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20 de abril de 2013

SOCIALISMO MADURO




A mí es que Soraya Rodríguez se me parece a una de esas vecindonas de las corralas antiguas y castizas de Madrid, aquellas destrozonas sin problemas hipotecarios y dispuestas a tirarse del moño entre aguas, azucarillos y aguardientes. Soraya Rodríguez, con una sonrisa artificiosamente ingenua, todos los miércoles se las tiene tiesas con la Soraya del otro bando, mínima como un parpadeo, pero que es sin duda la primera de la clase y la que suele llevarse el caramelo de la seño. Claro que a mí la Soraya que más me gusta es la Soraya de Persia, con esos ojos verdes como huertas y los diamantes brillándole sobre las dunas del escote imperial. Soraya de Persia, divinamente esbelta, fue desahuciada por las exigencias dinásticas de su marido, sin que Ada Colau le propinara la vaina de una cacerolada argentina, sí, hombre, a ese cabronazo del Sha y a todas sus concubinas, babilónicas mujeres teñidas por los resplandores y neones de algún club nocturno de Manhattan. 
En realidad, los problemas hipotecarios nunca fueron hasta ahora asunto de pobres y ricos, por lo menos en lo que respecta a mi pueblo. Digo yo que esto de las hipotecas debe ser más bien cosa de la modernidad. Antiguamente, a la familia que por un mal negocio tuviera la mala suerte de caer hipotecada quedaba estigmatizada para siempre y  a ninguno de sus miembros se le permitía la entrada en el casino. Las hipotecas siempre estuvieron mal vistas y nunca fueron consideradas como de personas decentes y cristianas. Cuando de alguien se decía que estaba hipotecado hasta la boina es como si se le señalara de antemano el camino del infierno, pues se tenía por cierto que en el cielo no se entraba si de uno colgaba el vicio nefando de un crédito hipotecario o pecado financiero de similar gravedad.
Sin embargo, los tiempos cambian que es una barbaridad y el espíritu alegre de los años previos a la crisis dio rienda suelta al candombe verbenero de la codicia, poniéndose de moda tanto los tangas de lamerona como las hipotecas a domicilio.. Claro que lo más chocante fue ver a la clase obrera entrándole al crédito como al bocadillo de calamares, encontrándose ahora medio enfangada en asuntos de fincas, juicios y desahucios. No obstante, también resultó de lo más curioso contemplar cómo los bancos, con lo mirados que otrora parecían para soltar el fajo, prestaban los doblones con la garantía de una nómina susceptible de disolverse en el aire por cualquier vaivén de la economía.
Naturalmente, las Sorayas parlamentarias, como dos viejas comadres de Windsor, se arrojan a la cara el agua colérica de los desahucios. Lo malo es que la socialista, entorchada con la demagogia venezolana del tarugo Maduro, dice que quiere expropiarnos el patrimonio, como cuando Largo Caballero y sus gibelinos descamisados expoliaban las viviendas vacías de los que huían de las checas y los paseos a la luz de la luna. Como es natural, esta joven socialista no empezará su requisa por los pisos de Bono ni por el ático de Pepiño ni por la mansión francesa de Elena Salgado ni por el chalet caribeño de la cuartelera Chacón, sino seguro que empieza a cebarse, un suponer, con los comedores nutritivos y vicariales de Cáritas, dedicados a quitar las telarañas del hambre a los pobres de la calle. Y todo porque la caridad cristiana no le gusta al rojerío, por lo menos eso dijo Tomás Gómez en la Asamblea de Madrid, aclamado después por los suyos como si fuera el Lenin de Chamberí. Quiero decir que, antes de que empiecen a humear las iglesias, yo me voy  en busca de Soraya de Persia y sus encajes póstumos de tul ilusión. En estos tiempos, amigos míos, incluso la necrofilia puede servir de consuelo.

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