San Marcial, domingo 1 de junio de 2014
DIARIO
No es mala idea dejar la
filosofía, no para después, como reza el título del libro de mi buen amigo
Pedro Martín y su hija María, sino como actividad dominguera y hebdomadaria, sin perjuicio,
claro está, de tomar el vermut, la paella, el pastel real de la suegra y el
fútbol sacrosanto de todos mis pecados. En lo particular, la filosofía, en fiesta de guardar, es la
oración que me debo a mí mismo como el ser de lejanías, atribulado y perdido en el templo que soy.
Pues bien, desde mi punto de
vista, perdonen por el atrevimiento, la filosofía empieza, miren ustedes, en cuanto que a uno
le da por dudar de todo. Y tengo entendido que, si exceptuaos a los escépticos
griegos, hasta la filosofía moderna de Descartes nadie había dudado de nada, como
si los sistemas filosóficos levantados hasta la fecha fuesen verdad revelada.
Desde luego, así piensa el maestro Trías, por ejemplo, de la filosofía de Platón. Y hasta es
probable que así sea. Todo es cuestión de la cantidad y calidad de fe necesaria
para creer en lo que cada uno prefiera.
A un servidor, sin ir más lejos,
le parece perfecto el “argumento ontológico de san Anselmo” para demostrar
racionalmente la existencia de Dios. Sin embargo, si me apuran ustedes, no
existe mejor piedra angular para levantar el edificio de cualquier sistema
filosófico que el “cogito, ergo sum” de Descartes y que Dios me perdone si me
paso de listo y me meto donde no me llaman. Nos dice Descartes que hay dos realidades: una extensa, que es
la materia y otra inextensa, que es el pensamiento.
Sin embargo, Espinosa o
Spinoza, como ustedes quieran, se suelta el pelo y va y nos dice que tanto la materia como el
pensamiento son la misma sustancia, y que todo confluye en una Unidad que es la
Naturaleza, Dios o como prefieran llamarlo.
Pero hete aquí que llega
Leibniz y les dice a sus dos colegas que es imposible que exista lo extenso, es decir
la materia, ya que la última partícula que la compone jamás podría llegar a ser
indivisible, pues siempre tendría la extensión suficiente para que hubiera otra
división y otra y otra y así hasta el infinito. Luego, en todo caso, la última partícula de
la materia no puede tener extensión alguna, es decir, no existe. De modo que
tan sólo somos pensamiento y la realidad que percibimos como exterior sólo es
una ilusión, incluido nuestro propio cuerpo, por mucho que los sentidos nos
digan que existe y ojito con no seguir las leyes que lo rigen.
Leibniz piensa que cada uno
de nosotros es una “mónada” independiente y cerrada. Las mónadas son puntos
dotados de fuerza, pero al ser inextensas no provocan una fuerza que genere
movimiento, sino fenómenos, o sea, el contenido de la consciencia: imágenes
sensibles, pensamientos, emociones, sentimientos.
Sin embargo, Leibniz, contradictoriamente, no es
solipsista, y dice que las mónadas, a pesar de formar un universo cerrado, interactúan entre
ellas gracias a la armonía establecida por Dios en el universo. Y es en esto
último donde la imaginación de Leibniz se desborda. Porque sí se puede deducir que la
realidad que ilusoriamente perciben las mónadas está sujeta a una ley, pero no
podemos ir más allá en el atrevimiento, ya que ninguna mónada puede demostrar
que las otras mónadas no sean también una ilusión. En este sentido, yo me
declaro totalmente solipsista y pienso que todos ustedes y este ordenador que
tengo delante y mis dedos que lo teclean son meras ilusiones mías y que yo soy
una mónada, no una monada, y que estoy solo, absolutamente solo, donde quiera
que me encuentre, así en en la tierra como en el cielo. Nadie puede demostrar la
existencia de la materia más allá de su propio pensamiento. Quiero decir que
ustedes no existen y por eso no pienso asistir, de ahora en adelante, a ninguna boda que se les ocurra invitarme. Yo tampoco les invitaré a la mía
con Nicole, que tampoco existe. Sobre todo.
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