La niña era malagueña y se llamaba Carmela y a mí me tenía como en un sin vivir, no sé si lo recuerdas, mi general, aunque tú bien sabes que yo soy el tipo más tornadizo que hayan conocido los tiempos en asuntos amorosos, ya que siempre me dejé arrastrar por las ventoleras que me daban según los olvidos o el corazón se desmigajara de pena antes o después, si bien era sabido por todos que mientras durase el efecto de los rayos gammas sobre las margaritas me solía poner realmente pesado con las chicas, como si el mundo se acabara. Y es que a mí me gustaba estar siempre enamorado, pero sólo por el gusto de estarlo, y sin exigir tampoco demasiada reciprocidad.
Yo tenía diez años y Carmela otros diez, pero esa jodida niña ya sabía cómo tocarle los tuétanos a un tío, vaya si lo sabía, no en vano me hizo pasar los momentos de más vergüenza que he sufrido en la vida. El caso es que la niña Carmela estaba pasando unos días en Trujillo, en casa de su prima Pilar, allá abajo, enfrente del paseíno de la Piedad. Y había que ver, mi general, cómo mi amigo Tete y yo, cuando salíamos de la academia de don Francisco, arriba en el Altozano, la buscábamos como dos perros perdigueros y la corríamos por las calles, como si la niña fuera una liebre asustada y fugitiva, a punto de ser abatida.
Naturalmente, ahora sé que semejante técnica de seducción no es que fuera muy ortodoxa que digamos, ni por supuesto efectiva, ya que la pobre niña, nada más vernos, salía despavorida, tal que si hubiera visto a un par de diablos emitiendo el zumbido obstinado de las abejas. Y también había que ver cómo se lo pasaba mi amigo Tete, que aunque nada tenía que ver en cuestión de amores, el tío disfrutaba como un indio obligando a correr a esa pobre niña con el fin de que se enamorara de mí. No obstante, de tanto correr tras ella, no creas que tuve muchas ocasiones de contemplarla con tranquilidad, ni Tete tampoco, ya que normalmente la veíamos de espaldas.
A mi me gustaba esa niña porque una tarde la vi en el paseo, en el puesto de los helados, con un vestidito oscuro de florecitas blancas, como una diosa recién bañada, y su belleza de niña me dejó tan paralizado que estuve sin hablar hasta el día siguiente, como si me hubiera dado un aire y el mundo ya fuera otra cosa.
Y una noche, sin esperarlo, me crucé con ella en el pasillo del cine Rugall, en el patio de butacas, y la pobre niña, al verme tan cerca y tan de verdad, se llevó tal susto y su cara me pareció tan pálida, que fue como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, pero como ella estaba con su prima Pilar y otras amigas y una de sus tías, pudo aguantarse sin echar a correr. Sin embargo, desde esa noche no volvimos a perseguirla por las calles, maldita sea, mi general, pues me dio así como pena y la conciencia me dijo que no eran maneras amorosas eso de hacerla correr tanto, sobre todo después de verle la cara de miedo que me puso, como si yo fuera para ella el mismísimo demonio, aunque, eso sí, era una cara preciosa, una cara como de muñeca de porcelana: el pelito castaño y en melenita corta que ni le tapaba el cuello; además, me di cuenta por primera vez de que tenía los ojos azules y los dientes muy blancos. Quiero decir, mi general, que me pareció la cara más fina y delicada que he visto en mi vida, como si se fuera a romper en cualquier momento, tú ya me entiendes, pero también vi algo que me asustó un poco, no vayas a creer, ya que en su mirada, aunque fuera de miedo, anidaba una voluntad férrea de mujer decidida y valiente y como de mando en plaza.
De modo que, como digo, cambié de táctica y empecé a enviarle mensajes de amor por medio de una amiga común. Y ese fue mi gran error, ya lo creo, y juro que lo siento aquí dentro, en mis entrañas, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, sobre todo por culpa de uno de los mensajes que decía algo así como que me era imposible dormir, comer, beber, estudiar y no sé cuántas cosas más por la sencilla razón de que no hacía otra cosa que pensar en ella. Era una vulgaridad de mensaje, ya lo sé, mi general, ya sabes lo poco original que he sido toda la vida, pero al menos se trataba de un mensaje que le transmitía el sufrimiento y el estado emocional en que me encontraba por culpa de mi amor por ella.
¿Qué más quería esa jodida niña?
Sin embargo, fue un error garrafal, como digo, decirle esas cosas mediante intermediario, pues ya sabes cómo varía el contexto cuando no es, por ejemplo, el momento adecuado y luego el tono no corresponde con las palabras y vete tú a saber, mi general, si mis mensajes no fueron motivo de escarnio y de burlas y mofas entre ellas, las muy putas, porque había que ser idiota, un idiota integral, para fiarse tan pancho de una mensajera, por muy amiga que sea y todo lo demás. Cuánto mejor habría sido continuar con nuestras carreras callejeras, donde al parecer ella se sentía de lo más confortable, tal vez por lo mucho y rápido que corría, cómo una gacela, mi general, ya que jamás conseguimos, ni Tete ni yo, darle alcance.
Por eso te digo que el asunto de los mensajes me salió bastante mal, una mala idea, puramente responsabilidad mía, qué carajo, como para no mencionarlo jamás, pero es necesario en aras de mi estabilidad psicológica que lo suelte todo de una vez, más que nada por un desahogo que necesito desde entonces, enquistada como se me quedó la cosa aquí dentro. Porque lo que tú no sabes es que la muy zorra se presentó en la tienda, mi general, ¡en la tienda!, como si tal cosa, y allí soltó su perorata, delante de papá y de yeya y de todos los dependientes, con un par de ovarios, joder con la niña, Carmelita, y qué memoria tenía esa pécora, ya que se sabía, letra por letra, todos los malditos mensajes que le había mandado, sin dejarse atrás ni uno solo. Claro que el mensaje que más me dolió, aquel en que la niña alcanzó su tono mayor, el aria central de la ópera, fue el que decía esa vulgaridad, esa cursilada, de que yo era incapaz de dormir, comer, beber, estudiar y no sé que más porque me pasaba el día pensando en ella.
¡Qué humillación, mi general!
Y digo humillación, joder, porque yo todo el rato, mientras duró el recital de la niña, me lo pasé escondido debajo del mostrador, tan asustado como en un terremoto o en un bombardeo atómico. Y para mí que esa marisabidilla sabía muy bien de dónde son los cantantes, ya te digo, una de esas mujeres diabólicas que luego tienen a los maridos como en una mili perpetua y sin ascenderles jamás de soldado raso. Imagínate el cachondeo que se preparó en la tienda cuando la niña se bajó del escenario y se fue de allí con viento fresco, como que no volví a pensar en ella y mucho menos a dejar de comer, faltaría más, vaya endriago del demonio aquella deslenguada. Sin embargo, lo que son las cosas, mi general, nunca he olvidado su cara de ángel, y si de niña se presentara ahora mismo delante de mí, a pesar del medio siglo que llevamos entre medias, te juro que la reconocería enseguida. A ver si va ser ahora que esa bruja me llegó a tocar la fibra sensible del cuore. Cualquiera sabe, mi general.
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