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29 de octubre de 2014

RAYMOND CARVER



Resulta que una mañana estaba yo en un bar de Manhattan. Era uno de esos bares que por dentro tienen varias clases de sofás corridos de color rojo. Al principio puede parecer que los sofás están forrados de piel buena, pero luego te das cuenta de que son de una clase parecida al vinilo que, si pasas tiempo sentado, te hace sudar como un corredor de fondo en carretera. Bueno, pues allí estaba él. Yo lo conocí por la fotografía que ponen en la solapa de sus libros, una en la que sale de frente con su cara anchota, la nariz de boxeador y una mirada penetrante, como si el muy cabrón quisiera verte por dentro.
         Enseguida se dio cuenta de que lo miraba. Así que se levantó y vino hacía mí con una sonrisa de oreja a oreja. Me dijo que se extrañaba mucho de que un vivo como yo pudiera ver a un muerto como él. Claro que él estaba en que yo no sabía quién era él, como pensando que servidor era uno de esos miles de millones de incultos que andan por el mundo. Cuando le dije que era un honor para mí saludar a Raymond Carver, uno de los mejores escritores de relatos de la literatura americana, se quedó de piedra. Téngase en cuenta que Carver lleva muerto la friolera de veinticinco años.
         Me dijo que de vez en cuando se venía a Nueva York más que nada por recordar viejos tiempos. Nueva York fue siempre la ciudad donde más a gusto solía beber, sobre todo porque nadie sabía quién era. Todo el que lo conoce sabe que Carver en su juventud bebía como una esponja, pero que se pasó completamente seco los últimos diez años de su vida. Y, según me dijo, gracias a la ayuda de su segunda esposa, la poetisa Tess Gallagher, que sigue viva y que sea por mucho tiempo.
Pues sí, un tipo atormentado este Carver cuando estaba vivo y un magnífico escritor de relatos. Ya lo creo. Dijeron de él que era el Chejov americano, pero yo no creo que se parezca demasiado a Chejov. Ni de lejos. Por lo menos en el estilo. Creo que esa idiotez  la dicen quienes no han leído a Carver ni tampoco a Chejov. En mi opinión, no quiere decir nada el hecho de que Carver escribiera una historia acerca de la muerte del maestro ruso. Una maravilla de historia, por cierto. Anagrama la tiene publicada en un libro que se titula “Tres rosas amarillas”, donde se recopilan otros relatos de Carver.
Todo los escritores de cuentos tienen a Chejov como su santo patrón y algunos le rezan todas la noches. Pero ahora resulta que se han cambiado las tornas y es él, Carver, quien ocupa la peana del santo. Porque nadie que ahora quiera escribir un cuento puede dejar de leer a Carver. Sería como el que quisiera saber algo de los agujeros negros sin leer a Stephen Hawking. Así se lo dije a Carver y le hizo mucha ilusión. Creo que empezamos a tomar confianza el uno con el otro.
Por eso me contó que estaba en Nueva York con el fin de arreglar viejas rencillas con Gordon Lish, el editor de la revista “Esquire”, quien tuvo la desfachatez de manipular el texto de alguno de sus relatos, tachando palabras sin permiso y cambiando finales como si fueran las ruedas pinchadas de un coche. Una licencia que Carver no le habría perdonado ni a su propio padre. Maldita sea, pero cada vez que nombraba a ese tal Gordon se ponía de un humor de perros, como si se lo llevaran los demonios.
--Esta noche me le aparezco y le doy el susto de su vida y tal vez de su muerte –dijo Carver levantando el vaso de güisqui y aumentando a conciencia el brillo de su mirada--. Por mi madre que ese cabrón se va a acordar de mí.
En cambio me habló muy bien de Robert Altman. Carver me dijo que su mujer, Tess Gallagher, había tomado la decisión correcta al permitir que se hiciera la película. Y también afirmó que el comportamiento de Altman fue de lo más exquisito, y también que había realizado un trabajo impecable al lograr cierta unidad con al menos una docena de sus relatos. Le dije que esas historias las había publicado Anagrama con el título de Short Cuts y que la película se titulaba en español “Vidas cruzadas”. Carver confesó que después de la muerte de Altman estuvo hablando con él y que Altman le comentó algo sobre la terrible dificultad que había tenido al tratar de mezclar todos esos grupos de personajes, cada uno perteneciente a una historia distinta, y después incluirlos en un mismo guión. Pero como digo, a Carver se le notaba contento cuando se refería al trabajo de Altman. Muy contento. Aunque Altman tuviera que descerrajar alguna historia y añadir un par de papeles de su propia cosecha. Me refiero al personaje de la cantante de jazz, magnífico por cierto, y a la violonchelista, una preciosidad. Si mal no recuerdo, creo que eran madre e hija. Una idea espléndida por lo bien que encajan esas dos mujeres y lo que significan como nexo de unión entre las historias.
Pero Carver empezaba a estar harto de hablar de su obra, lo que me pareció todo un milagro para ser escritor, así que empezó a contarme cosas de la muerte y del Más Allá.
--Lo bueno que tiene esto de estar muerto –me dijo--, es que por mucha grasa que comas, nunca te sube el colesterol. Y, para que se entere de una vez, no existe eso que los vivos llaman el Más Allá. Me refiero a que todo es lo mismo. O sea que el Más Allá no es otra cosa que el Más Acá, salvo que se encuentra en una dimensión diferente, y por eso los vivos no pueden ver a los muertos, pero sí a la viceversa, que es de lo más entretenido. Menos en lo que respecta a su caso, claro, que ya me dirá lo raro que tiene que ser usted para poder ver más lejos de lo posible.
Entonces empezó a contarme lo saludable que resulta eso de estar muerto. Aseguró, por ejemplo, que de muerto la bebida no hace daño al hígado y que tan sólo alpista un poco, lo justo para ponerse contento y querer a todo el mundo. A todo el mundo, naturalmente, que no se llame Gordon Lish y haya sido editor del Esquire. Encima, según él, uno no tiene que pagar en los sitios, ni en los bares ni en el cine ni en los museos ni en el fútbol. Y las posibilidades de trasladarse a donde uno quiera y se le antoje son infinitas y siempre en primera clase.
--Por ejemplo –me dijo Carver--, a mí me gusta mucho andar zascandileando por el mismo pueblo donde la palmé. ¿No sabe usted cuál ese lugar? Pues ese lugar se llama Port Angeles y está en el estado de Washington, nada que ver con la capital federal, joder, que todo hay que decirlo. Allí tengo una habitación perenne en un hotel y en esa habitación trabajo en mis nuevos relatos. Porque si uno ha sido escritor en vida, lo normal es que siga siendo escritor después de diñarla. Y si en vida dicen que fui el inventor del “realismo sucio”, que no sé lo que es, de muerto, maldita sea, yo creo que he inventado el “realismo funeral”. No en vano mis nuevas historias tratan de muertos que echan de menos la vida, y de otros, muy al contrario, que no quieren volver a estar vivos. Y también escribo de cómo algunos difuntos regresan tan contentos a la vida en forma de funcionarios municipales, otros de políticos corruptos y también de cómo una mayoría volverá a encarnarse en tipos del tipo soplapollas, que es lo más vocacional y lo que más abunda en los catálogos genéticos de por aquí. Y le aseguro, amigo mío, que se trata de una especie inextinguible. Se lo juro, joder, pero es que los soplapollas, maldita sea, están de moda. Cómo se lo diría.

acivantosmayo@gmail.com
        

         

23 de octubre de 2014

EUGENIO D´ORS



Bueno, pues a mí este señor siempre me ha sugerido un gran respeto, aunque luego dicen quienes lo conocieron que no se tomaba nada en serio. Y esto es precisamente lo que a mí me atrae de ciertos escritores, esa frivolidad y ese cinismo que algunos se gastan al hablar de las cosas del mundo, pero siempre, claro está, de manera brillante y como sin darse importancia. Uno de estos casos, como digo, es Eugenio d´Ors, catalán y más catalán y español que nadie. A mí D´Ors me interesa y le admiro porque, entre otras cosas, se vino a Madrid con el fin de enseñarle a los madrileños lo que tenían guardado en el Museo del Prado y no lo sabían. Porque si a Ramón le llevó toda una noche entablar cierta amistad con los moradores del museo y luego presentárnoslos en un libro genial que muy pocos han leído, don Eugenio d´Ors se arregló con tres horas para escribir una de las obras más inteligentes que sobre el arte y ese museo se hayan escrito jamás. Yo el libro lo he tenido de libro de cabecera algún tiempo, unos meses, justo hasta que empecé a soñarme con los fusilados de Goya y tuve que dejarlo y beber agua de azahar antes de irme a la cama.
Siempre he dicho que Madrid está por encima de Barcelona, no sólo por la capitalidad y la sala de trofeos del Real Madrid, que también, sino nada menos que por el Museo del Prado, que es el hito que marca la verdadera diferencia, étnica y cultural, entre una ciudad y la otra. D´Ors lo sabía y por eso se vino a Madrid y en Madrid compensó con creces el atraso congénito que por nacimiento había traído al mundo.
Naturalmente, Eugenio d´Ors, fuera de Barcelona, se hizo un hombre, y no sólo adquirió una cultura y un bagaje y todo eso, sino que se convirtió, él mismo, en la Cultura por excelencia. Quiero decir que D´Ors llegó a ocupar el centro geométrico y neurálgico  de lo que fue la cultura española a principios del siglo XX. Lo que todo el mundo quedó en llamar “Noucentismo”, por ponerle algo de letra en catalán, que ya se sabe que ellos son diferentes y algo más que un club. 
Claro que los catalanes nunca quisieron a D´Ors, y ahora lo consideran un apestado y un traidor, pues en Cataluña todo lo que no es “pujolismo nacionalista” es traición y merece garrote. Sin embargo, se equivocan de plano, porque, muy al contrario de lo que piensan, D´Ors fue el gran guerrero catalán, el gran conquistador que se vino a Madrid para hacerse con España en un verbo, como el que no quiere la cosa. Eso sí, nos conquistó a los españoles con el arma de la inteligencia sabia, por la buena letra con que escribía el “Glosari” y por lo que tan sólo en tres horas dijo del Prado, el Barroco, Pablo Picasso y el francés Cezanne, que pintaba muy bien. Pero incluso me dicen que luego la emprendió a mayores con los grandes filósofos y la metafísica de la estética o algo mucho peor. Y hasta se atrevió a disfrazarse de Goethe, nada menos, un señor que era un gran admirador de Napoleón y la mente más preclara y misteriosa del romanticismo alemán y parte del europeo.
O sea que este joven de Barcelona, el Eugeni, se vino de marcha a Madrid con un muestrario de los vinos del Penedés, pero fue en realidad para hacerse con una cultura universal y después, maldita sea, para quedarse con España, los españoles, el Movimiento Nacional y hasta con las flores del Pardo, que eran de la señora de Franco. Y no sé por qué, ya les digo, pero a los españoles nos enorgulleció que un catalán nos pusiera tan a tono y nos hiciera leer lo que nunca habíamos leído, sobre todo a Goethe, que por aquí sólo lo conocía Ortega de cuando estuvo en Nuremberga, que así lo pronunciaba él para darse importancia.
Sin embargo, la historia más interesante que le ocurrió a Eugenio D´Ors no fue en Madrid sino en Cataluña, concretamente en Cadaqués, una vez que su padre lo mandó allí para que cogiera un poco de peso y algo de rosicler en las mejillas, que parecía un muerto. No en vano, el joven Eugeni, igual que el joven Werther, cultivaba la pose del enfermizo romántico y daba pena verlo de lo enclenque que pintaba, por no hacer otra cosa que leer a Byron y a Shelley y a poetas de lo mismo. Pero el caso fue que se hospedó en casa de una señora que vendía pescado, el que pescaba su marido, y también tenía dos hijos que pescaban en la barca del padre. La señora se llamaba Lidia Noguer y, mira por donde, era hija de la Sabana, la última bruja oficial de Cadaqués, según el censo local del brujerío. No obstante, la señora Lidia, la hija de la bruja, estaba de buena como para caerse muerto al primer vistazo y después resucitar para no perderse el espectáculo corporal de esta señora. Pues sí, Lidia Noguer era una mujer espigada y como suavemente lamida por la brisa del mar, con dos ojos negros que brillaban como dos faros marinos en noche cerrada, además de todo lo demás y otras comodidades de muy buen ver y en perfecto estado de revista.
Y para mí que el joven Eugeni, mientras el marido y los hijos andaban de pesca, se la trajinaba verso a verso y la enamoraba y la volvía loca de amor, llenándola el alma de endecasílabos, el muy perillán. Al menos eso es lo que cuentan las crónicas del lugar y así dicen que empezó la historia trágica de Lidia de Cadaqués, hija de la bruja Sabana.
         Pues bien, cuando D´Ors, tiempo después de aquella aventura juvenil,  publicó su novela “La bien plantada”, Lidia fue diciendo por todo el pueblo que Teresa, la heroína de la obra, era ella y nada más que ella; y yo creo que tenía razón y D´Ors así lo dijo, aunque sin decirlo demasiado claro. Pero es que, además, Lidia también se pensaba que el Eugeni le mandaba mensajes de amor a través de todo lo que escribía, y la pobre andaba descifrando lo que él quería decirle, tanto en las glosas como en el resto de su obra.
El caso es que ella iba con los recortes de periódicos por todas las casas, al tiempo que repartía los dentones, las lubinas y el resto del pescado, dando la tabarra a todo el mundo con sus códigos descifrados y sus secretos de amor y todo lo que ella pensaba que D´Ors trataba de decirle en clave literaria, porque a las claras no se atrevía por la cosa del qué dirán. Desgraciadamente, la pobre Lidia murió loca en un asilo, rodeada de todos los libros de su gran amor, intentando medir en cada línea lo mucho que él la quería y la deseaba y todo lo demás del repertorio amoroso. Lidia de Cadaqués, la bien plantada, fue el ejemplo desdichado de una gran pasión y otra locura de amor para la historia. Que no son pocas.

acivantosmayo@gmail.com

         

16 de octubre de 2014

JOHN MILIUS



Ahí donde lo ven, este señor de la fotografía, John Milius, es uno de los mejores escritores de Hollywood. Porque el oficio de escribir no es sólo cargarse de novelas, artículos, ensayos y otras cosas por el estilo, sino que esa vaina tan glamurosa de los guiones cinematográficos también entra en el compendio de chulerías que forman parte de la literatura. A la memoria me vienen ahora una miríada de nombres que anduvieron por Hollywood, como sombras de un ejército fantasmal, ganándose la vida con las palabras. Me refiero, pongo por caso, a Donald Ogden Stewart, Ring Lardner Jr., Terry Southern, Anthony Veiller y Casey Robinson. Incluso William Faulkner estuvo en el oficio una temporada, supongo que por ganarse unos dólares y alejarse un tiempo del olor a granja de sus novelas. También Scott Fitzgerald se pasó una temporada ejercitando sus promesas abstemias y de paso intentando que los magnates del oficio le aprobaran algún guión, supongo que para celebrarlo después con Sheila Graham, que por esa época ya había dejado de ser una de esas “flapers”, hermosas y malditas, que tanto le gustaron a Gatsby, que volvió a la bebida, así como la señorita Sheila, que era británica, siguió de meticona y cotilla en las revistas del corazón de Hollywood.
         De modo que el oficio de guionista entra dentro de las atribuciones y privilegios del gremio de escritores. Sin embargo, dicen que los guiones de las películas de ahora están escritos por los ejecutivos de las compañías cinematográficas, única razón de que haya tanto desastre en las carteleras de todo el mundo. Actualmente la mayoría de películas producidas por Hollywood parecen estar pensadas por subnormales, dirigidas por subnormales e interpretadas por subnormales. Y todo con el único fin de que las vean y paguen millones de subnormales. El verdadero listo de esta historia, claro, es el que pone la bolsa y más tarde recoge las redes reventonas de plusvalías, que es de lo que se trata y si te he visto no me acuerdo. ¿De quién es la culpa? Probablemente de Schiller por no explicarse mejor en “La educación estética del hombre”. O también se la podríamos achacar a Galvano della Volpe, que durmió a medio mundo con su obra “Historia del gusto”, que para nada se la recomiendo, pues el tipo es un pelma de cuidado, además de rojo, una dualidad insoportable, se mire por donde se mire.
         Digo yo que si ustedes quieren ver una película de aventuras y de acción y de guerra y de amor y de violencia y de tiros y de cosas así, pues eso, que no hace falta que se traguen toda la porquería que la industria americana produce, sino que hay que ser muy selectivos y mandarlo todo al carajo. En mis buenos tiempos de juventud en que uno buscaba no sólo el refinamiento intelectual y estético de  Bergman y Visconti, sino también el ajetreo aventurero y guerrero de los héroes invencibles y románticos, siempre me fijaba en los títulos de crédito y si aparecía el nombre de John Milius significaba que había augurios suficientes para pensar que la película merecía la pena.
Dicen que Sean Connery aceptó trabajar en “Octubre rojo”, una de submarinos, porque le prometieron que el guión lo ultimaría Milius . Y es que él ya sabía, por haber protagonizado “El viento y el león”, una de moros y cristianos, que Milius era el único escritor que le garantizaba diálogos inteligentes y de pleno lucimiento.
         John Milius no es precisamente un tipo fabricado en serie, con ese aspecto tan suyo de parecer todo un continente puesto en vertical, tal que los osos pardos de Montana cuando quieren abrazarte. Desde luego a mí me habría gustado verlo encaramado sobre su tabla de surf, igual que un enorme trasatlántico surcando los mares californianos, aunque él sea de San Luis, Missouri, y a mucha honra.
Me han dicho que John Milius aprendió lo suyo de Kurosowa, el tipo de los samuráis, y que también le gustan las armas, la caza, el tiro al plato y las chaquetas de cuero que huelen a fiera montuna y como en plan cimarrón. Puede incluso que en política esté a la derecha de los republicanos, lo que ya es un garantía de no ser uno de esos escritores comprometidos que van por la casba de Beverly Hills enarbolando la bandera de la bondad y otros humanitarismos de cierta rentabilidad, es decir, a tanto la lágrima por cada pobre.
Quiero decir que John Milius no es un escritor políticamente correcto, no señor, y en Hollywood, donde suele anidar la izquierda exquisita del champán y el caviar de los remeros del Volga, pues eso, que él surfea a contracorriente y le gusta dar por el saco. Y se dice por ahí que a un ejecutivo le puso un revolver en los huevos, como si fuera John Wayne, y parece que ahora ya no lo quieren ver por los estudios. Naturalmente todo eso se nota en la bazofia que hoy día fabrican por ordenador y otras letrinas por el estilo. Pero no crean que han prescindido sólo de Milius, nada de eso, sino que andan tocándole los cojones a todos los guionistas que se atreven a escribir guiones brillantes, ya que estos tipos siempre fueron los mozos de cuerda del cine, por así decirlo, y no son de fiar si demuestran inteligencia y sensibilidad.
         Sin embargo, les recuerdo que fue John Milius quien magistralmente pulió y abrillantó, sin ser incluido en los créditos, los guiones de las películas de Harry el Sucio, así que es suya esa frase que suelta Clint Eastwood en “Impacto súbito”: “Go ahead, make my day” (“Adelante, alégrame el día”). También es el autor del monólogo, tan aterrador como maravilloso, de Robert Shaw en “Tiburón”. Pero Milius, claro está, ha escrito y pulido y dirigido otras muchas películas como “El gran Miércoles”, “Conan el bárbaro”, “El gran Lebowski” y, sobre todo, “Apocalipsis Now”, cuyo guión salió de su imaginativa y atrevida máquina de escribir. Recuerden aquella otra frase, fantástica y llena de dramatismo y humor negro, que Robert Duval exclama en pleno bombardeo de la aviación americana en la guerra del Vietnam: “¡I love the smell of napalm in the morning!” (“¡Amo el olor del napalm por la mañana!)
         Pero también John Milius ha participado en otras batallas nada desdeñables, venciendo y superando la incapacidad momentánea que le impuso un derrame cerebral. Supongo que consiguió el olor a victoria a fuerza de voluntad y una buena cantidad de cócteles de napalm a la hora del desayuno. Y, según cuentan, por fin ha dado el último repaso a un guión que llevaba escribiendo desde hace muchos años sobre la vida de Gengis Kan. Decían que la película la iba a dirigir Mel Gibson y a protagonizar Mickey Rourke, pero desconozco si el proyecto se ha llevado a cabo, o, si por el contrario, se ha ido todo al carajo y adiós pampa mía.
         Me falta por ver una de sus películas más controvertidas, “Amanecer rojo”, pero en cuanto le ponga la vista encima les prometo que se lo haré saber y después ya veremos si queda alguien con vida para contarlo. Para mí que hay que sacar, egoístamente, el jugo a un tipo como John Milius, que jamás se atendrá a componendas ni a chantajes ni traiciones que lo aparten de su camino. La literatura y el cine necesitan, a mi entender, de escritores tan especiales como él, aunque supongo que al parirlo romperían el molde para hacer con él una tabla de surf. Como si con un solo John Milius el mundo ya tuviera bastante. Y hasta puede que sí.          
                                            acivantosmayo@gmail.com

        
        

         

8 de octubre de 2014

SOMERSET MAUGHAM


Martes 7 de octubre del 2014

Bueno, pues yo estaba tomando el té en la terraza del Hotel de París, en Montecarlo, y el caso es que me di cuenta de que a la mesa de al lado vino a sentarse un señor que vestía con la elegancia de otras épocas. Llevaba puesto un traje de verano de color gris claro con chaleco del mismo color. Un pañuelo blanco sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta. La camisa también era blanca y una corbata amarilla, vanidosa, brillaba entre rayas azules y grises. Pero lo mejor de su atuendo, aquello que más me llamó la atención, fueron sus zapatos, unos mocasines de color burdeos que me hicieron preguntarme si habían sido hechos a medida.
         Yo supongo que el caballero advirtió primero mi admiración y, al instante, la curiosidad que sus zapatos habían causado en mí, ya que en su cara apareció de súbito un gesto muy claro de orgullo.
--Me los hicieron a medida en Londres, me dijo, en el 88 de Jermyn St. El zapatero se llama John Lobb. ¿Lo conoce? Cualquiera que pretenda ser elegante, tanto en este mundo como en el otro, además de viajar una vez al año a París, como decía Balzac, ha de poseer unos zapatos hechos a mano por John Lobb. Estos zapatos que usted tanto admira me los hizo en el 2003, año del cincuentenario de la coronación de la reina Isabel II. Naturalmente no son los únicos zapatos que tengo de este zapatero, pues me encargué otro par en 1975, pero esta vez con el fin de celebrar con cierta dignidad el décimo aniversario de mi muerte. No pensará que tanto John Lobb como un servidor aún tenemos el honor y el horror de  estar vivos. Nada de eso. El zapatero lleva muerto ya un par de siglos por lo menos y yo ya estoy cerca del cincuentenario, fecha en que, si Dios quiere, me encargaré otro par de zapatos, aunque esta vez van a ser algo más abotinados y de color negro.
--¿Quién es usted? –le pregunté algo alterado por lo que me acababa de decir.
--¿No me ha conocido todavía? ¿Cómo es posible? No solamente es usted incapaz de distinguir unos Lobb, sino que no sabe que soy Somerset Maugham, el escritor más famoso de los años treinta y cuarenta y le aseguro que aún cobro derechos de autor. ¿Cómo si no me habría podido permitir estos zapatos? Le aseguro que John Lobb sigue tan carero y subido de tono como cuando vivía, tal vez algo más.
Es verdad, no me había fijado bien, el tipo de los zapatos era nada menos que Somerset Maugham. Sí, en efecto, una vez que me lo dijo, enseguida caí en la cuenta: esa barbilla tan pronunciada; una boca grande y extraña, como serpenteante; su ligero tartamudeo y, sobre todo, su elegancia exquisita. Claro que era Somerset Maugham. Y como desde lo de Hemingway se me aparecen los muertos a puñados, pues eso, no le di la mayor importancia. Creo que hasta él se extrañó de que considerara su visita como un acontecimiento dentro de lo normal.
--Lo cierto es que no estoy acostumbrado a que ningún vivo perciba mi presencia, salvo algunos niños, los gatos y, no digamos los perros, que se ponen a ladrar como si les entrara la rabia. En cualquier caso, me alegro de hablar con un señor tan normal como usted. Por cierto, ¿ha leído alguna de mis obras?
--Siento decirle que sólo he leído una: “El filo de la navaja”, y de eso hace ya muchos años.
--Esa novela fue uno de mis mayores éxitos, junto a “Servidumbre humana”. Seguro que el personaje que más le gustó fue el de Larry Darrel. ¿No es así? Un joven que tras la guerra y ver morir a un amigo, se empieza a preguntar acerca del sentido de la vida. Sí, la verdad, esa historia fue un éxito memorable.
--Sin embargo, se equivoca en lo que a mí respecta, ya que el personaje que más me llamó la atención fue el de Elliott Templeton. A mi esa clase de “bon vivant”, entre esnob y dandy, con el añadido de una gran dosis de cinismo, siempre me ha producido un profundo interés, mucho más que el de personajes como Larry Darrel, tan difíciles de perfilar, sobre todo cuando se entran en cuestiones de carácter religioso y místico, un terreno muy peligroso para que el escritor acierte y quede bien.
--Estoy completamente de acuerdo con su apreciación. ¿Y sabe qué le digo? Pues que no es usted el primer lector que se inclina por Elliott Templeton. De hecho, Oscar Wilde me dijo el otro día que ese personaje debió ser el que llevara el peso narrativo de la trama. A él también le pasó con su Lord Henry, que casi desaparece a media novela en favor del imbécil de Dorian Gray.
--Los críticos dijeron, señor Maugham, que los lectores de sus novelas eran unas señoras.
         --Nunca me llegó a importar lo que dijeran los críticos. En definitiva, mis libros fueron los más leídos en todo el mundo y, gracias a ellos, yo me podía dar una vida llena de lujos y caprichos, como por ejemplo que John Lobb me hiciera los zapatos a medida. Claro que para serle del todo sincero, le confieso que el único crítico que me molestó, aunque tampoco demasiado, fue ese resentido de Edmund Wilson, cuya pluma rezumaba veneno cuando se trataba de valorar a escritores de éxito. Ese tío se creía el no va más de la “intelectualité” mundial, pero en el fondo estaba amargado porque, en realidad, él era incapaz de contar una historia más o menos coherente. Quiero decir que Wilson, por ejemplo, nunca superó que un tipo tan poquita cosa, física e intelectualmente, como  Scott Fitzgerald, compañero suyo en Princeton, fuera tocado por los dioses y le saliera la literatura con tanta naturalidad y a borbotones del mismo centro geométrico del alma. Lo mismo que a mí, si usted me permite la inmodestia, que en vida llegué a escribir setenta y ocho obras, entre novelas, ensayos y piezas de teatro, de las que veinticuatro fueron llevadas al cine. Incluida, claro está, “El filo de la navaja”, que ya lleva dos versiones en su haber.
--¿Puedo preguntarle, señor Maugham, si vive usted en el cielo o en el infierno?
--Me hospedo en el cielo, desde luego, mucho más tranquilo y silencioso que el infierno. Y lo que es mejor, mucho más barato. El infierno se ha puesto imposible de caro. Todo vale el triple que en Londres y París. Una locura de inflación. Sin hablar del déficit público. Tenga en cuenta que en el infierno los socialistas siempre consiguen la mayoría absoluta. Y luego hay un ruido imposible de soportar y le juro que en ese ambiente de tan mal gusto y de tan baja estofa no hay quien escriba. No se lo va a creer, pero todas las calles y plazas están llenas de bares, restaurantes, salas de fiesta, teatros, burdeles, conventos de jesuitas, casinos, cines que sólo dan películas españolas y, lo que es peor, una caja de ahorro en cada esquina. Una vulgaridad insufrible. Además, en el infierno no hay quien encuentre un apartamento con aire acondicionado. Y si lo encuentras prepara el bolsillo. De modo que uno, en el cielo, vive divinamente, a cuerpo de rey, y encima puedo viajar cuanto quiera y a donde quiera. Cada año procuro no me perderme la temporada en la Costa Azul. Después me doy una vuelta por París y Londres, entre otras cosas para comprarme ropa y ver si aún se venden mis novelas o se representan mis obras de teatro. Le recomiendo que espere a morirse para viajar por todo el mundo. Viajar de muerto es lo más desengañado y, sobre todo, lo más cómodo. Ni que decir tiene que uno siempre va de incógnito y en primera clase. Y no hablemos de los descuentos. Una ganga.