Madrid, 29 de diciembre 2016
No hay mayor placer que
terminar el año con una novela de Simenon en una mano y una copa de champán en
la otra. Hubo un tiempo en que Simenon estuvo de moda, pero ahora lleva unos
años desaparecido en favor de los suecos. Claro que las suecas son otra cosa y
a ver quién se resiste a sus encantos rubios, y para mí que los escritores
suecos se han colado a rebufo de aquellas vikingas doradas que nos trajo Fraga
Iribarne, digo yo que para compensarnos de las bombas atómicas de Palomares y
los ministros rezadores del Opus. Sin embargo, Simenon sigue siendo, después de
Proust, el mejor escritor de Francia. Desde luego tiene una prosa limpia,
ligera, sin escollos, como una pradera inglesa, es decir, sin apenas adjetivos
y para leerse de corrido. Simenon escribía tal como decía Ezra Pound que había
que escribir. Al menos eso fue lo que trató de enseñar a Hemingway sin que al pollo le
aprovechara demasiado.
Se lo dije a Simenon, que era belga, una vez que me lo
encontré en París, sentado a un velador del “Café de Flore”. Me gustaría escribir
tan limpio como usted, le solté a bocajarro, mientras robaba el segundo cruasán
de una caja de metacrilato. También me gustaría ligar de la misma manera.
Porque la vida de usted, monsieur Simenon, transcurre entre la cama y la máquina
de escribir. Y eso que tampoco es usted un modelo de belleza masculina. No
entiendo cómo las mujeres caían rendidas a sus pies en tales cantidades. Porque
de aspecto siempre me pareció un hombre corriente. Tan corriente, por ejemplo,
como un veterinario. Me pregunto cómo pudo ligar tanto y tan selecto. Tal vez
sería por la cachimba, ese apéndice de carácter fálico que nació y murió con usted.
En
efecto, joven, como usted puede comprobar, sigo fumando en cachimba, y mi éxito
con las muertas permanece intacto. O sea que sigue siendo el mismo que obtuve con las
vivas. Sin embargo, no estoy bien visto por aquellos lares. Entre nosotros, los que
mandan allí, usted ya me entiende, no quieren perdonarme que me tirara a la
criada cuando mi señora se iba de compras. Y eso que ella lo comprendía y lo
aceptaba por la cosa de librarse de mí y que fuera otra la damnificada. Bueno,
pues eso no gusta por allí arriba y me lo refriegan por la cara cada vez que
conviene. No les gustan las adicciones, ninguna de ellas, y uno era un adicto
al sexo. Ya lo creo.
Pues
bien, en cuanto a lo de escribir limpio todo es proponérselo y pasar la bayeta a
conciencia después de la faena. A la prosa hay que desinfectarla como si fuera
una casa, necesita de un buen zafarrancho de vez en cuando, sobre todo cuando
la hemos sobrecargado de adjetivos y los verbos no son los acostumbrados. Al final,
cuando uno aprende a escribir sencillo, se escribe sin mirar atrás, único modo
de sacar adelante las seiscientas novelas que publiqué en vida.
Perdone,
Georges, ¿tampoco miraba atrás después de tirarse a cada una
de las cinco mil mujeres que se tiró? No crea nada de lo que dicen. Cinco mil
son muchas mujeres. Incluso para mí. También son muchas las seiscientas novelas, ya
lo sé, pero ahí están, todas de una pulcritud absoluta, casi sin tacha. Por
cierto, ¿quiere saber el consejo que una vez me dio Somerset Maugham? Creo que
estábamos en Montecarlo, tomando un par de martinis en la terraza del Hotel de
París. Me dijo, mira Georges, un escritor debería arrojar a la papelera sus
treinta primeras novelas.
¿Treinta novelas? Pero yo sólo he escrito
diez.
Es igual, tírelas, por favor. Entonces le dije de muy mal humor, casi pierdo el control, que preferiría mil veces deshacerme de diez mujeres. Claro que por ese lado, si uno es exhaustivo, tampoco es que me salgan las cuentas. A decir verdad, si uno empezara a tirar cosas antes de tiempo, se quedaría vacío para siempre.
Es igual, tírelas, por favor. Entonces le dije de muy mal humor, casi pierdo el control, que preferiría mil veces deshacerme de diez mujeres. Claro que por ese lado, si uno es exhaustivo, tampoco es que me salgan las cuentas. A decir verdad, si uno empezara a tirar cosas antes de tiempo, se quedaría vacío para siempre.
Apuesto,
monsieur Simenon, que usted jamás tiró nada al contenedor de la basura, ni una
novela ni tampoco una mujer. Por supuesto que no las tiré. Cuando conocí a
Maugham ya llevaba escritas y publicadas más de cincuenta obras. En cuanto a
las mujeres no sabría decirle hasta dónde llega la cuenta, pero nunca abandoné
a ninguna de manera arbitraria. Siempre hubo una razón.
Después de aquella conferencia no he vuelto a ser el mismo.
Por supuesto que Simenon sabía lo que decía y el consejo de Maugham habría sido
oportuno de saberlo a los treinta años, ¿pero quién es el guapo que se atreve,
después de tanto trabajo, a tirar por la borda la cosecha de más de dos décadas
de escritura casi compulsiva?
A Simenon volví a encontrarlo en el “Circle Bar, un bar de
Nueva Orleans. Por aquella época había alquilado un apartamento durante tres
meses para terminar mi última novela. Una novela que aún no ha sido publicada. Aquella
noche cantaba Nina Simone en ese bar y andaba Simenon al acecho por si a la
negra se le descosían los encajes y así entrarle sin miedo y por derecho. Pero
la cosa no fue de su gusto por culpa de algunos imprevistos. Uno de esos
imprevistos, tal vez el principal, fue que la cantante llevara de guardaespaldas
a un gorila de Tulsa, Oklahoma, uno de esos tíos con el pelo teñido de rubio
platino y con dos manos como sartenes de acero inoxidable.
O sea que simplemente nos dedicamos, Simenon y un servidor,
a beber bourbon con hielo y a extasiarnos con los blues que ella cantaba. Sobre
todo nos gustó mucho esa canción maravillosa que se llama “Lover man”. Después
discutimos acerca de quién la cantaba mejor, si ella, la Simone, o la gran Billie
Holiday. Personalmente me decanté por el desgarro y la sensibilidad de la segunda,
Billie Holiday, que siempre me pareció, lo mismo que a la mayoría de los que
saben, la reina del baile. Sin embargo, Simenon prefería la fuerza y la magia de
Nina Simone. Decía algo así como que Billie Holiday daba la impresión de que se
iba a poner a llorar en cualquier momento. Nina, en cambio, aseguraba él, nunca
se deja vencer y transmite una energía especial, revitalizante, llenándote el
alma de buenos presagios. Después hablamos de las demás y, en definitiva, ambos
coincidimos en que nadie como las negras para cantar blues y otras coplas en ese estilo.
Sin
embargo, mi última canción del año, la última que voy a escuchar, será “Return to me”,
de lo más romántica, se lo juro, sobre todo si la canta Chris Isaak. Se lo dije el otro día
a Dora Malengo, que por fin ha dado señales de vida, vía mensaje navideño,
desde el Hotel Gritti de Venecia. Así es, mi querida Dora, te aseguro que sólo
me siento un gran pensador cuando pienso en ti. Pues eso, que yo también deseo, mi amor, que tengas un año sin demasiados sobresaltos, tampoco que sea plano y
aburrido, una cosa equilibrada, como para no morirse de pena y disfrutar de vez
en cuando. Qué más se puede pedir.
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