EL NIETO DE HEMINGWAY
De repente decidió viajar a Marbella. Se había enterado de que un nieto de Hemingway daba una conferencia en esa ciudad. Él por entonces escribía una especie de novela sobre el escritor americano y pensó que era una ocasión inaplazable no sólo para conocer de cerca a un Hemingway, sino para enriquecer su trabajo. Por otra parte, Marbella siempre le resultó uno de los lugares costeros más agradables de España. El mes de Julio estaba a punto de terminar y no hacía demasiado calor. De modo que hasta las circunstancias ambientales se habían conjurado para que el viaje se hiciera realidad.
Tardó ocho horas en llegar. Por el camino sólo hizo un par de paradas. La primera fue en Trujillo para comer un bocadillo y comprar una botella de vino tinto. Pero la botella estaba un poco caliente y había que enfriarla como fuese. Entonces, recordó que Hemingway, cuando viajaba en compañía de sus amigos para ir a los toros, llevaba siempre el vino en un recipiente con hielo. Así que paró en un supermercado de las afueras del pueblo y compró un cubo de plástico y un paquete de hielo. El vino ya podía viajar en perfectas condiciones de temperatura. Pero no fue hasta llegar a Jerez, en un bar de carretera, cuando descorchó la botella. ¡Maldición! El vino estaba demasiado frío. Los aromas no acudían al reclamo de la nariz y en la boca parecía un jodido refresco. Pensó que Hemingway, durante los viajes, debía de beber siempre algún vino rosado. Los rosados no sólo aguantan bien el frío, sino que lo requieren, igual que los blancos. Él se sabía de memoria la vida y costumbres de Hemingway y recordó que, cuando viajaba por Italia, al maestro le gustaba beber un Valpolicella, pero aquí en España, por aquellos años cincuenta, sin demasiadas marcas donde escoger, pensó que llevaría consigo algún clarete de Cigales o alguno de los buenos rosados de la Rioja. Al final, decidió tomarse, acodado en la barra, dos copas de un rosado navarro que le ofreció el camarero. Sólo le quedaba hora y media de coche y calculó que un par de copas sería suficiente para que los últimos kilómetros no fueran demasiado aburridos.
A las siete de la tarde cruzaba el arco de Marbella. Después de una ducha reparadora en el hotel, se puso ropa limpia y a las ocho en punto se presentó en el lugar de la conferencia, uno de los salones del Hotel San Cristóbal. Había mucha expectación por los pasillos y la gente se agolpaba en la puerta de la sala. Él tuvo que propinar algún que otro codazo para conseguir entrar y coger sitio. Al final, tuvo suerte y se hizo con una silla de la tercera fila, casi enfrente de la mesa del conferenciante.
Apareció John Hemingway. Enseguida se dio cuanta de que se parecía a su padre, Gregory Hemingway, Gigi, el más pequeño de los hijos del escritor. John es un muchacho de unos cuarenta y cinco años, moreno, de mediana estatura y bien parecido. Después de haber trabajado en un libro sobre Hemingway durante un par de años, él sintió un ligero cosquilleo en las tripas al ver en persona a uno de sus nietos. En el fondo sólo era un sentimental y sabía que se había encariñado más de la cuenta con el personaje.
La conferencia de John Hemingway versó sobre el tema de su último libro. Un libro que trata en su mayor parte de las relaciones tormentosas entre su padre y su abuelo. Pero lo que más le llamó la atención fue el grado creciente de palidez que tomaba el rostro del conferenciante a medida que contaba los pormenores de esta relación. Incluso hubo un momento en que el chico se echó a llorar. La verdad es que el joven Hemingway había conseguido acongojar a todo el mundo. Pero, por lo general, a la gente le gusta emocionarse, así que al terminar le dedicó un magnífico aplauso. Muy cariñoso.
Pero llegó la hora de las preguntas. Ochocientos kilómetros son demasiados para irse de allí con las manos vacías. Por eso decidió soltarle un directo a la mandíbula. En realidad, sólo quería saber si su padre, Gregory Hemingway, estaba enterado, antes de casarse con Valerie, de que ésta había sido la última amante de su abuelo Ernest. El público guardó un silencio de teatro abandonado. El nieto de Hemingway se puso aún más pálido de lo que ya estaba. Se notaba que el pobre chico quería huir por la escalera de incendios. A nadie le extrañó, en consecuencia, que su respuesta, después de algunos balbuceos, tuviera algo que ver con los cerros de Úbeda, como vulgarmente se dice. Pero había que darla por buena.
Al final de la conferencia, alguien organizó una cena en honor de John Hemingway. Así que el homenajeado y media docena de desconocidos se fueron a la terraza de un restaurante italiano. Él también se apuntó. Quería salvar el viaje como fuera. Y después de un par de copas de Chianti, decidió excusarse ante John por haberle lanzado una pregunta tan endiablada. Pero él nunca supo si en verdad aceptó sus disculpas. El chico estaba muy cansado, tenía sueño y él supuso que le horrorizaría seguir hablando del cabrón de su abuelo. Así que decidió dejarlo en paz. La verdad es que John Hemingway no quiso saber nada de él en toda la cena. Al menos, se comportó como si no existiera, dándole a entender que podía irse al infierno. De repente, uno de la mesa sacó una guitarra y se puso a cantar flamenco. Fue la señal para que él terminara su tarta de “mascarpone”, apurara la copa de vino y saliera de allí con la agilidad de una anguila vieja. Como si nada hubiera sucedido.
FIN
10 de marzo de 2012
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