Miguel Sánchez lo descubrió
una mañana que limpiaba una mancha de grasa en la moqueta del despacho, pero como
la mancha estaba detrás de uno de los sofás del fondo y Miguel se encontraba
agachado, el señor conde no advirtió su presencia al entrar. Miguel Sánchez no
daba crédito a lo que veían sus ojos. Una pequeña parte de la librería, esa
librería que estaba detrás de la gran mesa y que él había limpiado tantas
veces, libro por libro, anaquel por anaquel, se convirtió en una puerta
giratoria apretando el botón de un simple mando a distancia, aunque el
aristócrata pronunciara al mismo tiempo el famoso conjuro de Alí Babá. Como la
librería, después de haber devorado a su dueño en cuerpo y alma, recuperó su
posición ordinaria, Miguel Sánchez, con la palidez del testigo de una
experiencia sobrenatural, recogió sus aperos de limpieza y volvió a sus
quehaceres habituales de sirviente abnegado y fiel. Fiel porque jamás comentó
con el resto del servicio ni con nadie lo que había descubierto aquella mañana.
Sin embargo, todo se complicó cuando, al cabo de unos meses,
después de buscarlo por toda la casa, una mansión campestre de cuarenta
habitaciones del siglo XIX, durante tres días y tres noches, implicándose la
Guardia Civil en un rastreo exhaustivo de las fincas de alrededor, el señor
conde dejó de dar señales tanto de vivo como de muerto. Naturalmente, Miguel Sánchez,
desde el primer momento del rastreo, sopesó la elevada probabilidad de que el
perdido estuviera tras la librería del despacho; sin embargo, su instinto le
decía una y otra vez que ni bajo tortura debería revelar semejante secreto. Y
no fue hasta el final del tercer día de búsqueda, rendidos y resignados los
sabuesos, cuando a Miguel Sánchez se le ocurrió levantarse de madrugada y
efectuar su propia batida por donde él pensaba que podía estar el desaparecido.
Lo malo fue que no encontró el mando a distancia, suponiendo enseguida que el
conde lo tendría consigo detrás de la librería, pero un alarde inusual de
inteligencia lo llevó a probar con el mando a distancia del garaje.
Milagrosamente, la librería volvió a convertirse en puerta giratoria, incluso sin
pronunciar las palabras mágicas de Alí Babá.
Miguel Sánchez encontró al otro lado una pequeña habitación
con una butaca en el centro, un mueble bar, una pequeña mesa y un enorme espejo
cubriendo una de las paredes. Al principio todo estaba muy oscuro, tanto que se
tropezó con el cuerpo del señor conde, que yacía cadáver en el suelo, al lado
de la butaca y con el mando a distancia en la mano derecha. Había un vaso lleno
de güisqui encima de la mesita. Miguel Sánchez se puso muy nervioso, no sabía
qué hacer, sólo se le ocurrió arrastrar el cadáver hasta el despacho y pensó
que lo mejor sería dejarlo detrás del sofá, justo en el lugar donde él había
limpiado la mancha de grasa. Luego cerró la puerta secreta y se fue a dormir.
Un par de meses después del entierro del señor conde, la
casa recuperó la normalidad y la señora condesa comenzó a recibir invitados
como de costumbre. Pero la intriga devoraba por dentro al sirviente, pasándose
noches enteras tratando de hallar una razón de utilidad a la existencia de aquella
habitación tras la librería. Casualmente, Miguel Sánchez intuyó la verdad del
enigma al ver en una película de policías que ese espejo que suele haber
colgado en la salas de interrogatorios de las comisarías ha sido hábilmente trucado.
Aquella noche volvió al despacho del conde y volvió a entrar en la habitación
secreta. ¿Cómo no se dio cuenta la primera vez que estuvo en ese cuarto?
Seguramente por culpa de la voracidad de aquellos nervios que le entraron al
tropezarse con el muerto. Pues bien, el espejo, tal y como él había supuesto,
permitía una visión panorámica de uno de los dormitorios de invitados, justo el
que asignaban a la joven y bellísima marquesa de San Cipriano, amante de la
señora condesa, cada vez que se alojaba en la casa. Así que se convirtió en un asiduo e incansable espectador de
aquella visión erótica cada vez que la marquesa visitaba a su amiga la condesa,
añadiendo a sus quehaceres domésticos la tarea de sustituir al difunto señor
conde en sus vicios más aristocráticos. En el fondo, el sirviente estaba seguro
de que su actitud bien podría ser el comienzo de otra Revolución Francesa. Y es
que no hay mejor estrategia revolucionaria que conocer a fondo los vicios de tu
enemigo. Al menos, así pensaba Miguel.