28 de marzo del 2014
DIARIO
Ayer celebramos el
cumpleaños de Marigel en un restaurante desde el que contemplamos en altura un
pueblecito de casas blancas, un pueblo que de tan inclinado y reluciente me
pareció a punto de resbalar por la ladera de la montaña camino del mar. El pueblo se llama Ojen y en el restaurante que digo se come muy bien
porque mi amiga Floren sabe cocinar a la perfección todo lo que se proponga,
sobre todo el “pollo tajín”, al que añade unas papas fritas, tal como yo le
sugerí, rompiendo por las buenas la ortodoxia mora/moruna de la morería. También resultó muy fino
y saludable el aguardiente blanco de Cortegana, algo farruco al principio del trago,
para luego dejar en calma la cosa estomacal y así todo por dentro se vuelve como
más limpio, brillante y esplendoroso. O sea, puramente académico. Claro que el
primer vaso, como digo, atempera, pero el segundo nubla los conceptos y adiós a la sensatez, adiós al
señorío y, en consecuencia, sean bienvenidas las metafísicas y las vueltas del
tiovivo.
Una vez en casa sigo
escribiendo acerca de la afición taurina de Hemingway. Digo yo que por ver si
encuentro el filón y saco adelante a la familia, aunque sea a costa del pobre
señor, un tipo que no me ha hecho nada y, si bien fue un mal escritor, según dejó dicho Borges, también
lo soy yo y tampoco es motivo como para cebarse con nada ni con nadie. Claro que el muy
cabronazo, me refiero a Hemingway, no sabía un carajo de toros y se puso a pontificar sobre la materia
como si fuera el mismísimo don José María de Cossío, que según el maestro Umbral perdía
aceite por los ojales del abrigo, lo mismo que el americano, como creo que ya hemos dicho.
Pues hasta las tantas, una vez en casa, estuve
escribiendo. Y ya por la noche, después de cenarme la sopa de fideos, me puse a ver una película por
la televisión, una de Clint Eastwood, con el inspector Callahan y su pistolón de caño largo.. El argumento trata de un asunto de venganzas, y es que a mí la venganza resulta que es un
tema que me apasiona, produciéndome por dentro un placer extraño y como que no debe estar muy bien, pues ya sé que la venganza es
moralmente reprobable, pero he de reconocer que a mí el tema me produce una emoción inigualable,
una emoción que no sería conveniente reprimir ni mirar para otro lado. Quiero decir que yo disfruto cuando contemplo que alguien se venga de alguien a base de bien y sin miramientos.
Desde luego, un servidor, en la vida real, sólo ha sufrido en sus carnes cierta
venganza por parte de la vida, por así decirlo, pero, en cambio, aún no he
tenido oportunidad de vengarme de nadie, aunque no sé si tendría valor llegado
el momento. Pero de lo que sí estoy seguro es, como digo, del placer que
experimento con las venganzas ajenas de ficción, tanto en la literatura como en
el cine. Una de las películas que más he disfrutado desde siempre ha sido, claro está, “El conde de Montecristo”, una de esas venganzas maravillosas,
inteligentes, sin contemplaciones y que, incluso, si me apuran, llega a saberme a poco. Así es, gracias a
esta película descubrí, siendo yo muy niño, el delicado y primoroso placer de la venganza. Ni que decir tiene que Alejandro Dumas, a tenor de esta historia, conocía muy bien los fondos
abisales y cenagosos del alma humana. Por lo menos de la mía. O sea que para mí la venganza es un placer sensual, como el fumando
espero de Sara Montiel, y una emoción inigualable, pero creo yo que el placer sólo llega hasta el
instante preciso en que se perpetra, porque segundos después debe quedarse uno con mucho frío por dentro y con la
sensación de haber sido engañado tal vez por un exceso de expectativas. De la
vida y sus placeres, una vez consumados, tengo para mí que hay que esperar más bien poco, tal vez tan sólo el recuerdo, si es que a uno no le cercenan la memoria, como está de moda. De ahí la eterna búsqueda de lo inmutable.