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20 de enero de 2013

GERTRUDE STEIN



CARTAS A DORA MALENGO
MARBELLA, 19 DE ENERO DEL 2013

QUERIDA DORA: No he podido escribirte antes porque he estado ocupadísimo en corregir las pruebas de mi nueva novela. Me refiero, claro está, a las galeradas de “Yo, Hemingway”, que tenían que estar de vuelta en la editorial esta misma semana. No te puedes imaginar lo bonita que ha quedado la cubierta del libro, sobre todo por ese maravilloso dibujo de mi buen amigo Emmanuel Luna, uno de esos pintores silenciosos que un día surgirá como un sol clamoroso del arte. La verdad es que me hace mucha ilusión que tú la veas y puedas disfrutarla y te sientas orgullosa de mí. Ya sé que esa forma de vida tuya, de rumor en rumor, de temblor en temblor, como un ave migratoria y bohemia, es para ti algo más que una pasión de vivir, tal vez sea una sucesión de ritos sagrados bajo un sol que nunca se hunde en un dulce atardecer de primavera.
 Quiero decir que mi esperanza en lo que a ti respecta se reduce a imaginarte en una librería comprando alguna de mis novelas. Nada más. Ni siquiera espero una postal con un mensaje escueto, como de letras de cristal, para hacerme la ilusión de que me recuerdas.
Después de corregir las pruebas, retomo, pues, la tarea de saber cosas sobre mi nuevo personaje para ponerme de inmediato a destrozarle la vida. De momento, me siento francamente lobotomizado, pero con cierta complacencia, por culpa de la “Autobiografía de Alice B. Toklas” de Gertrude Stein”. Reconozco que a mí, esta señora, nunca me cayó bien, y no sé si yo le caería bien a ella. Supongo que no. Obviamente, no lo sabremos nunca. Pero he de reconocer que a medida que avanzo en la lectura de su libro, me interesa cada vez más y percibo que disminuyen en intensidad las malas vibraciones que me vienen de esta pobre mujer. Desde luego, no es un torrente de ideas, todo lo contrario, pero las innumerables anécdotas que cuenta de su vida y de sus amigos confiere a los personajes (todos ellos de la categoría de Picasso, Braque, Juan Gris, Matisse, Derain, etcétera) esa pátina de sencilla y vulgarísima humanidad que la fama les ha negado. O sea que una vez abismado en la lectura de este libro, el lector, sea quien sea, vive el privilegio de ponerse a la misma altura que todos estos genios, convirtiéndose en uno de ellos, y si todos se van a cenar a casa de Picasso, como se dio el caso en el homenaje a Henri Rousseau, rey supremo de la pintura naif,  el lector les acompaña como un componente más del grupo. Y si uno escucha con atención, te aseguro Dora que se oye el acre rumor de la vida parisina de aquellos locos y maravillosos años veinte.
No sé si te he contado que fue el propio Hemingway quien me dijo, la noche en que se me apareció para dictarme su vida, que tuvo con la Gertrude sus más y sus menos en materia amorosa; y que fue la Toklas, celosa como una esposa siciliana, quien puso punto final a sus relaciones con una bronca tan monumental que hizo huir a Hemingway como si fuera un antílope perseguido por una leona hambrienta. Curiosamente, después de aquella bronca, tanto Gertrude como Hemingway, se dedicaron a ponerse verde mutuamente. Pero hay un comentario de la Stein que me gustaría destacar sobre otros. Me refiero al que hizo en presencia de Sherwood Anderson. Dijo algo así como: ¡Qué magnífica sería la verdadera historia de este chico contada por él mismo! Pues bien, eso es lo que yo he pretendido, para lo cual, claro está, no tuve otra opción que convocar, por los medios al uso, el fantasma de Hemingway. Te aseguro que me llevé un susto tremendo cuando se materializó, ¿pero de qué otro modo habría podido conseguir que me contara su vida con pelos y señales?
Ya sabes, no me olvides, aunque reines en esa tierra tuya de lunas ardientes, donde me dices que los besos son de biscuit glacé y el oro desprende un brillo frenético y las fronteras, claro, no son humanas.
Tuyo para siempre.
Antonio

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