Resulta que una mañana estaba yo en un bar de Manhattan. Era uno de esos bares que por dentro tienen varias clases de sofás corridos
de color rojo. Al principio puede parecer que los sofás están forrados de piel
buena, pero luego te das cuenta de que son de una clase parecida al vinilo que,
si pasas tiempo sentado, te hace sudar como un corredor de fondo en carretera.
Bueno, pues allí estaba él. Yo lo conocí por la fotografía que ponen en la
solapa de sus libros, una en la que sale de frente con su cara anchota, la nariz
de boxeador y una mirada penetrante, como si el muy cabrón quisiera verte por
dentro.
Enseguida
se dio cuenta de que lo miraba. Así que se levantó y vino hacía mí con una
sonrisa de oreja a oreja. Me dijo que se extrañaba mucho de que un vivo como yo
pudiera ver a un muerto como él. Claro que él estaba en que yo no sabía quién
era él, como pensando que servidor era uno de esos miles de millones de
incultos que andan por el mundo. Cuando le dije que era un honor para mí
saludar a Raymond Carver, uno de los mejores escritores de relatos de la
literatura americana, se quedó de piedra. Téngase en cuenta que Carver lleva
muerto la friolera de veinticinco años.
Me dijo
que de vez en cuando se venía a Nueva York más que nada por recordar viejos tiempos.
Nueva York fue siempre la ciudad donde más a gusto solía beber, sobre todo
porque nadie sabía quién era. Todo el que lo conoce sabe que Carver en su
juventud bebía como una esponja, pero que se pasó completamente seco los
últimos diez años de su vida. Y, según me dijo, gracias a la ayuda de su
segunda esposa, la poetisa Tess Gallagher, que sigue viva y que sea por mucho
tiempo.
Pues sí, un tipo atormentado
este Carver cuando estaba vivo y un magnífico escritor de relatos. Ya lo creo.
Dijeron de él que era el Chejov americano, pero yo no creo que se parezca demasiado
a Chejov. Ni de lejos. Por lo menos en el estilo. Creo que esa idiotez la dicen quienes no han leído a Carver ni
tampoco a Chejov. En mi opinión, no quiere decir nada el hecho de que Carver
escribiera una historia acerca de la muerte del maestro ruso. Una maravilla de
historia, por cierto. Anagrama la tiene publicada en un libro que se titula
“Tres rosas amarillas”, donde se recopilan otros relatos de Carver.
Todo los escritores de
cuentos tienen a Chejov como su santo patrón y algunos le rezan todas la
noches. Pero ahora resulta que se han cambiado las tornas y es él, Carver,
quien ocupa la peana del santo. Porque nadie que ahora quiera escribir un
cuento puede dejar de leer a Carver. Sería como el que quisiera saber algo de los
agujeros negros sin leer a Stephen Hawking. Así se lo dije a Carver y le hizo
mucha ilusión. Creo que empezamos a tomar confianza el uno con el otro.
Por eso me contó que estaba
en Nueva York con el fin de arreglar viejas rencillas con Gordon Lish, el editor
de la revista “Esquire”, quien tuvo la desfachatez de manipular el texto de
alguno de sus relatos, tachando palabras sin permiso y cambiando finales como si
fueran las ruedas pinchadas de un coche. Una licencia que Carver no le habría
perdonado ni a su propio padre. Maldita sea, pero cada vez que nombraba a ese
tal Gordon se ponía de un humor de perros, como si se lo llevaran los demonios.
--Esta noche me le aparezco
y le doy el susto de su vida y tal vez de su muerte –dijo Carver levantando el
vaso de güisqui y aumentando a conciencia el brillo de su mirada--. Por mi madre que ese cabrón se va a acordar de mí.
En cambio me habló muy bien
de Robert Altman. Carver me dijo que su mujer, Tess Gallagher, había tomado la decisión
correcta al permitir que se hiciera la película. Y también afirmó que el comportamiento de Altman fue de lo más exquisito, y también que había realizado un trabajo impecable al lograr
cierta unidad con al menos una docena de sus relatos. Le dije que esas
historias las había publicado Anagrama con el título de Short Cuts y que la
película se titulaba en español “Vidas cruzadas”. Carver confesó que después de
la muerte de Altman estuvo hablando con él y que Altman le comentó algo sobre la
terrible dificultad que había tenido al tratar de mezclar todos esos grupos de
personajes, cada uno perteneciente a una historia distinta, y después incluirlos en un
mismo guión. Pero como digo, a Carver se le notaba contento cuando se refería
al trabajo de Altman. Muy contento. Aunque Altman tuviera que descerrajar
alguna historia y añadir un par de papeles de su propia cosecha. Me refiero al personaje
de la cantante de jazz, magnífico por cierto, y a la violonchelista, una
preciosidad. Si mal no recuerdo, creo que eran madre e hija. Una idea espléndida por lo bien que encajan esas dos
mujeres y lo que significan como nexo de unión entre las historias.
Pero Carver empezaba a estar
harto de hablar de su obra, lo que me pareció todo un milagro para ser escritor,
así que empezó a contarme cosas de la muerte y del Más Allá.
--Lo bueno que tiene esto de
estar muerto –me dijo--, es que por mucha grasa que comas, nunca te sube el colesterol. Y, para que se entere de una vez, no existe eso que los vivos llaman el
Más Allá. Me refiero a que todo es lo mismo. O sea que el Más Allá no es otra
cosa que el Más Acá, salvo que se encuentra en una dimensión diferente, y por
eso los vivos no pueden ver a los muertos, pero sí a la viceversa, que es de lo
más entretenido. Menos en lo que respecta a su caso, claro, que ya me dirá lo raro
que tiene que ser usted para poder ver más lejos de lo posible.
Entonces empezó a contarme lo
saludable que resulta eso de estar muerto. Aseguró, por ejemplo, que de muerto
la bebida no hace daño al hígado y que tan sólo alpista un poco, lo justo para
ponerse contento y querer a todo el mundo. A todo el mundo, naturalmente, que
no se llame Gordon Lish y haya sido editor del Esquire. Encima, según él, uno no
tiene que pagar en los sitios, ni en los bares ni en el cine ni en los museos
ni en el fútbol. Y las posibilidades de trasladarse a donde uno quiera y se le
antoje son infinitas y siempre en primera clase.
--Por ejemplo –me dijo
Carver--, a mí me gusta mucho andar zascandileando por el mismo pueblo donde la palmé.
¿No sabe usted cuál ese lugar? Pues ese lugar se llama Port Angeles y está en
el estado de Washington, nada que ver con la capital federal, joder, que todo
hay que decirlo. Allí tengo una
habitación perenne en un hotel y en esa habitación trabajo en mis nuevos
relatos. Porque si uno ha sido escritor en vida, lo normal es que siga siendo escritor después de diñarla. Y si en vida dicen que fui el inventor del “realismo sucio”, que no sé
lo que es, de muerto, maldita sea, yo creo que he inventado el “realismo
funeral”. No en vano mis nuevas historias tratan de muertos que echan de menos la vida, y de otros, muy al contrario, que no quieren volver a estar vivos. Y también escribo de cómo algunos difuntos regresan tan
contentos a la vida en forma de funcionarios municipales, otros de políticos corruptos y también
de cómo una mayoría volverá a encarnarse en tipos del tipo soplapollas, que es lo más
vocacional y lo que más abunda en los catálogos genéticos de
por aquí. Y le aseguro, amigo mío, que se trata de una especie inextinguible. Se lo juro, joder, pero es que los soplapollas, maldita sea, están de moda. Cómo se lo diría.
acivantosmayo@gmail.com
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