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3 de noviembre de 2014

DOROTHY PARKER





Dottie, amor, me ha gustado mucho ver esa fotografía donde estás con tus dos hijos. El chico es alto y guapo, todo un hombre, y la chica parece de lo más hermosa. Está muy claro que dentro de nada se va a convertir en una mujer deslumbrante, igual que su madre. De paso te diré que he ocupado la mañana en leer algunos de tus relatos. Los tengo todos reunidos en un solo libro. Así que sentado en una butaca de la terraza y con el mar a mi espalda, se me han ido las horas volando. También las olas muertas rompían en blanco casi sin sentirlas. De vez en cuando me levantaba para ir a la cocina y prepararme un café. Una pena que se hayan terminado esas mariconadas de galletitas que no dejan azúcar en la sangre. Pero lo bueno es que la casa ha permanecido en silencio todo el rato. Los vecinos han terminado con la mudanza y con sus ruidos feroces de muebles y lavadoras. Hasta siempre, amigos. De modo que he agradecido esta paz como si fuera un premio que me cayera del cielo raso.
Mi querida señora Parker, recuerdo muy bien la primera vez que nos saludamos. Fue en el hall del Hotel Algonquin de Nueva York. No estoy muy seguro pero creo que no llevabas ni seis meses en el otro mundo. Yo me acerqué a ti para que me firmaras uno de tus libros de relatos. También me acuerdo, señora Parker, que aún te envolvía el intenso olor a güisqui que de viva solías llevar contigo. Un aroma que aún echan de menos tus incondicionales. Pero te comprendo muy bien. Imagino que será difícil quitarse de encima los vicios de la vida para cambiarlos por los de la muerte. Sin embargo, ya deberías saber que eres una privilegiada al poder experimentar vicios nuevos, sobre todo si éstos son de otra dimensión y salen gratis tanto en lo que se refiere a la salud como al dinero.
Te dije en aquel hall del Algonquin que me había gustado mucho el relato que titulaste “Una rubia imponente”. Claro que ahora no me acuerdo de qué va esa maldita historia. Lo cierto es que desde hace algún tiempo me viene fallando la memoria. Te juro que si no fuera por lo que es, me gustaría morirme antes de tiempo, te lo digo en serio, aunque sólo fuera para disfrutar y recuperar algunas lecturas olvidadas, como ese relato tuyo. Me han dicho que todo vuelve a funcionar como un reloj suizo después de la muerte. Recuerdo que Hemingway, la noche en que se apareció en mi cuarto vestido de cazador de leones, me confesó que nunca se había sentido de mejor humor que tras descerrajarse aquel tiro. Claro que tú ya debes conocer muy bien las infinitas ventajas de eso tan interesante y misterioso como es el estar de invitada de pleno derecho en el país de las hadas. 
¡Ah, sí! Creo que ya me acuerdo del argumento de la rubia imponente. Lo siento pero no me negarás que detrás de esta historia hay todo un océano enfurecido por tu propia tristeza, la misma que siempre te acompañó por el mundo, aunque aparentaras una jovialidad que no sentías. Porque, en el fondo, este relato no es otra cosa que la historia de una mujer que, por el sólo hecho de estar siempre alegre, nadie le consiente su derecho ni a la melancolía ni tampoco a finalizar con éxito un coma barbitúrico. Así que la señora no tiene más remedio que seguir con la bebida para responder a las exigencias de los demás.
Cuando te dije que era un relato que demostraba tu inteligencia y tu profundo conocimiento del ser humano, se te infló tanto la vanidad que me invitaste a cenar. ¿Lo recuerdas? Pero no cenamos tú y yo solos, como uno esperaba, sino que me presentaste a tus amigos del círculo vicioso y me sentaste con todos ellos a esa mesa redonda del comedor del Hotel Algonquin. Una de las mesas redondas más famosas de la historia de la literatura americana.
No obstante, deberías reconocer, señora Parker, que el único miembro de esa mesa cuya fama ha llegado a nuestros días se llama Harpo Marx. De los demás no hay nadie que en realidad sea famoso en esta época nuestra del 2014. La única famosa, amor, digamos que eres tú y no del todo, porque te aseguro, querida, que sólo lo eres en círculos de lectores muy selectos y cultos. Y eso que entre los demás comensales se encontraba, un respeto, Donald Ogden Stewart, uno de los mejores guionistas de todos los tiempos, con un Oscar en sus vitrinas por “Historias de Filadelfia”. Lo mismo te digo de Harold Ross, el periodista que en 1925 fundó nada menos que la revista “The New Yorker”. Y la fundó con el único fin de presentar batalla a “Vanity Fair”. Claro que tampoco deberíamos olvidarnos de Edna Ferber, la autora de novelas tan famosas como “Cimarrón”, “Gigante” y de tantas otras obras que fueron llevadas al cine por los mejores directores de Hollywood.
Claro que lo único que no entiendo de ti, mi querida señora Parker, es por qué, siendo una Rothschild, ya que Rothschild es tu verdadero apellido, se te ocurrió una tarde entonar nada menos que “La Internacional”, paseándote puño en alto por las aceras atónitas de la Quinta Avenida. Sí, amor, recuerda que ibas en compañía de John Dos Passos, que por entonces era más rojo que una alfombra de Hollywood. Naturalmente, nadie puede entender que una chica como tú, de buena familia y tan inteligente, brindara una propaganda gratis a un asesino en serie como Stalin. ¿No fue eso lo que escribió Edmund Wilson? Ahora que estás muerta supongo que habrás aprendido que los problemas personales, incluidas las neurosis de alta gama, no se curan abrazando causas políticas que pretendan mejorar el mundo, como si el mundo fuera mejorable más allá de todo lo mejorable que pueda ser el ser humano. De cualquier forma, esa fotografía en la que estás, como digo, puño en alto, cantando carmañolas comunistas, me parece de una ingenuidad conmovedora. Y por eso te quiero y te sigo leyendo con todo el placer que me permite el estruendo ensordecedor de los vivos, que no dejan leer a nadie.
Por cierto, tus relatos los he colocado en mi librería justo al lado de los de Eudora Welty, Flannery O´Connor y Willa Cather. Espero que las cuatro os llevéis como de familia y os sintáis cómodas, tranquilas y sin problemas de convivencia. Al menos, si alguna vez os afilaseis las uñas para arreglaros mutuamente el maquillaje, procurad que los ríos de carmín no lleguen al suelo y empapen la moqueta de rouge. Aún no la he pagado y es de las caras.
acivantosmayo@gmail.com




        

         

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