I
Como
todas las mañanas, Hadley le preparó el desayuno. Dos huevos fritos, un par de
rebanadas de pan con mantequilla y un tazón de leche con achicoria. Hadley se
cubría los hombros desnudos con la toquilla negra de lana que le había regalado
Gertrude. La mesa de la cocina no era muy grande. Apenas podían desayunar los
dos juntos. Hemimgway era poco hablador recién levantado, sobre todo si la
noche anterior hab
las caderas y le ponía una nota de color rojo en las mejillas. Hadley
había engordado mucho después de haber dado a luz al pequeño Jack, que dormía
feliz en la habitación de al lado.
ía abusado del alcohol, que era lo habitual. Claro que
también ella, por acompañarlo, abusaba casi todas las noches. A Hemingway la bebida apenas le
dejaba huellas, pero a Hadley le redondeaba
--Tenemos que dejar de beber –dijo ella.
--Deja tú si quieres –contestó Hemingway sin mirarla.
--Por favor, no des voces. Vas a despertar a Bumby.
--Yo no doy voces, maldita sea.
Esa
mañana Hemingway se puso el chándal y cogió del armario unos guantes de boxeo que
le había regalado su padre cuando volvió de la guerra.
--¿Vas
a pelearte con alguien? –le preguntó Hadley.
--Con
un tipo que es amigo de Scott. Supongo que será otro niñato de Princeton. No
creo que esté a mi altura. En realidad, aún no he conseguido pelear en París con
nadie que lo esté. Salvo con ese presumido de Harold, que consiguió aguantarme nueve
de los diez asaltos.
Hem
soltó los puños al aire, primero el izquierdo, luego el derecho, uno, dos, uno,
dos; realizó un par de respiraciones profundas y se golpeó el pecho como un
gorila. Después comprobó que llevaba el
cuaderno adecuado. También afiló un par de lápices y, sin mirar a su mujer,
salió del piso y corrió escaleras abajo. No quiso darse cuenta de que ella le seguía
con la mirada y que algunas lágrimas empezaban a brillarle en los ojos.
Hadley
sabía que él iba detrás de una chica inglesa que acaba de llegar a París. Pero estaba
segura de que a la inglesa sólo le interesaban los hombres ricos y Hem no solía
llevar más de diez francos en el bolsillo. Pero siempre sienta muy mal que tu
marido se interese por otra mujer. Sobre todo si se trata de una mujer de
mundo, más sofisticada que tú, más delgada y mucho más elegante. Pero esa es
otra historia.
Hemingway
solía escribir por las mañanas en un café que se llamaba La Closerie des
Lislas, muy cerca de su casa, pero ese día había quedado con Scott en el de la
Rotonde, algo más abajo. Scott le dijo que se pasaría por allí con su amigo sobre
las doce, así que Hem pensó que tendría más de dos horas para escribir antes de
que llegara. Había que terminar la novela que tenía entre manos desde hacía más
de cuatro meses. Se trataba de su primera novela, aunque él afirmara que era la
segunda. Hemingway le dijo a todo el mundo que había una novela terminada en la famosa
maleta que Hadley perdió en la Gare de Lyon. Pero en realidad nadie se creía
semejante patraña. Y mucho menos sus mejores amigos.
El
Café de la Rotonde está en la esquina del Boulevard de Raspail con el de
Montparnasse. Ya empezaba a haber gente. Hemingway percibió al entrar un aroma
de cruasanes calientes. Nadie se extrañó que fuera en chándal, ni siquiera
Picasso, que hablaba acaloradamente con su marchante alemán.
--Hola,
Hem –dijo el pintor--. ¿Vas a ir esta tarde a casa de Gertrude? Nos ha invitado
a una taza de chocolate.
--Allí
nos veremos –respondió Hemingway.
--Yo
iré con Fernande.
--Y
yo con Hadley.
--Alice
me ha pedido que le enseñe a preparar los picatostes.
Hemingway
se sentó cuatro mesas más a la derecha de donde estaban el pintor y su
marchante, muy cerca de una ventana. Cuando se acercó el camarero, un tipo
moreno y con unos enormes bigotes, le pidió una copa de calvados. Después abrió el cuaderno y se
puso a escribir. No le molestaban los ruidos metálicos que producían las
cucharillas al golpear con la porcelana de las tazas. Ni los vasos que
entrechocaban unos con otros. Ni tampoco el murmullo incesante de las
conversaciones. Hemingway escribía como un poseso, sin mirar a ningún lado. Sin
tener en cuenta lo que pasaba a su alrededor, como si no existiera otra cosa
que la historia que estaba escribiendo.
Scott
Fitzgerald se presentó en el café a las doce en punto. Vestía un traje de
verano de un color muy claro, casi blanco. Llegó con un joven de unos veintidós
años. Un tipo mucho más delgado que Hemingway, pero de su misma altura. Se
llamaba Morley Callaghan y llevaba un traje gris oscuro, bastante arrugado. Con la mano derecha
sujetaba una bolsa verde de lona. Hemingway tardó en levantar la vista del
cuaderno. Cuando se dignó a mirar, quedó muy sorprendido.
--Joder,
Morley, no me digas que eres tú el que va a pelear conmigo.
--Le
pedí a Scott que no dijera nada para darte una sorpresa.
--¿Pero
qué haces tú en París?
--He
venido a pasar unas semanas. Me vuelvo a Canadá a final de mes.
Resulta
que los dos púgiles habían coincidido como periodistas en el “Toronto Star”.
Callaghan era como unos cinco años más joven que Hemingway, pero siempre habían
sido buenos amigos. Así que se quedaron charlando como una media hora más en el
café. Después salieron los tres para el gimnasio, uno que había en la plaza de
Saint Germain y donde conocían de sobra a Hemingway. Los tres amigos andaban
muy despacio, como si ninguno tuviera ganas de empezar la pelea que
habían concertado.
II
El
verano acababa de entrar y ya se notaba algo de calor en París. Por el camino,
Hemingway y su amigo Morley siguieron dándole vuelta a los recuerdos de cuando se dedicaban al
periodismo. Scott sonreía y escuchaba en silencio.
--Oye,
Morley, ¿cuando has aprendido a boxear? Estás seguro de que quieres cruzar los
guantes conmigo.
--En
Toronto me dieron unas clases de boxeo. ¿No te importará que hagamos un poco de
ejercicio? Creo que nos vendrá bien a los dos. ¿No te parece, Hem?
--Como
tú quieras, amigo.
El
gimnasio olía a una mezcla de sudor, cuero y linimento. El ring lo tenían
reservado para la una en punto. Era la hora perfecta porque la
gente se iba a comer y no volvía hasta mucho más tarde.
Los
dos púgiles pasaron a los vestuarios y se vistieron con la ropa adecuada para
la pelea. Morley se puso un pantalón corto de seda roja y una camiseta sin
mangas del mismo color. Hemingway se quedó con el pantalón del chandal y el torso
completamente desnudo. Parecía uno de esos osos pardos de los cuentos de
Faulkner.
Después
de realizar unos cuantos ejercicios de calentamiento, ambos le pidieron a Scott
que se encargara de contar los asaltos y cronometrar su duración.
--Scott,
no se te olvide de que la pelea es a diez asaltos y cada asalto ha de durar
tres minutos exactos. Ni un segundo más ni un segundo menos. Aunque no creo que
lleguemos hasta el final –le dijo Hemingway, guiñándole un ojo.
--De
acuerdo, Hem, no te preocupes.
Todo
ocurrió más rápido de lo previsto. Hemingway era un tipo fuerte y tenía los
brazos muy largos, y estaba claro que pegaba como una mula, pero también era
lento de cintura y sus movimientos denotaban demasiada rigidez en sus
articulaciones. Callaghan, no era tan fuerte, ni su pegada tan terrorífica,
pero al ser más delgado que su rival, se movía por el cuadrilátero como una
ardilla.
Hemingway
no lograba colocar ninguno de su golpes. Y su respiración se hacía cada vez más
fatigada. En realidad se le notaba mucho más cansado que a Callaghan, que se
movía y giraba por la pista con la soltura de un bailarín de ballet clásico.
Lo
terrible fue que a Fitzgerald, quien no se perdía detalle de lo que ocurría en
el ring, se le olvid
ó mirar el cronómetro, permitiendo
que el asalto siguiera su curso más allá del tiempo reglamentario. Hemingway ya
no podía con su alma. Apenas le quedaba aire en los pulmones. La bebida tenía sin
duda mucha culpa de su mala forma. Así que Callaghan, dándose cuenta de las
dificultades de su oponente, empezó a castigarle los costados. Hemingway, al
principio, encajaba los golpes con mucha solvencia, pero pronto empezó a
resentirse y al final no pudo con un terrible derechazo que Callaghan le propinó
en la mandíbula, cayendo en la lona todo lo grande que era. Hemingway estaba
noqueado.
Cuando
Fitzgerald advirtió que había cometido un error al no mirar a tiempo el cronómetro,
prolongando más de un minuto aquel primer asalto, en vez de callarse, fue a disculparse
con Hemingway, que empezaba a salir de su atontamiento en los vestuarios.
--Lo
has hecho a propósito, maricón de mierda –le soltó a bocajarro, mientras se
aplicaba una bolsa de hielo en el pómulo izquierdo.
--Te
juro Hem que ha sido un despiste sin ninguna intención de perjudicarte. ¿Es que
no vas a perdonarme?
La
palabra perdón jamás tuvo cabida en el vocabulario de Hemingway, que abandonó el
gimnasio sin cruzar palabra con sus dos amigos. Lo cierto es que iba completamente
abatido y soltando espuma por la boca, como un perro herido y rabioso. Incluso
a Callaghan, que lo creía no sólo cómplice sino instigador de la maniobra, no
volvió a saludarlo en todo el verano, como si los buenos tiempos del periódico
se hubieran diluido en el aire. Curiosamente, ningún amigo de Hemingway se
atrevió a comentar aquel combate delante de él. Si bien sonrieron al saber quién
había sido el ganador. Incluso Hadley no encontró la manera de entristecerse.
FIN
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