagón escondido del 11M, la faena de aliño de la policía sevillana en el caso de Iván Chaves y, para colmo, ahora esto del piso de Estepona del vicepresidente de la Comunidad de Madrid, don Ignacio, un chico de cuya mirada parece que penden prismas de cristal de Murano, es decir, como si no hubiera roto un plato en su vida. Sin embargo, así suelen ser las cosas y, la verdad, no sé de qué se extraña uno a estas alturas de la comedia. Espero, al menos, que el piso lo tenga bien decorado, no como uno en el que me alojé hace algún tiempo en esa localidad, que más parecía el cubil de un marajá de las mil y una noches que el aposento de un turista accidental como yo.
Al fin y la cabo, la estética siempre es el problema. Por ejemplo, reunirse en una gasolinera para recoger la mordida resulta de un mal gusto intolerable. Una ordinariez así debería ser un agravante que aumentase la severidad penal de la sentencia judicial. Ni que decir tiene que si uno llegara algún día a la condición de político, Dios no lo quiera, resolvería todas mis prevaricaciones y enjuagues en la Suite Presidencial del hotel Ritz de Madrid. En mi opinión, un escenario de esta categoría debería constituir, por el contrario, un sustancial atenuante al delito. También, como es natural, evitaría emponzoñar mi lista de corrupciones tratando abiertamente con sindicalistas despechugados. Y, mucho menos, si éstos son consejeros de algún banco y ganan más que todos los ministros juntos, como ese tal Martínez, secretario de la UGT madrileña. ¿Hay algo más hortera que un millonario suplantando a un jurásico Robin Hood? Confieso que si yo fuera político tal vez robaría más que Luis Candelas, pero les juro que pondría todo mi empeño en no delinquir contra el buen gusto. No en vano he leído el librito que al respecto escribió Galvano della Volpe, nada romántico, por cierto, como todos los marxistas, pero muy claro en lo que se refiere al trato mafioso con sindicalistas millonarios. ¿O no fue en el libro de Della Volpe? De cualquier manera, un imponente crepúsculo verdoso agoniza tras las ventanas de la política española. ¿No oyen ustedes el oleaje desesperado de la muchedumbre?

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