Hemingway lucía andares de
oso y la pegada de Max Baer. Cuando llegó a París se volvió estalinista por
culpa del monóculo de Louis Aragon y el discurso político de John Dos Passos,
quien por aquel entonces era la perla americana del comunismo soviético. No
obstante, Hemingway, a pesar de los ruegos de sus amigos, tardó varios meses en
decidirse a participar en nuestra guerra civil. En realidad, fueron los besos
de biscuit glasé de Martha Gellhorn los que le empujaron a venir en ayuda del
general Miaja y el comandante Manchón, pariente lejano de un extremo medio cojitranco
del F. C. Barcelona. Una vez en España, Hemingway se dedicó a plagiar los
artículos de Herbert Mathews, corresponsal del New York Times, a jugar al
pinacle con la Gellhorn, temblorosa dentro de su ajustado mono de miliciana, y
a beberse miríadas de martinis en Chicote, al tiempo que comparaba su hombría,
cinta métrica en mano, con la de cualquier ruso dispuesto a padecer un severo complejo
de inferioridad hasta su muerte.
Stalin,
en aquel tiempo, trataba de pescar adeptos en los caladeros intelectuales de
todo el mundo. Y no es que le gustaran los tipos de esa especie, pero los
necesitaba para su propaganda mesiánica. Y en esas lides estuvo mientras le
convino, después se olvidó de ellos o trató de asesinarlos en agradecimiento a
los servicios prestados. Una de las técnicas más sutiles que empleó Stalin para
mostrarles las bondades del comunismo fue casarles con mujeres hermosas. A
estos pobrecitos pichones les llamaba “simpatizantes secretamente manipulados”,
y a ellas, con sus besos llenos de adulaciones, “las damas del Kremlin”. Desde
luego estaban perfectamente entrenadas y dispuestas al sacrificio conyugal por
el bien del padrecito Stalin y su comunismo funeral. Moura Budberg, por ejemplo, se casó con H.G. Wells; María
Paulova con Romain Rolland, premio Nobel de Literatura; Elsa Triolet con Louis
Aragon; Ella Winter con Donald Ogden Stewart, guionista americano de la
película “Historias de Filadelfia”. Y si compraran ustedes el libro de reciente
aparición “Yo, Hemingway”, de un tal Antonio Civantos, comprobarían que mi
teoría favorita es que Martha Gellhorn fue la mujer elegida por el Komintern
para mantener encelado a Hemingway con la cosa del antifascismo, el comunismo y
otros “ismos” liberadores de la época. Pero, sobre todo, para que el escritor abandonara
de una vez el yate y la pesca de merlines y otros tiburones del Caribe.
Quiero
decir que, antiguamente, los comunistas preferían a los intelectuales famosos
como compañeros de viaje, luego se pasaron a los artistas y, en la actualidad,
prefieren a los millonarios, que son mucho más rentables y dejan mejores
propinas. Sin embargo, la faz del verdadero comunista, el comunista de toda la
vida, que difiere un infinito de estas fisonomías vestidas de Armani, es sin
duda una especie a extinguir. La verdad es que quedan pocos ejemplares, y, para
mí, habría que donarlos a la ciencia, o bien conservarlos y cuidarlos con mimo
en el coto de Doñana, junto a las demás especies zoológicas, preservando el
equilibrio ambiental de agresiones neoliberales. Desde luego, comunistas descamisados
y de pelo en pecho como Sánchez Gordillo, el valiente asaltador de esos nidos
de ametralladoras que son los supermercados, y Diego Valderas, que creo que es
de Bollullos del Condado, son los que mantienen encendida la lamparilla del
sagrario de Stalin. No en vano quieren ahora imponernos, según dicen, el
régimen venezolano de Chávez, que después de muerto ansía reinar en Andalucía,
como aquellos Abderramanes antiguos y demás moros de Sierra Morena. Hemingway
habría sido muy amigo de estos dos ejemplares, aunque más tarde le habrían
expropiado la casa y el barco, como ya saben que le ocurrió en Cuba. Y es que a
todos los comunistas les da por lo mismo. Vicio nefando.
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