Vistas de página en total

30 de noviembre de 2013

DIARIO



Jueves, 28 de noviembre del 2013

Llevo más de cinco días encerrado conmigo mismo por culpa de uno de esos catarros dignos de ser incluidos en la biografía de un hombre. Reconozco que los polvos milagrosos de una droga llamada “Frenadol” me han mantenido en una especie de vigilia/cuelgue muy próxima a la delincuencia, hasta se me ha desviado el gusto literario hacia un tipo de lectura que había olvidado por completo. Me refiero a la literatura del escritor de segunda fila. O sea, a mis mejores y más queridos colegas.
Sin embargo, agradezco al farmacéutico que me pasara la papelina, joder, ya que he tenido la oportunidad de leer a un escritor que yo sólo conocía de ver su nombre escrito en los títulos de una película.
Se trata nada menos que de Sherwood King, autor de la novela titulada “Si muero antes de despertar”, novela que Orson Welles adaptó, aunque de forma bastante heterodoxa, para rodar su famosa película “La dama de Shanghai”, cuya actriz principal, como ustedes ya saben, es nada menos que la maravillosa Rita Hayworth. Y les confesaré algo que les sorprenderá, como que a mí es la Rita que más me gusta, mucho más que la Gilda despampanante de "Gilda", ya que ese rubio platino y esos vestidos de señora decente que luce en la cinta de Orson Welles, su afortunado marido por aquella época, le prestan un halo de respetabilidad erótica más allá de lo razonablemente soportable.
         Pero estábamos con el personaje de Sherwood King, del que nadie sabe nada, ni siquiera esos tipos sabihondos de Google, que parece que lo controlan todo, pero no es así, no señor, porque da la casualidad que del amigo Sherwood no participan ni el más sencillo de los datos biográficos. Yo tampoco conozco nada de lo que se pueda referir a su vida y al resto de la obra, pero sí en cambio tengo una teoría al respecto, que no es poco.
Quiero decir que ese nombre tan rimbombante de Sherwood King no sé por qué pero me suena a pseudónimo, ya lo creo, y pienso que detrás de las bambalinas de ese nombre se esconde un escritor importante. ¿Por qué? Tal vez porque ese tipo pensó que adentrarse en las procelas del género negro era rebajarse como escritor, como un viaje a los infiernos que podría chamuscar su reputación, y que con un pseudónimo mantendría inmaculada su verdadera identidad.

Uno, desde luego, va a investigar en lo posible por ver si descubre qué clase de hijo de perra se esconde detrás de ese jodido nombre. Y es que ese tipo me interesa porque sobre el Mal piensa lo mismo que yo. La verdad es que el muy cabronazo me tiene intrigado.        

20 de noviembre de 2013

DIARIO


Martes, 19 de noviembre del 2013

Pues bien, en cuanto a Tom Wolfe, les diré que el muy hijo de perra me dejó con un buen cuelgue, hace ya bastantes años, por culpa de su “Ponche de ácido lisérgico”, para mí su mejor libro de no ficción y en plan nuevo periodismo. Me habría gustado leerlo en inglés, claro está, pero mis conocimientos acerca de ese idioma de bárbaros son algo menos que rudimentarios y como para dar pena. No obstante, por muy mala que puedan ser las traducciones, se ve a la legua que Tom Wolfe es un escritor tocado de cierto estilo, lo que resulta de lo más meritorio. Por supuesto que toda su prosa está trufada y como demolida por un exceso de ferralla charcutera, sabiendo además como sabemos que probablemente este tipo sea el escritor que más abuse, como elemento narrativo, de esa especie de regüeldo sintáctico que es la onomatopeya, pero aún así me parece que todo lo que escribe revienta de fuerza y de energía y de ritmo y, qué carajo, la vida fluye a borbotones por la piel sudorosa y ardiente de cada palabra, de cada frase, de cada punto y coma, corchete, signo de interrogación, admiración, puntos suspensivos y también, por qué no, de cada una de estas onomatopeyas del demonio y que a mi no me gustan: Aauuuuuuuuug, ¡¡¡¡Ñññññññooooooooo!!!!, ¡¡¡Estooooooooo caj caj caj !!! ¡Yuhooo!    

En mi opinión, no entiendo cómo la mayoría de los lectores españoles prefieren comprar, y no digamos leer, una cosa tan en plan culebrón y sin estilo como “El tiempo entre costuras”, ¡¡¡¡puaaaafff!!!, que para colmo de males ahora viene acompañada de la correspondiente serie televisiva, ¡¡¡uuuuuffff!!!, y con unos actores que, salvo honrosas excepciones, son una tomadura de pelo, ¡¡¡bbbbbrrrrrrrrrr!!!, para cualquier método interpretativo expuesto en los distintos almanaques académicos. Sobre todo, me refiero a esa inglesita, Hannah New, que a pesar de lo buena que está, ¡¡¡hija de mi vida!!!, se nota a las claras que ni se sabe el papel ni tiene una idea aproximada de a qué se dedicaba ese tal Stanislavsky, que según cuentan era un tipo de lo más insoportable y su método interpretativo como que ya no mola ni nadie lo entiende.

Para colmo de desgracias,  me cuentan que le han concedido el Premio Cervantes a una mejicana, una tal Elena Poniatowska. No me extrañaría de que la muy bruja fuera un portento en esto de la literatura, quién lo duda, pero que me aspen si he leído yo a esa vejancona o pienso leerla de aquí en adelante. Ustedes me dirán que me pongo tan jodidamente desagradable porque siento brujulear dentro de mí una terrible envidia excitada por el éxito de los demás. ¡Han acertado de pleno! Lo mío no es otra cosa que envidia jodía y, por supuesto, de la peor especie. Así es. La envidia me corroe la sintaxis, el alfabeto y también parece que me carcome el hígado, convirtiéndomelo en un exquisito fuagrás y espero que bañado en litros y litros de Sauternes. Claro que de paso la envidia también me alivia las escoceduras del tiempo igual que si se tratara de un viento de mala mar. La envidia se comporta a veces, a ver si se enteran, como soplo y mano balsámica de santo patrón.

Señora de tersa epidermis parece esta Ymelda Navajo, anabolénica y con gafas de un rojo cínico, uno de esos rostros expresivos y largos de mula cerrera. ¡Qué buena idea editorial ha sido publicar el libro de Carlo Ancelotti! ¿Es que acaso no es una delicia la literatura italiana? Uno siempre ha venerado a escritores de la maestría de Cesare Pavese, Leonardo Sciascia, Italo Calvino, Curzio Malaparte, Indro Montanelli y ahora, por supuesto, a esa lumbrera de Stefano Benni, tan de moda, un tipo que cabalga desde hace tiempo por las estepas literarias de Europa como uno de esos cosacos de quijada agresiva y boca vampírica, maldita sea, todo un escritor de jeques y estrellas mágicas. Claro que ahora tenemos que añadir a mi canon occidental nada menos que a Carlo Ancelotti, un fenómeno literario entrevisto por la agudeza aguileña y depredadora de doña Imelda.


Pues sí, existe por desgracia toda una cohorte de editoras en celo que, después de recorrer los platós de televisión en busca de lumbreras literarias, ahora parece que han cambiado de rumbo y asaltan los vestuarios de los futbolistas por ver si encuentran escritores perdidos entre las camisetas sudadas y los botes de linimento Sloan. Pero también se dice que, bajo sus polisones, estas señoras arrastran todo un continente de negros con ganas de escribir lo que sea, como sea y por lo que sea. Para mí que estas chicas son como busconas en plena vorágine de desvelos por una pluma tan famosa como bien afilada. Y es que para ellas el tamaño de la fama, no te jode, parece que importa demasiado. Dulces ángeles de la letra escondida.

DIARIO



Lunes, 18 de noviembre del 2013

Después de dormir la siesta he subido a la Fnac para hacerme con un par de libros. Me refiero al de Cabrera Infante, “Mapa dibujado por un espía”, y al de Tom Wolfe: “Bloody Miami”. Lo mejor que se puede decir de estos dos escritores es que son, en mi opinión, dos escritores con estilo. Quiero decir que ambos esculpen, cada uno a su manera, la argamasa idiomática que utilizan. Escribir bien no significa una fidelidad a ultranza a la sintaxis oficial que imponen los cabrones de la Academia, ya que de vez en cuando hay que tomarse alguna licencia con los verbos, los adjetivos y también, por qué no, con la puntuación que a veces tanto complica la frase. Recuerden, un suponer, aquel “Oficio de tinieblas, 5” de don Camilo, donde el académico se cisca a conciencia sobre los sacramentos de la sintaxis y su corte de los milagros.

En España, hoy día, después de la muerte del maestro Umbral, hay muy pocos escritores vivos con estilo. Entre ellos, uno destacaría, por ejemplo, a Raúl del Pozo, Antonio Lucas, Carmen Rigalt, David Gistau y Orfeo Suárez en lo que se refiere al género periodístico. Claro que en cuanto a la novela me basta y me sobra con Juan Marsé. Siempre desde mi punto de vista, faltaría más. Una pena que este magnífico escritor catalán no escriba más deprisa y en abundancia, pero ya sabemos de toda la vida que su trazado es lento y así lo prefiere él, que para eso es el que manda y a los demás que nos vayan dando si es el caso.
En cuanto al estilo, en Hispanoamérica no hay ninguno que vuele a la altura de García Márquez, desgraciadamente hoy entre las garras del Alzéimer o como quiera que se escriba este palabrón del demonio. Naturalmente, Vargas Llosa, en su defecto, parece que en la actualidad es el mejor escritor en activo de todos los americanos que escriben en español. Y, en general, desde mi punto de vista, siempre han sido mejores escritores los del otro lado que nosotros los españoles, por lo menos en lo que se refiere a lo que es manejar el idioma, moldearlo, que no es lo mismo que darle por el culo, como hacen algunos de nuestros periodistas televisivos y algunos de la prensa escrita.
Por ejemplo, sería muy difícil superar en las formas a un tipo como Guillermo Cabrera Infante, del que procuro leer todo lo que ha escrito, como el nuevo libro que de manera póstuma acaba de publicar su viuda. ¡Ay, las viudas! Una lástima que al pobre Guillermo se lo cepillaran mediante una puñalada de negligencia médica en un hospital londinense.
         “La Habana para un infante difunto”, sin ir más lejos, ha sido mi libro de cabecera durante mucho tiempo. Incluso ahora mismo siento nostalgia de su lectura y estoy tentado de devolverle, qué carajo, el sitio que se merece en mi vida de lector durmiente y medio en vela. Por lo menos, hoy sin falta volveré a leer esa página en que el Infante describe una fellatio al ritmo tropical de una mecedora. Se lo juro, una auténtica pieza literaria.

También he tenido sobre la mesilla de noche, creo que lo habré leído como media docena de veces, “El otoño del patriarca”, de don Gabriel García Márquez, con quien coincidí una vez en un famoso restaurante de la Cava Baja de Madrid. El escritor estaba en la mesa de al lado, con su señora, pero no me atreví a saludarlo por ese prurito de timidez que siempre me sale delante de los héroes. Pero me hizo gracia verlo mojar el pan en el vino. Mojaba y se zampaba el pan, volvía a mojar y volvía zamparse el pan. Desde entonces, un servidor hace lo mismo por ver más que nada si se trata casualmente del secreto masónico del estilo, pero resulta que no, que la cosa no tiene el origen ni en el pan ni en el vino ni en la mojada, sino que debe ser industria de duendes, meigas, elfos, gibelinos y criaturas así, es decir, misteriosas y como con ganas de enredar, ya que son ellas las que al parecer deciden a qué escritor conceden el beneficio del estilo, y también por desgracia a cuál le hacen escribir como un puto chupatintas ministerial o igual que ese tipo que redacta el Boletín Oficial del Estado, que incluso para Flaubert según dicen era fuente de inspiración.

Por cierto, me han llegado noticias de que a Lorenzo Silva, que es un chico muy arregladito, lo van a colocar en el BOE algo así como en plan redactor jefe para que el ejercicio le sirva de entrenamiento antes de optar al Premio Cervantes y otras posibles dignidades de su talla y mérito; y también me han dicho, a saber si es cierto, que a ultranza lo quieren consagrar, por la cosa de la cultura eurozonal, como el nuevo Flaubert de Carabanchel y su red de autopistas y ya verán ustedes como sí. Qué se apuestan.



15 de noviembre de 2013

DIARIO


Miércoles, 13 de noviembre del 2013

Toda una mañana de trabajo.
Por la tarde, nada más comer, hora y media de paseo. Después, una tabla de gimnasia, ducha, afeitado y otra vez al tajo.
A las ocho, me monto en el coche y me voy hasta El Corte Inglés de Puerto Banús, ya que me avisaron por teléfono de que había llegado mi encargo, una película en DVD: “El año pasado en Marienbad”, de Alain Resnais.
No sé por qué razón, pero uno siempre ha estado enamorado de los balnearios barrocos y de Delphine Seiryg, una actriz de cine francesa, aunque nacida en el Líbano. De ella me enamoré después de verla en “Besos robados”, aquella película de François Truffaut en que Delphine se apiada de Jean Pierre Léaud y le regala una milagrosa tarde de cama.  
Delphine, como ya saben, también es la actriz principal de la película de Resnais, pero he de reconocer que está mucho mejor, física y espiritualmente hablando, en la de Truffaut, a pesar de que en ésta ya tiene siete años más, o sea, treinta y seis. Pero treinta y seis años esplendorosos. Y también he decir que Delphine me gusta más de rubia, aunque sea de bote, que de morena. Ya sé que ahora tiene que andar por la friolera de los ochenta años, tal vez alguno más, pero no es difícil de imaginar que será una viejecita encantadora.
Antes de acostarme, leo unas páginas del guarro de Bukowski, pero a pesar de los pesares admito que este cabrón tiene algo especial y salvaje, una fuerza y un ritmo que suelo echar en falta en algunos de los escritores de hoy y de ayer. Pongan ustedes los nombres que se le antojen.
Me hago la promesa de salir mañana a buscar por las librerías la novela póstuma de Cabrera Infante. Me han dicho que se titula algo así como “Mapa dibujado por un espía”.
Sobre la una de la madrugada, en honor del escritor cubano, escucho la “Pavana para una infanta difunta”, de Ravel. Después, me voy derechito a la cama. El bolero lo dejo para mejor ocasión. Ya me entienden.





11 de noviembre de 2013

DIARIO



Viernes, 8 de noviembre del 2013

Toda la mañana oímos pasar pájaros por encima de nuestro tejado. Parecían pensamientos inútiles. Por eso me ha sido tan difícil concentrarme en la escritura. O sea que no me he sentido inspirado para escribir una introducción a un libro que desde hace tiempo me corroe las entrañas. Se trata de una continuación al libro de Hemingway, un añadido para insistir en las vanguardias artísticas que surgieron en París por los años veinte. Así que me he pasado toda la semana tratando de poner orden en el revoltijo de ideas que al respecto me vienen a la cabeza. No obstante, una de las cuestiones innegociables se refiere a que Hemingway  volverá a ser el narrador de la trama.
Hemos comido a las dos en punto. Ensalada de aguacates y arroz a banda. Después hemos dado una larga caminata hasta el final del Paseo Marítimo. Al volver, he dormido media hora y después he leído hasta la hora de la fiesta. Pues sí, hoy hemos estado invitados a una fiesta que daba un amigo en el restaurante “La Meridiana”.
Reconozco que durante un par de horas estuve de lo más modoso y prudente, pero en cuanto me hizo efecto la graduación alcohólica me puse a bailar, con el salero que me caracteriza, toda clase de danzas tribales: rumba, chachachá, rocanrol, twist… En fin, que me marqué cualquier ritmo sicalíptico que tocaran,  siempre y cuando estuviera pasado de moda, naturalmente. Si bien he de aclarar que yo sólo bailo en ambientes de una privacidad acrisolada.
Por cierto, al llegar a casa me di cuenta de que mi artrosis de cadera había desaparecido por completo. Yo creo que la clave fue ese ligero meneíto del twist. Mano de santo.