Los
exiliados en Messolonghi preferimos decir que somos estéticamente monárquicos.
Nos repugnan las repúblicas porque la mayoría de sus presidentes son bajitos y
agropecuarios de epitelio. Y, lo que es peor, llegan al cargo elegidos por la
plebe después de vociferar en el “furbo”, como diría Villar. Esta muy bien eso
de elegir a los gobiernos y a los alcaldes y a los diputados mediante el
sufragio universal, pero la sola idea de elegir a los reyes nos produce un
sarpullido letal. También nos fastidia esa absurda sencillez y campechanía que
tratan de exhibir los monarcas modernos, tanto en su fisonomía personal como en
sus códigos protocolarios. Un rey debe hacer gala, sin tapujos ni disimulos, de
la majestad que, por nacimiento, le ha otorgado la Historia. Un rey es la
manifestación simbólica del Poder, pero no de un poder profano, sino sagrado.
Bastante han hecho ya las monarquías parlamentarias con ceder, incluso algunas
veces sin violencia, la soberanía al pueblo.
Lo
siento, pero nosotros del pueblo nunca nos hemos fiados. ¿Cómo fiarnos si aquí
en España se prefirió por dos veces a una desdicha industrial llamada Zapatero?
Y qué decir del pueblo italiano que ha despedido a un gobernante cabal como Mario
Monti, para votar a una peligrosa tropa de ineptos, empezando por el
impresentable y ridículo Berlusconi, siguiendo por la izquierda gozosa de Borsalino
y rematando con esa caricatura mesiánica, el tal Beppe Grillo, que mejor
estaría contando chistes a la sombra de las muchachas en flor de cualquier mancebía
romana.
Claro
que ahora los reyes tienen la mala suerte de la omnipresencia paranoica de los
fotógrafos. Obviamente, los monarcas saben mejor que nadie de la dificultad
para preservar hoy ligeros reductos de intimidad. Antiguamente, apenas tenían
obstáculos para huir de palacio y, por ejemplo, depositar sus canas al aire
sobre almohadones ajenos y otros cancanes de tul ilusión. Dicen que don Alfonso
XII conoció a la cantante Elena Sanz en el entreacto de una ópera de Donizzetti
titulada, qué casualidad, “La Favorita”. Si en esa época hubieran existido los
coros arcangélicos de Telecinco, don Alfonso habría tenido que ver la función desde
el abono de Canal Plus.
Sin
embargo, en el caso del actual rey de España, no nos parece de recibo que su
favorita, tras una estela de champán y maridos rotos, se exhiba de mentidero en
mentidero, fotografiándose, en contraste sublime sobre mármol blanco, los pies
desnudos, marfileños, además de glorificar ad infinitum unas uñas pintadas de
rouge. Y es que aquí todos somos fetichistas declarados y, por la artrosis,
enseguida nos tiemblan las panoplias. Encima va y dice la jai en su Tractatus rosa
(se llama Wittgenstein, como el filósofo) que, en nombre de España, ha
trabajado como embajadora en asuntos muy delicados y de naturaleza no
clasificada. Digo yo que tal vez Zapatero, un suponer, le encargara entregar
lencería fina a Evo Morales, el cocalero, para que la luzca debajo de la
chaquetilla de mayoral o para que se la regale a su parienta el día de San
Valentín. Por eso les digo que aquí estamos un poco perplejos, no sólo de lo
buena que está la favorita real, que lo está, sin ninguna discusión, ¡viva el
rey!, sino de que la gachís esté como a punto de proclamarse presidenta de la
tercera República y de llamar a don Iñaki Urdangarín para que forme gobierno.
Tal
vez uno exagere, ya lo sé, pero nadie me negará que esa rubia medio alemana y de
elocuencia soñadora ha plantado cipreses negros en el jardín de la monarquía
española. Al menos, es así como pensamos los exiliados. El rey debería
considerar seriamente la posibilidad de recuperar su salud junto al Papa
cesante, en la sosegada castidad de ese monasterio italiano de Castelgandolfo. Pero
mucho cuidado con la rima, que les conozco.
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