¿BORRACHO YO?
Ver algo piripi al presidente de la France me hace recuperar el respeto por la cultura europea. Desde las cogorzas macroencefálicas de Yeltsin, nadie había dado muestras de tanta sensatez en la política continental. Todo empezaba a resultar demasiado enfático y sacramental, como si de nuevo estuviésemos instalados en la púrpura eclesial del Sacro Imperio Románico. Nico Sarkozy, por fin, hace gala de su entereza y nos demuestra que la grandeur sólo es un cúmulo de represiones históricas. Otro gallo hubiera cantado a la nobleza francesa si Robespierre hubiese pertenecido a la cofradía de la uva. Debería tomar nuestro admirado Zapatero una copita de vez en cuando, tal vez le despejase el cerebro de la hojarasca jacobina que le corroe. Cuánta razón tenía Aznar al reivindicar esa copa tranquila que todos nos merecemos. Pero vivimos unos tiempos en que los políticos dependen de conseguir una imagen inmaculada y una pose apolínea, en el sentido más nitcheano del término. Basta el recuerdo de las fotografías de la última campaña electoral. Uno piensa que la izquierda, ahora que la vitupera hasta el rojo Saramago, debería enmendar su política de propaganda, no solamente despojando a sus candidatos de la chaqueta del traje, única licencia erótica permitida en el libro rojo de Mao, sino impregnándolos de un adarme de golfería barriobajera. Al fin y al cabo, sólo harían que recordar sus orígenes asamblearios de tercer estado. Sarkozy, al lucirse poseído por el numen de Dionisos, sólo ha dignificado desde su cargo una actividad muy arraigada en el pueblo llano. La derecha siempre ha tenido ese instinto de saber lo que emociona a la gente sencilla, y esta vez se ha dejado televisar medio curda después de una comida con Putin a base de caviar de beluga y ríos de vodka rusos. Siempre dije que mientras políticos y generales coman y beban en exceso, los botones nucleares se mantendrán a salvo de huellas dactilares. El mundo es condenadamente frágil para dejarlo en manos demasiado serias. Sin ir más lejos, ahí tienen ustedes a Bush que, en cuanto abandonó la bebida, se dedicó a dejar Irak como una tundra siberiana. Y no se olviden de que Yeltsin, ese santo bebedor de las estepas, instauró de un botellazo la democracia en Rusia, cantando Asturias patria querida. Brindemos por ellos.
Antonio Civantos
30 de mayo de 2011
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