A
mí es que Soraya Rodríguez se me parece a una de esas vecindonas de las
corralas antiguas y castizas de Madrid, aquellas destrozonas sin problemas
hipotecarios y dispuestas a tirarse del moño entre aguas, azucarillos y
aguardientes. Soraya Rodríguez, con una sonrisa artificiosamente ingenua, todos
los miércoles se las tiene tiesas con la Soraya del otro bando, mínima como un
parpadeo, pero que es sin duda la primera de la clase y la que suele llevarse
el caramelo de la seño. Claro que a mí la Soraya que más me gusta es la Soraya
de Persia, con esos ojos verdes como huertas y los diamantes brillándole sobre
las dunas del escote imperial. Soraya de Persia, divinamente esbelta, fue
desahuciada por las exigencias dinásticas de su marido, sin que Ada Colau le propinara
la vaina de una cacerolada argentina, sí, hombre, a ese cabronazo del Sha y a
todas sus concubinas, babilónicas mujeres teñidas por los resplandores y neones
de algún club nocturno de Manhattan.
En
realidad, los problemas hipotecarios nunca fueron hasta ahora asunto de pobres
y ricos, por lo menos en lo que respecta a mi pueblo. Digo yo que esto de las
hipotecas debe ser más bien cosa de la modernidad. Antiguamente, a la familia
que por un mal negocio tuviera la mala suerte de caer hipotecada quedaba estigmatizada
para siempre y a ninguno de sus miembros
se le permitía la entrada en el casino. Las hipotecas siempre estuvieron mal
vistas y nunca fueron consideradas como de personas decentes y cristianas. Cuando
de alguien se decía que estaba hipotecado hasta la boina es como si se le señalara
de antemano el camino del infierno, pues se tenía por cierto que en el cielo no
se entraba si de uno colgaba el vicio nefando de un crédito hipotecario o pecado
financiero de similar gravedad.
Sin
embargo, los tiempos cambian que es una barbaridad y el espíritu alegre de los
años previos a la crisis dio rienda suelta al candombe verbenero de la codicia,
poniéndose de moda tanto los tangas de lamerona como las hipotecas a domicilio..
Claro que lo más chocante fue ver a la clase obrera entrándole al crédito como
al bocadillo de calamares, encontrándose ahora medio enfangada en asuntos de fincas,
juicios y desahucios. No obstante, también resultó de lo más curioso contemplar
cómo los bancos, con lo mirados que otrora parecían para soltar el fajo, prestaban
los doblones con la garantía de una nómina susceptible de disolverse en el aire
por cualquier vaivén de la economía.
Naturalmente,
las Sorayas parlamentarias, como dos viejas comadres de Windsor, se arrojan a
la cara el agua colérica de los desahucios. Lo malo es que la socialista, entorchada
con la demagogia venezolana del tarugo Maduro, dice que quiere expropiarnos el
patrimonio, como cuando Largo Caballero y sus gibelinos descamisados expoliaban
las viviendas vacías de los que huían de las checas y los paseos a la luz de la
luna. Como es natural, esta joven socialista no empezará su requisa por los
pisos de Bono ni por el ático de Pepiño ni por la mansión francesa de Elena
Salgado ni por el chalet caribeño de la cuartelera Chacón, sino seguro que empieza
a cebarse, un suponer, con los comedores nutritivos y vicariales de Cáritas,
dedicados a quitar las telarañas del hambre a los pobres de la calle. Y todo
porque la caridad cristiana no le gusta al rojerío, por lo menos eso dijo Tomás
Gómez en la Asamblea de Madrid, aclamado después por los suyos como si fuera el
Lenin de Chamberí. Quiero decir que, antes de que empiecen a humear las
iglesias, yo me voy en busca de Soraya
de Persia y sus encajes póstumos de tul ilusión. En estos tiempos, amigos míos,
incluso la necrofilia puede servir de consuelo.
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