2 DE OCTUBRE DEL 2014
DIARIO
Lo que mejor le sentaba a Ramón era la moto con
sidecar. Ustedes me dirán que soy demasiado frívolo para escribir sobre
literatura, pero les aseguro que Ramón, sin esa moto con sidecar, no habría
sido lo mismo. Quiero decir que nadie lo conocería, ya que esa
moto le servía para repartir los folios que había escrito por todas las
redacciones, como si fuera el cartero municipal de sí mismo. Ramón se ajustaba
uno de esos cascos con aspecto bélico y unas gafas enormes que le ponían ojos
de abeja ponedora y se lanzaba por las calles de Madrid en plan de repartidor
de greguerías, mirándose al pasar en las lunas de los escaparates, esos espejos
callejeros donde uno da rienda suelta, no sólo al narcisismo más ordinario,
sino a la necesidad perentoria de saber que uno ocupa un lugar material en el
espacio y que no se es ningún fantasma ni cosa parecida.
Yo a
Ramón lo llevo leyendo desde hace años y siempre vuelvo a él cuando dejo de
darme importancia y compruebo que lo más sencillo y banal resulta a veces lo
más gratificante para el espíritu y el alma, que yo no sé si son de la misma
geometría o hay que distinguirlos y va
una cosa detrás de la otra y como en fila india. Me refiero a que hay temporadas en que uno anda
tratando de atrapar la trascendencia a toda costa, y, como al final, el
andamiaje suele venirse abajo, pues eso, que me refugio en la lectura de Ramón
y Ramón nunca me decepciona. A veces pienso que la trascendencia sólo es
posible si uno se coaliciona previamente con el barro del mundo, enfangándose hasta bien arriba, y hasta es probable que al final se termine amando al mundo como si fuera una novia.
Pues eso es lo bueno que
tiene Ramón, ya que consigue divisar este mundo a nivel subatómico, si
consideramos a las cosas más insignificantes y raras como sus partículas
elementales. Para Ramón todo lo que hay en el mundo son objetos que tienen vida
y que tienen alma, incluidos los seres humanos. No vayan a creerse, pero las
personas son para él como artilugios de feria y cosas más o menos útiles que
sienten como las cosas.
Nadie como Ramón, por
ejemplo, para avisar de la importancia del chubesqui que calienta una de las
salas del café, me refiero, claro, a la estufa de la Botillería de Pombo. Ese
chubesqui es para Ramón uno de los personajes más parlanchines e importantes de
la tertulia. Tan importante, desde un punto de vista sentimental y estético,
como necesario para no pasar frío y no coger la gripe o la peste obligatoria y ocasional de la época. Este
chubesqui de Pombo no solo calienta con su presencia el cuerpo serrano de los
tertulianos, sino también les reconforta el alma, que tan necesitada está, como
digo, de un buen trozo de mundo y Ramón sabe de sobra que hay que dárselo.
En ese
libro tan suyo que se llama “Pombo”, Ramón no se olvida de la presencia benefactora y
trascendental del chubesqui, y les juro que el lector, después de leer unas
líneas, se piensa que el chubesqui es un tertuliano más y que tras cerrar el
café, a pesar de ser un chubesqui, también se va a poner el abrigo para volver a
su casa y contarle a la parienta lo entretenida que ha estado la tertulia del
señor Ramón y sus amigos los del retrato de Solana.
Como digo, yo empecé muy
pronto a leer todo lo de Ramón. Pero a Ramón hay que saber cómo entrarlo, ya
que requiere del lector un saber estar muy especial, y les juro que hay que presentarse ante él con tanta devoción como en misa y hay que santiguarse. Quiero decir que así como a Heidegger hay que abordarlo con
las neuronas bien afiladas y esgrimiendo las armas de la lógica, a Ramón,
después de que uno se arrellane a conciencia en una buena butaca, hay que saborearlo
primero llevándolo por el camino del corazón, que es el único órgano humano preparado
para entenderlo. Me refiero a que el corazón es el único artilugio capaz de elevar
todo lo sencillo a categorías estéticas y supongo que también a la viceversa. Y es ahí, entre ventrículos,
precisamente, donde se genera todo un océano de sentimientos y emociones, que
es para lo que estamos aquí y nos hace ver que aún respiramos y cosas así.
Si alguno de ustedes nunca
ha leído a Ramón, le recomiendo que primero se decida por su “Automoribundia”,
que es una autobiografía que lleva directamente al centro neurálgico del “ramonismo”, es
decir, al Ramón en estado puro. Yo seguiría después por ese cuarteto tan suyo que forman "Senos", “El rastro”, “El alba” y ”El
circo”. No obstante, me permito aconsejarles que todo lo lean muy despacio, poco
a poco, ya que las prisas con Ramón suelen empachar tanto como una bandeja de
dulces muy dulces a la hora de la merienda.
Ramón es un escritor sin
género, pues si bien él ha escrito y probado de todo, al final nada resulta ser
lo que pretende ser. Si a Ramón hubiera que incluirlo en las listas
escalafonarias de algún género concreto, yo diría que sólo el “ramonismo” se ajustaría,
claro está, a lo que él representa de verdad. Ramón sólo responde ante Ramón, que es su único
género. Claro que alguno dirá que el
género verdadero de Ramón es la “greguería”, pero la “greguería” no es un
género en sí, sino la partícula elemental, el bosón de Higgs, volvemos a la
física subatómica, de su estilo literario,
o sea, la fundamenta o cimentera de toda su obra, por así decirlo. Decía Ramón que a
él, las greguerías no le salían de la cabeza sino de la vejiga, ya que las
meaba hasta dormido. ¿Pero qué es una greguería? Pues para mí, en mi opinión,
reitero, es una clase muy especial de metáfora que relaciona, a base de buen
humor, medio mundo con el otro medio. Naturalmente, la clave, como en todo, es el
ingenio y la imaginación del escritor, y ese es el problema para los que
carecemos de ambos dones. Por ejemplo, “las flores que no huelen son flores
mudas”. Ramón, aquí, en esta greguería, equipara la carencia de olor
en alguna flor con la falta del habla en las personas mudas.
Parece sencillo después de leer la frase, pero a ver quién
escribe algo así en primera instancia, como el que no quiere la cosa. Ramón era
un genio, pues nadie que no sea un genio puede decir que “los chinos comen
tocando el tambor”. Un genio, sin duda, del ingenio.
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