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25 de febrero de 2012

LEIRE PAJÍN

Confieso que se me pone el ánimo camastrón cada vez que me cruzo con esta chica. Me refiero, claro, a Leire Pajín. ¿A quién si no? Perdonen ustedes, pero no lo puedo remediar. Se trata de la única mujer capaz de contagiarme esa embriaguez que Nietzsche llamó dionisiaca. Ya saben ustedes que hay otro tipo de embriaguez, la “apolínea”. Y un servidor de embriaguezes apolíneas no sabe nada desde que murió Deborah Kerr, de tan místico erotismo. Por otro lado, debería de reconocer, pero no lo hago, que uno ya no está para ciertas industrias y demás manualidades. De modo que sólo me queda el consuelo de los suspiros, las lágrimas y el alfabeto geométrico de los románticos, si es que todavía quedan algunos.
Ya sé que la señorita Leire no es una de las marquesas emperifolladas de Proust, sino cualquiera de las doncellas de Downton Abbey, gracias, por cierto, a sus mejillas mediterráneas. Pero da la casualidad que a mí gustan las doncellas, desde pequeño, de cuando me bañaban y secaban y cantaban coplas por Marifé de Triana. Si mal no recuerdo, la copla que más me gustaba era aquella de “Tengo miedo”, y también, ahora que caigo, ese corrido mejicano titulado “Pobre del pobre”, el mismo que la otra mañana cantó el ministro De Guindos por el asunto de los desahucios de don Botín y su “Cuchillito de agonía”.
No me descubran, pero yo creo que esta chica, me refiero a mi Leire, se parece un poco, sólo un poco, a la gran Marifé. Porque el otro día en el Congreso, cuando, con aire de “emperaora”, le cantaba ella unas coplas al ministro de Educación, José Ignacio Wert, que yo creo que también se rila (Umbral), y a toda la derecha tardofranquista y montaraz, por la cosa de repartir unas cuantas obleas a la puerta de los colegios de Valencia, digo que la Leire me pareció como si a Marifé la hubieran colocado una chupa de cuero, en plan motera cachonda, para cantar a la soberanía nacional aquello que dice: “La loba, ese es mi nombre, no te calles, que más da, pero a ver si tú eres hombre pa podérmelo quitar”. Hay que reconocer que la Pajín estuvo soberbia en su actuación parlamentaria. Sólo le faltó un ligero toque de abanico y, sobre todo, el obligado temblor de la peineta. Y les repito que, nada más verla, me vino de pronto la dichosa embriaguez dionisiaca, a mis años, y con estos pelos de recién levantado.
De modo que no esperen ustedes, mis queridos lectores, que mi artículo sea profundo, sesudo y como para excitar neuronas y otras metafísicas. Porque, por otra parte, nunca he estado provisto de esa carga de profundidad, como me recuerdan algunos amigos superdotados, que justifique mi presencia semanal en un periódico de esta categoría. Ya lo sé. Pero es que a mí sólo se me ocurren frivolidades. Y si les digo que empiezo a enamorarme de Leire Pajín, ustedes deberían comprender que me importe un bledo el fondo intelectual de su discurso.
Esta chica, diga lo que diga, está más buena que la venus del espejo y las tres Gracias juntas. Y un servidor, en su presencia, cae como en una especie de esplín baudelariano, es decir, en algo así como en un caos inhabitable y fuera de cobertura. Además, como no tengo esperanza de ser recibido por la diosa, les aseguro, amigos míos, que estoy tan triste que ya no me satisface ninguna desgracia. Quiero decir que me siento absolutamente invalidado para el entusiasmo romántico. La verdad sea dicha, sólo me levantaría el ánimo si me fuera de mercenario a Valencia, a repartir libros sin palabras, a un euro la unidad. Por mi Leire, cualquier cosa.

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