Si
fue la aristocracia eclesial, hablamos de don Jesús Aguirre, duque de Alba,
quien introdujo en España la escuela filosófica de Fráncfort, correspondió a
los socialistas el inmenso honor de hacerla viable a través de una exégesis y
una praxis que bien podrían estar a la altura de cualquier mafioso de Chicago.
O sea que ese proyecto filosófico alemán, desde Max Horkheimer hasta Jürgen
Habermas y Walter Benjamin, encaminado a conseguir una renovación de la teoría
marxista, fue materializado en España gracias a la ejecutiva socialista surgida
del congreso de Suresnes. No se sabe muy bien si el gran teórico español fue
don Jesús Caldera, el fino Caldera, o el mérito habría que otorgárselo a Pepiño
Blanco, rey de las gasolineras, aunque semejante duda metódica nos resulte hoy
día tan indiferente como inverosímil.
Como
es natural, la praxis derivada de tan decisiva revolución teórica afectó sin
duda a la manera de hacer política y por ende a la acción de gobierno, ya que
institucionalizar el desfalco permanente de los bienes de la sociedad civil:
por ejemplo, mil millones de euros en el caso de los ERES fraudulentos, más el
chantaje indiscriminado a la labor empresarial de los ciudadanos: el cuatro por
ciento de cualquier obra pública que se emprenda, resulta toda una conmoción en
el mundo platónico de las ideas. Bien orgulloso puede estar don Jesús Caldera
de la fundación que preside, “Ideas”, por haber resuelto el escollo que tanto
se le resistió a los filósofos alemanes, es decir, el problema de superar el
vacío que media entre la oscuridad de una teoría y la praxis correspondiente.
Así
es, amigos míos, los socialistas han codiciado la propiedad ajena desde 1982
porque así lo impone una ideología, el marxismo renovado de los chicos de
Fráncfort, nacido de una exhaustiva reflexión filosófica acerca del desarrollo
de la ética aristotélica, la teoría crítica de Kant, el idealismo de Hegel y,
sobre todo, de la famosa película de Woody Allen “Toma el dinero y corre”.
Éstas son las fuentes teóricas de las que han bebido Caldera y Pepiño para
levantar el gran monumento filosófico de la corrupción. Y luego dicen que la
LOGSE no ha fomentado la cultura de los españoles.
Obviamente,
la derecha, acomplejada desde su más tierna infancia, al comprobar que la
izquierda marxista emprendía la requisa en plan comisiones y mordidas, no ha
tenido otro remedio que sumarse a las mismas prácticas ideológicas de sus
adversarios. No en vano, la izquierda ha sido siempre la guía moral y ética de
la ciudadanía. La izquierda es la única que se preocupa de los indigentes, de
los pobres de la tierra y, a mayores, de que la famélica legión que componen
los liberados sindicales no trabaje de sol a sol. La izquierda, un suponer, se
pierde en una bruma de amargura cuando nota la presencia de algún hambriento. De
ahí que el rojo Gordillo, alcalde de Marinaleda, asalte supermercados y se
lleve jamones entre la mella, algún salchichón, un par de cajas de cervezas y
una fregona para la señora. Pues bien, si la izquierda es la reina del gran
castillo kafkiano de la ética, es decir, la reina del Chantecler, y practica
toda clase de apropiaciones filosóficas, nosotros, los de derechas, también tenemos
nuestro corazoncito y por eso decidimos en su día cobrar el famoso cuatro por
ciento, repartirnos sobresueldos y, como en el chotis, alfombrar de jaguares la
Gran Vía, eso sí, previa firma del recibo correspondiente. Y es que el señor
Bárcenas, ¡ojo!, solía ser muy estricto en todo lo suyo. En el fondo, por mucho
que se diga, todos queremos ser marxistas, o sea, vivir a tuti pleni, como un
“bon vivant”, al estilo, por ejemplo, de Flavio Briatore y sus indolentes y esbeltas
viuditas de Clicquot. Nos ha jodido.
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