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29 de marzo de 2014

EL CONDE DE MONTECRISTO



28 de marzo del 2014
DIARIO

Ayer celebramos el cumpleaños de Marigel en un restaurante desde el que contemplamos en altura un pueblecito de casas blancas, un pueblo que de tan inclinado y reluciente me pareció a punto de resbalar por la ladera de la montaña camino del mar. El pueblo se llama Ojen y en el restaurante que digo se come muy bien porque mi amiga Floren sabe cocinar a la perfección todo lo que se proponga, sobre todo el “pollo tajín”, al que añade unas papas fritas, tal como yo le sugerí, rompiendo por las buenas la ortodoxia mora/moruna de la morería. También resultó muy fino y saludable el aguardiente blanco de Cortegana, algo farruco al principio del trago, para luego dejar en calma la cosa estomacal y así todo por dentro se vuelve como más limpio, brillante y esplendoroso. O sea, puramente académico. Claro que el primer vaso, como digo, atempera, pero el segundo nubla los conceptos y adiós a la sensatez, adiós al señorío y, en consecuencia, sean bienvenidas las metafísicas y las vueltas del tiovivo.
Una vez en casa sigo escribiendo acerca de la afición taurina de Hemingway. Digo yo que por ver si encuentro el filón y saco adelante a la familia, aunque sea a costa del pobre señor, un tipo que no me ha hecho nada y, si bien fue un mal escritor, según dejó dicho Borges, también lo soy yo y tampoco es motivo como para cebarse con nada ni con nadie. Claro que el muy cabronazo, me refiero a Hemingway, no sabía un carajo de toros y se puso a pontificar sobre la materia como si fuera el mismísimo don José María de Cossío, que según el maestro Umbral perdía aceite por los ojales del abrigo, lo mismo que el americano, como creo que ya hemos dicho.
Pues hasta las tantas, una vez en casa, estuve escribiendo. Y ya por la noche, después de cenarme la sopa de fideos, me puse a ver una película por la televisión, una de Clint Eastwood, con el inspector Callahan y su pistolón de caño largo.. El argumento trata de un asunto de venganzas, y es que a mí la venganza resulta que es un tema que me apasiona, produciéndome por dentro un placer extraño y como que no debe estar muy bien, pues ya sé que la venganza es moralmente reprobable, pero he de reconocer que a mí el tema me produce una emoción inigualable, una emoción que no sería conveniente reprimir ni mirar para otro lado. Quiero decir que yo disfruto cuando contemplo que alguien se venga de alguien a base de bien y sin miramientos. Desde luego, un servidor, en la vida real, sólo ha sufrido en sus carnes cierta venganza por parte de la vida, por así decirlo, pero, en cambio, aún no he tenido oportunidad de vengarme de nadie, aunque no sé si tendría valor llegado el momento. Pero de lo que sí estoy seguro es, como digo, del placer que experimento con las venganzas ajenas de ficción, tanto en la literatura como en el cine. Una de las películas que más he disfrutado desde siempre ha sido, claro está, “El conde de Montecristo”, una de esas venganzas maravillosas, inteligentes, sin contemplaciones y que, incluso, si me apuran, llega a saberme a poco. Así es, gracias a esta película descubrí, siendo yo muy niño, el delicado y primoroso placer de la venganza. Ni que decir tiene que Alejandro Dumas, a tenor de esta historia, conocía muy bien los fondos abisales y cenagosos del alma humana. Por lo menos de la mía. O sea que para mí la venganza es un placer sensual, como el fumando espero de Sara Montiel, y una emoción inigualable, pero creo yo que el placer sólo llega hasta el instante preciso en que se perpetra, porque segundos después debe quedarse uno con mucho frío por dentro y con la sensación de haber sido engañado tal vez por un exceso de expectativas. De la vida y sus placeres, una vez consumados, tengo para mí que hay que esperar más bien poco, tal vez tan sólo el recuerdo, si es que a uno no le cercenan la memoria, como está de moda. De ahí la eterna búsqueda de lo inmutable.


25 de marzo de 2014

THE SUN ALSO RISES


Sábado, 22 de marzo del 2014
DIARIO

Todo el día en Málaga. Me dicen que el gran ambiente que hay es gracias al festival de cine. Por cierto, la última película que he visto es esa tan graciosa de la que tanto hablan: “Ocho apellidos vascos”. Se comenta que a los vascos no les hace ninguna gracia que España entera prorrumpa en un floreo de carcajadas a cuenta de ellos. Pero hay que reconocer que estos sevillanos arriman mucha gracia para reírse de todo lo que se les antoja. Los vascos no deberían molestarse por esta burla inocente. Demasiado poco para el sufrimiento que esos jóvenes dandis de la Eta han provocado tanto en su tierra natal como en el resto de España. Claro que mucho peor que las bombas y los disparos ha sido esa estética vasca de la chapela, el calimocho y el me cago en “sos”, que yo todavía no sé a qué demonios se refieren con eso del “sos”, ni creo que lo sepa jamás. A no ser, claro está, que la cosa venga por la cursilería de utilizar un sucedáneo de la blasfemia y se conformen con la rima a cuenta de no pasar una temporada en galeras o levantando bolas molondrónicas por un tiempo indefinido.   
El caso es que la mañana malagueña, cálida y soleada, termina entre cervezas, boquerones fritos y la manzanilla de Sanlúcar. Después nos invitaron a comer en casa de unos amigos, Pepa y Rafa Narváez, que tienen un piso precioso en pleno centro de la ciudad. En la comida ocho amigos damos buena cuenta de unas botellas de vino blanco, un excelente moscatel de la tierra, muy seco para variar y unos chupitos de orujo, que me cago en "sos"por lo fuerte, joder, como si uno fuera vasco, navarro o del mismo Galdácano.
Durante la sobremesa me preguntan sobre Hemingway. Curiosamente, todo el mundo se extraña cuando afirmo que no comprendo las razones que movieron a los suecos para darle el Premio Nobel. Desde mi punto de vista, Hemingway es, junto a mí, uno de los peores escritores que ha dado la historia de la literatura. Incluso, perdonen la inmodestia, pero, si él es el último del escalafón, yo me considero el penúltimo. Ya saben ustedes lo que dijo esa víbora de Borges al enterarse de su muerte: “Seguramente, se ha quitado la vida al darse cuenta de lo mal escritor que era”.
Su primera novela se titula, como ya saben, “The sun also rises” (“Fiesta” para sus amigos españoles), y, desde mi punto de vista, no es la peor de todas, pero si ustedes la leyeran con detenimiento se darían cuenta de que no hay una línea en que no insulte a sus amigos; sobre todo a Harold Löeb y a lady Duff Twysden, sin dejar de señalar levemente a personas que tanto le querían como Donald Ogden Stewart, ganador de un Óscar por el guión de “Historias de Filadelfia”, y a Cayetano Ordóñez, del que se puso celosísimo por las atenciones que éste tuvo con Hadley, la primera mujer de Papá Hemingway. Eso sí, al menos tuvo la precaución de disimular sus identidades con nombres ficticios, aunque todo el mundo supo enseguida quiénes eran los damnificados.
Otra cuestión que Hemingway dejó bien clara en esta novela es que él no entendía una palabra de toros, demostrándolo más tarde con otro libro sobre la Fiesta: “Muerte en la tarde”, donde deja manifiestamente palpable su ignorancia en la materia. Nadie puede escribir un tratado taurino, creyéndose doctor honoris causa, para, entre otras idioteces, criticar la tauromaquia de Juan Belmonte, que es el padre del toreo moderno.
Y no hablemos de su tercera obra sobre toros: “El verano peligroso”, escrita con el único propósito de destruir la imagen del gran Luis Miguel Dominguín, uno de los toreros más poderosos que ha dado la fiesta de los toros. Claro que, como ustedes ya saben, lo hizo con el fin de realzar la figura de Antonio Ordóñez, del que parecía estar perdidamente enamorado, según cuentan las lenguas doblemente afiladas de la época.
No se lo creerán, pero Papá Hemingway iba el muy cabrón a pelo y a pluma. Un asunto escabroso para aquellos tiempos en que los armarios no se abrían desde dentro. El armario de Hemingway lo abrió una amante despechada, Jane Mason, que contó a su psicoanalista lo que Hemingway le había confesado acerca de los jóvenes púberes y no tan púberes que se había tirado. Lo malo fue que el hijo de perra del psicoanalista lo divulgó a los cuatro vientos mediante un artículo de prensa, liándose la de San Quintín entre sus incondicionales y no digamos entre sus enemigos, que justificadamente los coleccionaba y los había de cualquier tipo, condición y pelaje. Lo malo fue que su amigo y primer editor, Robert McAlmon, confirmó la verdad luminosa que encerraba el artículo del psicoanalista, revelando públicamente que él se había acostado con Hemingway. Es decir, que la cuestión quedó zanjada para siempre, salvo para aquellos que no quieren ver lo que tienen delante.

Pues bien, mientras estuvo en París, tengo la sospecha, sólo la sospecha, de que Hemingway anduvo en relaciones con un joven escritor que se llamaba Glenway Wescot, autor de una novela titulada “El halcón peregrino”, muy aceptable, por cierto. Así que, sin ánimo de ofender a nadie, como el que no quiere la cosa, me permito la libertad de que la fotografía del joven Wescott encabece el diario de hoy. Hasta la semana que viene.

20 de marzo de 2014

HEMINGWAY Y LOS TOROS


Miércoles, 19 de marzo del 2014
DIARIO

Lo más importante de una mañana es que el tiempo se alargue para trabajar cuanto más mejor. Por ese motivo lo aconsejable es levantarse antes de las ocho y estar sentado delante del ordenador como muy tarde a las ocho y media, dejando volar a sus anchas a ese galgo corredor que es el tiempo, hasta que a las dos en punto suene la campana anunciadora de la manzanilla en flor, las aceitunas altivas y, como el que no quiere la cosa, su poquito de gambeteo por si el mundo se acaba.
Por la tarde, después del café con pastas, me pongo a ver los toros de Valencia. Magnífica corrida y maravillosa resurrección de Finito, que hoy me ha emocionado más que ninguno y al que un presidente ignorante y una afición tan ciega como los ninots de las fallas han negado la puerta grande.
A lo largo de la corrida, se me ha ido entonando la idea de escribir alguna cosa sobre la afición taurina de Hemingway, y el caso es que nada más terminar el festejo me he puesto manos a la obra y, sin darme cuenta, me llevo trajinados cerca de seis folios, pero ya son más de las tres de la madrugada y como que me caigo de sueño.
Hemingway escribe tres obras, sólo tres, para reflejar su pasión por los toros. La primera es una novela, Fiesta, en la que concede un papel protagonista a un torero, Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, y también en ella analiza sus sentimientos acerca de una corrida celebrada por San Fermín en 1923. La segunda obra se titula “Muerte en la tarde” y es una especie de ensayo taurino escrito con el fin de enseñar a los americanos lo que hay de cultura en la fiesta de los toros. Y el tercer libro es “El verano peligroso”, donde relata con pelos y señales el periplo que él y sus amigos realizaron por toda la geografía española con el fin de presenciar las corridas en que intervenía Antonio Ordóñez. También relata, con total y absoluta parcialidad, incluso con cierta maldad, la relación entre este torero, Ordóñez, y Luis Miguel Dominguín, sentenciado a muerte en cada frase que escribe sobre él.
Antes de cerrar los ojos me doy una vuelta por los cementerios de Paul Valery. En general, me emociona la poesía que me cuesta entender, la que no se deja aprehender a la primera, ni a la segunda, sino que sólo aparece diáfana en su entendimiento cuando uno ya no espera nada de ella. Y Valery es así: cerrado, misterioso, huidizo, filosófico. Quiero decir que, a pesar de su hermetismo, me gusta leer, una y otra vez, las veinticuatro estrofas del “El cementerio marino”, y espero que un día se haga la luz y uno pueda estar a la altura que Maruja Mayo, mi madre, esperó siempre  de mí. De momento, me conformo con disfrutar de las imágenes poéticas y pensar que un día, inesperado, desgarraré por fin el velo de la diosa.

14 de marzo de 2014

CAMPBELL´S SOUP


Miércoles, 12 de marzo del 2012
DIARIO

Cuanto menos, todo esto resulta una gran gilipollez, pero lo que pretendo confesaros es la razón de por qué todas las noches me ha entrado la costumbre de cenar simplemente una sopa, unas veces de una cosa y otras de otra, por no repetirme. Ya sé que no es una historia como para interesar a nadie, incluso parece tonta, pero os juro que me apetece contarla tal vez porque así, desahogándome, le hago justicia a este gran migo mío, Manolo Urtiaga, que me llenó el estómago de inquietudes extrañas, y él es, por tanto, el único responsable de que uno haya caído en trance de encantamiento, pues creo que me puso en el vino un filtro malignizado de alguna cosa, casi estoy seguro, puesto que enseguida sentí al gusanillo de las sopas royéndome el cerebro, y desde que empezó el año, como digo, estoy cada noche sopa va y sopa viene. Ayer, sin ir más lejos, decidí darme el homenaje a base de una “minestrone” de primer orden, ya lo creo; además, estas sopas son muy fáciles de hacer, de lo más sencillo, aunque yo no suelo seguir la receta al pie de la letra sino que me dejo guiar por mi instinto y, por otra parte, improviso bastante y siempre trato de echarle gran imaginación al asunto.
Por ejemplo, una vez vertido el contenido del sobre en un cazo con un litro de agua fría se pone al fuego y con una cuchara de palo se va removiendo con mucha paciencia, dale que dale, hasta que todo el polvo quede bien disuelto y, en cuanto empiece a hervir, llevamos el fuego a fuego lento durante diez minutos, pero antes, mucha atención, ya hemos descargado en el cazo algo así como tres puñados grandes de fideos de esos finos, cuanto más finos mejor, y así dejamos cocer todo el tiempo que digo.  Pues bien, esta maravilla de agregar los fideos es precisamente la improvisación magistral de la que hablo, es decir, la ruptura de la norma, la revolución copernicana de los fogones y no esa otra vaina de la cocina de fusión, o los inventos de laboratorio del catalán y de la madre que parió al catalán y a todos sus discípulos, apóstoles y demás epígonos nitrogenados que nos envenenan desde la Guía Michelín y la caterva de tontos que la siguen. ¡Los fideos! ¡Esa es la gran verdad de la vida! ¡Los fideos!

 Pero, ahora que caigo, aún no os he contado cómo carajo he podido ser víctima de la debilidad consuetudinaria de la sopa nocherniega y cenadora, pero yo creo que por desgracia y por mucho que se diga ya nadie puede hacer nada por mí, incluso mi familia está en que estoy acabado y perdido para siempre. Y todo porque mi buen amigo Manolo Urtiaga una noche me habló de las sopas, así, por las buenas, sorprendiéndome su plática en un momento de tal debilidad emocional que, al confesarme precisamente que su pecado inconfesable es trasegarse una sopa  cada noche, como si tal cosa, pues eso, que a mí no sé por qué pero me entró tal envidia cuando me lo contó, que es que yo siento ahora algo muy fuerte por aquí dentro de la barriga, muy pasional, vamos, que no lo puedo remediar, y si yo no me cenara una sopa cada noche, igual que él, pues como que no sería persona. No lo entiendo, pero así llevo desde justo la noche de Nochevieja y para mí que esto no es plan ni es vida ni es dieta ni es nada.  O sea.

8 de marzo de 2014

DE ENTRE LOS MUERTOS

Viernes, 7 de marzo del 2014
DIARIO

Bueno, pues no sólo pensé que mi buen amigo el doctor García Marcos y yo  escribiésemos el libro sobre Hitchcock, sino que a mayores nos ayudara una psicoanalista con el fin de añadir una versión femenina al texto. Pensé que la opinión de una mujer enriquecería el libro y cerraría con éxito el círculo de las interpretaciones, pero mi gozo en un pozo, ya que tanto el doctor como las psicoanalistas a quienes se lo he pedido no han considerado interesante el encargo o no se han sentido con fuerzas suficientes o no disponen del tiempo requerido para asumir  una responsabilidad de este nivel y como que no. Algunas ni siquiera han contestado al ofrecimiento. De modo que he abandonado el proyecto hasta ver si algún día reúno los colaboradores idóneos para llevarlo a cabo y logro sacarlo adelante.  
        Esta semana, al fin, he encontrado en una librería de viejo el libro que llevaba buscando hacía algún tiempo. Se trata de la famosa novela “De entre los muertos”, de esos dos escritores franceses, Boileau y Narcejac, o sea, la novela que Hitchcock adaptó para la pantalla con el título de “Vértigo”. La novelita, porque se trata tan sólo de una novelita, no vale en realidad gran cosa, todo hay que decirlo, pero, como ustedes saben, la película, según opinan los entendidos, es la mejor de la historia del cine y hay que analizarla desde todos los ángulos posibles y probables.
Obviamente, la he leído a conciencia porque en ese momento, como digo, trabajaba yo en la cosa frustrada de Hitchcock y quería saber más acerca del personaje principal, es decir, del personaje que en la película interpreta James Stewart, para que ustedes se centren. Y, desde mi punto de vista, la lectura del libro es fundamental para entenderlo, pues si la adaptación de Hitchcock insiste más en la acrofobia del personaje y señala subrepticiamente su impotencia sexual, los novelistas ponen más énfasis, sobre todo al final, en la necrofilia que padece. Los tres trastornos psicopatológicos son más que evidentes y de eso me habría gustado tratar en el libro, conversando amigablemente con mis dos teóricos colaboradores. No ha podido ser y de veras que lo siento.
Sin embargo, he recordado que tenía en un cajón el manuscrito empezado de una nueva novela policiaca, novelucha, diría yo, y me he decidido a desempolvarlo; se titula “Réquiem por un difunto fogoso” y para mi sorpresa he descubierto que ya tengo escritos cuatro capítulos, así que me he puesto manos a la obra y ahora estoy emocionado con ella y voy a terminarla para que salga el año que viene, ya que para este próximo otoño pienso publicar, Dios mediante, la que he titulado “Misterio en el museo”. O sea que de momento estoy servido y sin noticias del jodido bloqueo del que todo escritor echa peste alguna vez en su vida y que de momento no ha levantado tienda cerca de mi casa, ni falta que hace.
Pues sí, yo también he visto por televisión la ceremonia de la entrega de los óscares y a mí, qué carajo, no sólo me ha entretenido sino que me ha dado ocasión de ver a mis actrices preferidas, aunque este año, maldita sea, me ha fallado Rebecca Miller, que es sin duda una de las señoras más interesantes de Hollywood, no admitiéndose discusión al respecto. El fallo imperdonable de esta ceremonia es, en mi opinión, ese momento feliz y luminoso en que  el personal empieza a nombrar a su mamá y a su papá y luego van ellos y ellas y sacan del bolsillo de la trenca la lista de agradecimientos y te la endosan como si leyeran la guía telefónica de Nueva York y si te he visto no me acuerdo. Se supone, digo yo, que esta gente tiene un ápice de imaginación y de talento como para dejar fuera de su minuto de sí mismo a la familia y allegados y hablar con un poco de inteligencia de su experiencia profesional y a la abuela que la vayan dando, si es que se deja la muy zorra.
Bueno, pues aún así, me entretengo y disfruto con la ceremonia. Y también me emociono. Sobre todo, cuando salen a escena las viejas luminarias de la pantalla. Claro que yo me pregunto por qué empantanos (T. Ballester) se plastifican la cara casi todas ellas. ¿Es que no saben envejecer con dignidad? Kim Novak, por ejemplo, con la cara más tersa que la barriga de un sapo, parecía una momia a la que hubieran concedido permiso para salir del cementerio y pudiera recoger su premio. A decir verdad, se me desmoronó la emoción cuando me dijeron quién se escondía bajo aquella careta de carnaval veneciano, aunque más bien se parecía a una de esas muñecas chochonas que tocan en la tómbola de la feria de mi pueblo. ¡Qué pena! Pero les aseguro, no sé si estarán de acuerdo conmigo, que se podría encontrar mucha belleza en la ancianidad si las muy pendejas se mantuviesen alejadas de toda esa caterva de cirujanos plásticos, que se comportan en realidad como el ataque de los pájaros voraces del lago Estínfalo, con sus picos afilados como bisturíes y sus instintos asesinos.
O sea que terminamos como empezamos, es decir, escribiendo sobre el cine de Hitchcock, ¡Los pájaros!, y de ¡Vértigo! en la persona de su protagonista femenina: Kim Novak. Una pena que la señora no se haya resistido a los apetitos del cirujano y el sueño de su belleza se haya escapado como una araña por el sumidero. Claro que siempre nos quedarán sus películas para adorarla como se merece. Y es que Hollywood será muy pronto no sólo una campiña de chiquillas retozonas, como lo es ahora, sino un cementerio de diosas operadas. Al tiempo.