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27 de mayo de 2011

A LA SOMBRA DE LAS HERMANAS EN FLOR

Caminaba lentamente la década de los cincuenta, tal vez meditando sobre las ruinas que dejaba a su paso. Uno no tendría más de cuatro años. Y supongo que la vida, hasta entonces, me había resultado de lo más placentera. Pero una mañana, cuando el verano había decidido recluirse en los cuarteles del otoño, mi madre me llevó a un lugar desconocido. Era un enorme caserón con la pared como apuntalada de marfiles, de un color amarillo claro. En realidad, tenía más aspecto de cuartel militar que de otra cosa. A su fachada, por ejemplo, se abrían cinco o seis balcones, todos al mismo nivel de la calle, que quedaban como perdidos en la inmensidad de aquel murallón sahariano. Era, sin duda un edificio prosaico y feo. Eso sí, un pequeño arco coronaba la puerta de entrada, dándole cierta majestuosidad. Creo que podría afirmar sin equivocarme que era la primera vez en mi vida que entraba en un edificio tan grande. No recuerdo cómo ni por qué, pero enseguida estuvimos hablando con una monja. Era una monja alta, con movimientos rápidos de toca, que trataba de ser cariñosa conmigo. A mí ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Recuerdo que sentí una indiferencia razonable hacia aquella mujer vestida de tan insólita manera. Ahora pienso que los niños deben de tener un alma vieja, pues raramente se extrañan de las cosas del mundo que acaban de estrenar. Aquella mujer vestida con hábito negro, más una cenefa blanca en la toca, que se volvía babero en el pecho, era la primera monja de mi vida, y puedo asegurar que no sentí ninguna zozobra en su presencia. Y, en cuanto me dejaron de mi mano, me puse a corretear por un patio que estaba allí mismo, justo al lado del hall donde mi madre y ella hablaban de sus cosas. Y aquel patio me gustó desde el primer momento. Me dio la sensación de mucha amplitud, ya que podía correr a conciencia, con más libertad y espacio que en cualquier sitio donde había jugado hasta entonces. Era completamente cuadrado y, en uno de sus bordes, muy cerca de unas ventanas con arco, se levantaba el brocal de azulejos blancos y azules de un pilón sin apenas agua. Al descubrirlo, me quedé mirándolo, fijamente, sin pensar en nada, apoyadas mis manos en el borde. Y en uno de los rincones del patio, al otro lado de ese pilón, había un cuarto con un servicio, muy orinado por lo que se veía, ya que en la taza blanca amarilleaban unos churretes ya viejos y como de rancio abolengo.
Yo no sabía que aquello era un colegio. En realidad, mi experiencia de la vida hasta el momento no conseguía explicarme lo que significaba la palabra colegio, ni la razón que mi madre esgrimía para obligarme a ir allí todos los días, como si estuviese cumpliendo alguna condena. De modo que cuando supe de qué iba todo aquello, me dije a mí mismo que no me gustaba, que prefería seguir con mi vida de siempre, jugando en mi casa con mis cosas y zarrios preferidos, sin aguantar la presencia extraña e impuesta de nadie. Sin embargo, no sabría decir los motivos de mi docilidad, pues acepté la orden tajante de mi madre sin la más elemental de las protestas, sin el más mínimo y justificado berrinche, como si por instinto empezara a comprender que aquello era el primer suceso inexorable de una cadena que acababa de ponerse en funcionamiento. Así que a partir de ese día fui cada mañana y cada tarde al colegio de las Carmelitas, a la clase de la hermana María Pérez, que así se llamaba aquella monja.
El uniforme del colegio era propio de un marinero de agua dulce, de pantalón corto y color azul marino. En cambio, el guardapolvo, al que las monjas, con esa pulcritud de lenguaje que les caracteriza, llamaban babi, podía confeccionarse a voluntad de la mamá del usuario. Y gracias al babi, precisamente, aprendí que en materia de vestimenta existen dos cuestiones esenciales que se llaman buen gusto y mal gusto. Por el babi los conoceréis, hubiera podido decir cualquier dandy escolar de la época. En realidad, un babi puede marcar de por vida.


Antonio Civantos

1 comentario:

  1. Y parece que lo estoy viendo. A tí en blanco y negro como en las fotos (con cuatro años no hay manera de que yo te ponga en tecnicolor); y el patio, los limoneros, y a mamá, en mi imaginación, con treintaymuypocos.

    Acabo de descubrirte aquí e iré avanzando con orden....
    Blanca

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