A medida que pasa el tiempo,
el corazón de España se llena de una espuma ácida que le estorba para respirar.
Claro que también puede ser por el humo del puro que Rajoy se ha fumado en
Nueva York, como si la pesadilla hubiera terminado. Churchill también fumaba
puros, pero a cada cual le sentaba de manera diferente. El inglés, en todo
caso, era un hombre de Estado, y el gallego sólo es un funcionario de color
gris y de espíritu blandileble. Nada nuevo, por cierto, pues hasta los suyos
abandonan el barco, como la brava Esperanza, último bastión de un Partido
Popular que ha devenido en claudicante, consentidor y pietista. No en vano, los
catalanes se hacen ahora cuentas de sus putas tristes para exigir a Rajoy que
pague las noches locas, el descorche cabaretero y hasta los parterres floridos
del barrio chino. Y llega Rajoy como si fuera el rey Midas y, de donde no hay,
le afloja al catalán una pastizara, que entre todos tendremos que pagar a un
interés de usurero chino. Pero encima llega el mandibulario Artur Mas, supermán
de las Ramblas, y anuncia que Cataluña se las pira vía referéndum ilegal y que
a los españoles nos vayan aplicando al ritmo de un vals lánguido y como en tono
de sardana.
El resultado, claro está, es el desplome de la Bolsa, la
subida de la prima de riesgo y la huida de las cocottes hacia parajes más
cálidos y suculentos. España, otrora refugio de vírgenes y tafetanes, se ha
quedado para vestir los santos de la miseria. Porque lo que no se entiende es
que nos vayamos de putas a Barcelona y, después de pagarles una fortuna, más de
cinco mil millones de euros, haya que coger el “scotch-brite” y abrillantarles
el bidet. Antiguamente, en tiempos de Franco, uno iba al Molino Rojo, rezaba un
par de quiries con una de las señoritas de Avignon, a tanto el sobresalto, y se
volvía para la capital con los números en regla y como a la par. Otra cosa,
nano. Pero es que ahora, después de limpiarte el cofre y dejarte literalmente “in
fecundo”, como dice el rey, van las titis y se ponen en referéndum para dirimir
si es un moro de Tánger el que te descose la próstata o uno de esos charnegos
del Senegal en plan Príapo de la selva africana.
Claro que, a lo mejor, la balanza de pagos se equilibraría
si nos negáramos a comprar productos catalanes. Es una idea ya muy extendida
entre la clientela española. Al fin y al cabo, su mercancía se distingue del
resto porque su código de barras comienza por los números uno y cinco. Sería
muy sencillo arruinarlos. De momento, para la Navidad, he descubierto un champán
francés, “André Clouet”, a muy buen precio y francamente delicioso. No en vano,
los catalanes aún no han conseguido dar con la tecla de los vinos espumosos. Sin
embargo, a un servidor, se lo digo en serio, le importaría un carajo que los
catalanes tomaran las de Villadiego. La verdad es que se merecen experimentar
la independencia en todo su esplendor. Hasta la fecha, la hemos sufrido los españoles
en forma, mayormente, de un insoportable dolor de cabeza. Pero no me refiero a
un federalismo, simétrico o asimétrico, ni a un Estado catalán asociado y otras
mandangas, no, me refiero a una independencia pura y dura: aduanas en la
frontera, el veto europeo, aranceles imposibles y el Barsa jugando con el
Palamós. ¿Se imaginan a un Messi gordo y reumático por falta de ejercicio? ¿Se
imaginan el éxodo de empresas hacia el Reino de Aragón? ¿Se imaginan a Artur
Mas dirigiendo el tráfico en una Diagonal con aromas de gasógeno? Me fumo otro
puro como el de Rajoy.