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1 de septiembre de 2012

APOLLINAIRE



CARTAS A DORA MALENGO
1 DE SEPTIEMBRE DEL 2012

QUERIDA DORA:
No sabes lo nervioso que me he puesto al ver tu fotografía en una revista del corazón. ¿Esos pechos siguen siendo tuyos? ¡Santo cielo! ¡Qué perfecta armonía! Deberías tomar por una caricia del destino el que los años no te hayan dejado huella, ni la fuerza de la gravedad cargue sobre ti toda esa perversidad desmoronadora con que suele ser conocida. Queridísima  Dora, como te digo, me he puesto tan nervioso al verte que para tranquilizarme he cogido un libro para leer toda la mañana. Pero he querido cogerlo al azar. ¿Y sabes cuál ha sido mi suerte? Pues me ha tocado nada menos que “Las once mil vergas”, de Guillaume Apollinaire. ¡Qué casualidad! Apollinaire es uno de los pocos escritores que me hubiera gustado conocer. Por regla general, los escritores en persona no me interesan demasiado. Siempre me parecieron algo pomposos y encima se dan demasiada importancia y luego van y te miran por encima del hombro, como si estuvieran subidos en el pedestal de su propia soberbia. Tengo alguna experiencia un tanto desagradable con más de uno y no me gustaría repetir. Por tal motivo, la mayoría de mis amigos no son escritores, sino gente normal y corriente y, salvo honrosas excepciones, de muy pocas lecturas. Claro que nunca sabré si Apollinaire hubiera respondido a la estupidez de la mayoría o se hubiera avenido a razones. No obstante, a un tipo que se atreve a entrar en el Louvre y robar el cuadro de La Gioconda no se le puede escamotear al menos el beneficio de la duda. Sí, en efecto, Apollinaire es de los pocos escritores con quien me hubiera gustado compartir mesa y mantel o bien antesala en una mancebía.
Si me permites, amor, voy a transcribirte un pasaje de la novela en cuestión. Las líneas más castas que he podido encontrar. Narra una mujer: “Sin replicarle, Mony se desnudó y empezó a desvestir a la bella Haidy, que parecía hallarse en un estado de excitación extraordinaria. Mientras la desnudaba, mordía a Mony; sus hechuras eran admirables y su embarazo aún no se notaba. Sus senos modelados por las Gracias se erguían redondos como bolas de cañón”. ¡Como bolas de cañón! Jamás se me habría ocurrido semejante metáfora para describir los tuyos. Yo, más bien, creo que habría sido algo mas delicado, tal vez más cursi, pero jamás los hubiera comparado con objetos tan brutales como unas bolas de cañón. Posiblemente, me habría referido a ellos como dos sonrisas de jade o como los rescoldos de una batalla inaplazable. No sé que te habría gustado a ti, mi querida Dora. De cualquier forma no se lo deberíamos tener en cuenta al gran Apollinaire. Al fin y al cabo, no se refería a los tuyos con esas metáforas de tanta contundencia bélica.
El caso es que ya me encuentro más tranquilo. Te aseguro que la literatura erótica es el mejor remedio para apaciguar ciertos estados de ánimo. Yo, en tu lugar, iría ahora mismo a la librería más cercana y pediría al librero que me buscara la novela de la que hablamos.  La verdad es yo también tengo escrita una novela erótica que se titula “Un día feliz en la vida de Waldo Linz”, si bien no está publicada, naturalmente, más que nada por mi familia, pues no quiero que nadie sepa hasta dónde llegan los estragos de mi imaginación. Creo que serían capaces de inhabilitarme y encerrarme en alguna mazmorra de la Bastilla, como al pobrecito e ingenuo Marqués de Sade. Un día de estos lo retomaré (me refiero a la obra del divino marqués) para sentirme reconfortado y, sobre todo, mucho más piadoso en domingos y  fiestas de guardar.
Ya te imagino, mi querida Dora, entrando en una librería y pidiendo en voz bajita, casi inaudible, roja como una cereza, “Las once mil vergas”. Te aconsejo que, si te diera vergüenza tanta procacidad de título, pidas esta otra novela: “Las proezas de un joven Don Juan”, también del casto Apollinaire.  Te aseguro que cualquiera de ellas sosegará tu alma hasta extremos insospechados. Ni que decir tienen que me gustaría leerte amabas en una de esas tardes tranquilas y lluviosas de invierno. Al calor de la lumbre. Como si no nos hubiéramos dejado de querer. Tuyo. Antonio. P.D. La fotografía es de cuando uno leía a Guillaume Apollinaire   

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