Me
pasa que, al estar exiliado en Messolonghi, las cosas de España me vienen como
en escorzo, casi sin fuerza, como una brisa que acabara de atravesar un campo
de clamores en putrefacción. Aquí nos preguntamos, un suponer, por la salud de
nuestro Rey, que es como preocuparse por la salud social de la Monarquía.
Naturalmente, la mayoría cree que mientras las encuestas proclamen un elevado
número de monárquicos, los partidos no pedirán ni la abdicación ni, mucho
menos, la proclamación de la tercera República, salvo que algún deficiente
neuronal, como es el caso del catalán Navarro, ejercite sus estupideces
lanzando al viento toda una sinfonía de relinchos algo precipitada.
Otra cosa es que todo el mundo piense que el yate de la
Monarquía ha chocado con un iceberg y tiene en su costado izquierdo, es decir,
a babor, un hermoso cráter por donde vierte a borbotones la discutida razón de
su existencia. Quiero decir que la izquierda española sólo tiene que esperar
pacientemente a que el vaciado se complete, las encuestas brillen a su favor y
la derecha se despoje de su monarquismo entre visillos y demás vacilaciones. No
es por nada, pero me da en la nariz que el Rey va a ser el chivo expiatorio de
todo este carnaval de corrupción que ahora se celebra en España. Mucho antes de
que los partidos asuman su responsabilidad en esta debacle institucional que
nos asola, se pedirán cuentas al rey, y, en cuanto convenga, le obligarán a que
abdique. El caso Urdangarín va a ser la clave de la salvación para muchos.
Recuerden que en las culturas primitivas, el sacrificio del rey era la epifanía
que garantizaba la renovación de la vida en la tribu. No crean que me invento
la historia. A tal efecto, lean ustedes, por ejemplo, “La rama dorada”, de
James G. Frazer. Incluso en el Nuevo Testamento hay un ejemplo muy clarificador
en cuanto a redenciones se refiere. No sé si me explico.
España se ha convertido en un cenagal oscuro y maloliente
donde, para colmo, la mitad del censo espía al otro medio y viceversa. El poder
tiene que resultar un negocio de lo más boyante, para que los políticos de uno
y otro signo se hayan declarado una guerra civil sin precedentes. Hasta varios
millonarios, me refiero a ciertos actores de triunfal presencia, afilan sus
sables guerracivilistas y demagógicos para
participar en la contienda. Pero lo que ellos no saben, me refiero a la
izquierda exquisita y caviar, es que la corrupción tiene más cuartos que un
hotel de putas, como diría el maestro García Márquez, y para mí que primero deberían
mirar debajo de sus celuloides, antes de levantar los decorados del prójimo.
La democracia española, sin más demora, tiene que buscar un
refugio/retiro para reponerse de los excesos, reflexionar acerca de cuáles son
los principios políticos que deberían regirla y darse golpes de pecho por los pecados
y faltas cometidos. Esta es una labor que debería liderar nuestro rey, que no
sólo de campechanía vive el hombre, auspiciando, si hiciera falta, un nuevo
periodo constituyente. Pero el rey parece atrapado en una tela de araña que le
tejieron sus propios errores, desde las boquitas pintadas y vampíricas de sus
amantes hasta sus amistades más peligrosas y financieras. Como monárquico,
siento decir que a don Juan Carlos se le agota, día a día, el crédito popular de
su arbitraje. En mi opinión, el monarca debería reflexionar hasta dar con la
clave de una urgentísima regeneración democrática, comenzando desde la sala
dorada del trono hasta la última alcaldía de España. Uno le aconsejaría que, para
empezar, se fijara en la actitud del Papa Benedicto, más que nada por si viera
en ella alguna idea aleccionadora. Me refiero, claro, a lo del convento. A qué
si no.
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